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Michael Connelly: El Inocente

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Michael Connelly El Inocente

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El abogado defensor Michael Haller siempre ha creído que podría identificar la inocencia en los ojos de un cliente. Hasta que asume la defensa de Louis Roulet, un rico heredero detenido por el intento de asesinato de una prostituta. Por una parte, supone defender a alguien presuntamente inocente; por otra, implica unos ingresos desacostumbrados. Poco a poco, con la ayuda del investigador Raúl Levin y siguiendo su propia intuición, Haller descubre cabos sueltos en el caso Roulet… Puntos oscuros que le llevarán a creer que la culpabilidad tiene múltiples caras. En El inocente, Michael Connelly, padre de Harry Bosch y referente en la novela negra de calidad, da vida a Michael Haller, un nuevo personaje que dejará huella en el género del thriller.

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El rostro de Casey se contorsionó de rabia. Traté de salir le al cruce.

– Mira, Harold, sé que quieres acelerar esto y llegar al juicio y luego a la apelación. Pero has de pagar el peaje. Sé de larga experiencia que no me hace ningún bien perseguir a la gente para que me pague cuando el pájaro ha volado. Si quieres que juguemos ahora, pagas ahora.

Asentí con la cabeza y estaba a punto de volver a la puerta que conducía a la libertad, pero le hablé otra vez.

– Y no creas que el juez no sabe lo que está pasando -dije-. Tienes a un fiscal joven que es un pardillo y que no ha de preocuparse por saber de dónde vendrá su siguiente nómina. Pero Orton Powell pasó muchos años en la defensa antes de ser juez. Sabe lo que es buscar a testigos indispensables como el señor Verde y probablemente no mirará con buenos ojos a un acusado que no paga a su abogado. Le hice la señal, Harold. Si quiero dejar el caso, lo dejaré. Pero lo que prefiero hacer es venir aquí el lunes y decirle que hemos encontrado a nuestro testigo y que estamos listos para empezar. ¿Entiendes?

Casey no dijo nada al principio. Caminó hasta el lado más alejado de la celda y se sentó en el banco. No me miró cuando por fin habló.

– En cuanto llegue a un teléfono -dijo.

– Bien, Harold. Le diré a uno de los ayudantes que has de hacer una llamada. Llama y quédate tranquilo. Te veré la semana que viene y pondremos esto en marcha.

Volví a la puerta, caminando con rapidez. Odio estar dentro de una prisión. No estoy seguro de por qué. Supongo que es porque a veces la línea parece muy delgada: la frontera entre ser un abogado criminalista y ser un abogado criminal. A veces no estoy seguro de a qué lado de los barrotes estoy. Para mí siempre es un milagro incomprensible que pueda salir por el mismo camino por el que he entrado.

3

En el vestíbulo del tribunal volví a encender el teléfono móvil y llamé a mi chófer para avisarle de que estaba saliendo. Comprobé mi buzón de voz y encontré mensajes de Lorna Taylor y Fernando Valenzuela. Decidí esperar hasta que estuve en el coche para devolver las llamadas.

Earl Briggs, mi chófer, tenía el Lincoln justo delante. Earl no salió a abrirme la puerta ni nada por el estilo. Su labor consistía únicamente en llevarme mientras iba liquidando los honorarios que me debía por conseguirle la condicional en una condena por venta de cocaína. Le pagaba veinte pavos la hora por conducir, pero luego me quedaba la mitad a cuenta de la deuda. No era lo que sacaba vendiendo crack en los barrios bajos, pero era más seguro, legal y algo que podía poner en un curriculum. Earl aseguraba que quería enderezar su vida y yo le creía.

Oí el sonido rítmico del hip-hop detrás de las ventanillas cerradas del Town Car al acercarme, pero Earl apagó la música en cuanto me estiré hacia la maneta. Me metí en la parte trasera y le pedí que se dirigiera a Van Nuys.

– ¿Qué estabas escuchando? -le pregunté.

– Hum, era Three Six Mafia.

– ¿Dirty Routh?

– Exacto.

A lo largo de los años, me había hecho conocedor de las sutiles diferencias, regionales y de otro tipo, en el rap y el hip-hop . La inmensa mayoría de mis clientes lo escuchaban, y muchos de ellos construían sus estrategias vitales a partir de esa música.

Me estiré y cogí la caja de zapatos llena de cintas de cassette del caso Boyleston y elegí una al azar. Apunté el número de la cinta y el tiempo en la pequeña libretita de control que tenía en la caja. Le pasé la cinta a Earl a través del asiento y él la puso en el equipo de música del salpicadero. No tuve que decirle que la reprodujera a un volumen tan bajo que pareciera poco más que un rumor de fondo. Earl llevaba tres meses conmigo y sabía lo que tenía que hacer.

Roger Boyleston era uno de mis pocos clientes que me había enviado el tribunal. Se enfrentaba a diversos cargos federales por tráfico de drogas. Las escuchas de la DEA en los teléfonos de Boyleston habían conducido a su detención y a la confiscación de seis kilos de cocaína que pensaba distribuir a través de una red de camellos. Había numerosas cintas, más de cincuenta horas de conversaciones grabadas. Boyleston habló con mucha gente acerca de lo que venía y de cuándo esperarlo. El caso era pan comido para el gobierno. Boyleston iba a pasar una larga temporada a la sombra y había poco que yo pudiera hacer salvo negociar un trato, cambiando la cooperación de Boyleston por una sentencia menor. Aunque eso no importaba. Lo que me importaba eran las cintas. Acepté el caso por las cintas. El gobierno federal me pagaría por escuchar las cintas en preparación para defender a mi cliente. Eso significaba que podría facturar un mínimo de cincuenta horas del caso Boyleston al gobierno antes de que se acordara todo. Así que me aseguré de que las cintas se iban reproduciendo mientras iba en el Lincoln. Quería estar seguro de que si alguna vez tenía que poner la mano sobre la Biblia y jurar decir la verdad podría afirmar con la conciencia tranquila que había reproducido todas y cada una de las cintas por las que había facturado al Tío Pasta.

Primero devolví la llamada de Lorna Taylor. Lorna es mi directora de casos. El número de teléfono que consta en mi anuncio de media plana de las páginas amarillas y en treinta y seis paradas de autobús esparcidas por zonas de alta criminalidad del sur y el este del condado van directamente a su despacho/segundo dormitorio de su casa de Kings Road, en West Hollywood. Mi dirección oficial para la judicatura de California y los alguaciles de los tribunales también está en su domicilio.

Lorna es la primera barrera. Para llegar a mí hay que pasar por ella. Sólo le doy mi teléfono móvil a unos pocos y Lorna es la guardiana de la verja. Es dura, lista, profesional y hermosa. Aunque últimamente sólo puedo verificar este último atributo aproximadamente una vez al mes, cuando la llevo a cenar y a firmar cheques; ella también es mi contable.

– Oficina legal -dijo cuando llamé.

– Lo siento, todavía estaba en el tribunal -dije explicando por qué no había contestado su llamada-. ¿Qué pasa?

– Has hablado con Val, ¿no?

– Sí, ahora voy hacia Van Nuys. He quedado a las once.

– Ha llamado para asegurarse. Parece nervioso.

– Cree que este tipo es la gallina de los huevos de oro y quiere asegurarse de que no lo pierde. Lo llamaré para tranquilizarlo.

– He hecho algunas averiguaciones preliminares del nombre de Louis Ross Roulet. Su informe de crédito es excelente. Su nombre salía en varios artículos del Times . Todo transacciones inmobiliarias. