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Michael Connelly: El Inocente

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Michael Connelly El Inocente

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El abogado defensor Michael Haller siempre ha creído que podría identificar la inocencia en los ojos de un cliente. Hasta que asume la defensa de Louis Roulet, un rico heredero detenido por el intento de asesinato de una prostituta. Por una parte, supone defender a alguien presuntamente inocente; por otra, implica unos ingresos desacostumbrados. Poco a poco, con la ayuda del investigador Raúl Levin y siguiendo su propia intuición, Haller descubre cabos sueltos en el caso Roulet… Puntos oscuros que le llevarán a creer que la culpabilidad tiene múltiples caras. En El inocente, Michael Connelly, padre de Harry Bosch y referente en la novela negra de calidad, da vida a Michael Haller, un nuevo personaje que dejará huella en el género del thriller.

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– ¿Nadie que conozcamos? -pregunté.

– Gloria Dayton llamó desde las Torres Gemelas.

Gruñí. Las Torres Gemelas, en el centro de la ciudad, era la principal prisión del condado. Albergaba mujeres en una torre y hombres en la otra. Gloria Dayton era una prostituta de lujo que de vez en cuando requería mis servicios profesionales. La primera vez que la representé fue hace al menos diez años, cuando ella era joven y no estaba metida en drogas y todavía tenía vida en la mirada. Ahora era una clienta pro bono. Nunca le cobraba. Sólo intentaba convencerla de que abandonara esa vida.

– ¿Cuándo la detuvieron?

– Anoche. O mejor dicho, esta mañana. Su primera comparecencia es después de comer.

– No sé si podré llegar a tiempo con este asunto de Van Nuys.

– También hay una complicación. Posesión de cocaína aparte de lo habitual.

Sabía que Gloria trabajaba exclusivamente a partir de contactos hechos en Internet, donde ella se publicitaba en diversos sitios web con el nombre de Glory Days. No era una prostituta callejera ni de barra americana. Cuando la detenían normalmente era porque un agente de antivicio había conseguido burlar su sistema de control y establecer una cita. El hecho de que llevara cocaína en el momento de su detención sonaba como un lapsus inusual por su parte, o bien el poli se la había colocado para inculparla.

– Muy bien, si vuelve a llamar dile que trataré de estar allí y que si no estoy pediré que alguien se ocupe. ¿Llamarás al juzgado para confirmar la vista?

– Estoy en ello. Pero, Mickey, ¿cuándo vas a decirle que es la última vez?

– No lo sé. Puede que hoy. ¿Qué más?

– ¿No es suficiente para un día?

– Supongo que bastará.

Hablamos un poco más acerca de mis citas para el resto de la semana y abrí mi portátil en la mesa plegable para poder cotejar mi agenda con la de Lorna. Tenía un par de vistas previstas para cada mañana y un juicio de un día el jueves. Todo eran asuntos de drogas del Southside. Mi pan de cada día. Al final de la conversación le dije que la llamaría después de la vista de Van Nuys para decirle si el caso Roulet iba a influir en los planes y de qué manera.

– Una última cosa -dije-. Has dicho que la empresa para la que trabaja Roulet se ocupa de inmuebles exclusivos, ¿verdad?

– Sí. Todas las ventas por las que aparece en los archivos son de siete cifras. Un par de ocho. Holmby Hills, Beverly Hills, sitios así.

Asentí con la cabeza, pensando que el estatus de Roulet podría convertirlo en una persona de interés para los medios.

– Entonces ¿por qué no le pasas el chivatazo a Patas? -dije.

– ¿Estás seguro?

– Sí, podremos arreglar algo.

– Lo haré.

– Luego te llamo.

Cuando cerré el teléfono, Earl ya me había llevado de vuelta a la Antelope Valley Freeway en dirección sur. Estábamos yendo deprisa y llegar a Van Nuys para la primera comparecencia de Roulet no iba a ser un problema. Llamé a Fernando Valenzuela para decírselo.

– Perfecto -dijo el fiador-. Estaré esperando.

Mientras él hablaba vi que dos motocicletas pasaban junto a mi ventana. Los dos moteros iban vestidos con un chaleco de cuero negro con la calavera y el halo bordados en la espalda.

– ¿Algo más?-pregunté.

– Sí, otra cosa que probablemente deberías saber-dijo Valenzuela-. Al comprobar con el juzgado cuándo iba a ser su primera comparecencia descubrí que el caso está asignado a Maggie McFiera. No sé si eso va a ser un problema para ti o no.

Maggie McFiera era Maggie McPherson, que resultaba ser una de las más duras y, sí, feroces ayudantes del fiscal del distrito asignados al tribunal de Van Nuys. También resultaba ser mi primera ex esposa.

– No será problema para mí -dije sin dudarlo-. Será ella la que va a tener problemas.

El acusado tiene derecho a elegir a su abogado. Si hay un conflicto de intereses entre el abogado defensor y el fiscal, entonces es el fiscal el que debe retirarse. Sabía que Maggie me culparía personalmente por perder las riendas de lo que podía resultar un caso grande, pero no podía evitarlo. Había ocurrido antes. En mi portátil todavía guardaba una moción para obligarla a renunciar al último caso en que nuestros caminos se habían cruzado. Si era necesario, sólo tendría que cambiar el nombre del acusado e imprimirlo. Yo podría seguir adelante y ella no.

Las dos motocicletas se habían colocado delante de nosotros. Me volví y miré por la ventanilla trasera. Había otras tres Harley detrás de nosotros.

– Aunque ¿sabes lo que significa? -dije.

– No, ¿qué?

– No admitirá fianzas. Siempre lo hace en los delitos contra mujeres.

– Mierda. Estaba esperando un buen pellizco de esto, tío.

– No lo sé. Dices que el tipo tiene familia y a C. C. Dobbs. Podría utilizar algo de eso. Ya veremos.

– Mierda.

Valenzuela estaba viendo desaparecer su paga extra.

– Te veré allí, Val.

Cerré el teléfono y miré a Earl por encima del asiento.

– ¿Cuánto hace que llevamos escolta? -pregunté.

– Acaban de llegar -dijo Earl-. ¿Quiere que haga algo?

– Veamos qué…

No tuve que esperar hasta el final de la frase. Uno de los motoristas de detrás se puso al lado del Lincoln y nos señaló la siguiente salida, la que conducía a Vasquez Rocks. Reconocí a Teddy Vogel, un antiguo cliente que era el motero de más rango entre los Road Saints que no estaban encarcelados. Probablemente era también el de más peso. Pesaba al menos ciento cincuenta kilos y daba la impresión de ser un niño gordo en la moto de su hermano pequeño.

– Para, Earl -dije-. A ver qué quiere.

Aparcamos en el estacionamiento junto a la escarpada formación rocosa bautizada en honor de un forajido que se había refugiado allí un siglo antes. Vi a dos personas sentadas y tomando un picnic en el borde de uno de los salientes más altos. Yo sería incapaz de sentirme a gusto comiendo un sandwich en una posición tan peligrosa.

Bajé la ventanilla cuando Teddy Vogel se acercó caminando. Sus cuatro compañeros habían parado el motor, pero se quedaron en sus Harley. Vogel se inclinó junto a la ventana y puso uno de sus gigantescos antebrazos en el marco. Sentí que el coche se hundía ligeramente.

– Abogado, ¿cómo te va? -dijo.

– Bien, Ted -dije, sin querer llamarlo por su apodo obvio en la banda: Teddy Bear-. ¿Y tú?

– ¿Qué ha pasado con tu cola de caballo?

– A alguna gente no le gustaba, así que me la corté.

– Un jurado, ¿eh? Debe de haber sido una colección de acartonados del norte.

– ¿Qué pasa, Ted?

– Me ha llamado Casey desde el corral de Lancaster. Me dijo que a lo mejor te alcanzaba en dirección sur. Dijo que estabas parando su caso hasta que tuvieras un poco de pasta. ¿Es así, abogado?

Lo dijo como conversación de rutina. No había ninguna amenaza en su voz ni en sus palabras. Y yo no me sentí amenazado. Dos años antes había conseguido que a Vogel le redujeran una acusación de secuestro agravado con agresión a una falta de desorden público. El dirigía un club de estriptis propiedad de los Saints en Sepulveda Boulevard, en Van Nuys. Su detención se produjo después de que él descubriera que una de sus bailarinas más productivas lo había dejado y había cruzado la calle para trabajar en un club de la competencia. Vogel cruzó tras ella, la agarró en el escenario y la arrastró otra vez a su club. La chica estaba desnuda. Un motorista que pasó llamó a la policía. Derrumbar el caso de la acusación fue una de mis mejores actuaciones, y Vogel lo sabía. Le caía bien.

– Tiene razón -dije-. Trabajo para vivir. Si quiere que trabaje para él, ha de pagarme.

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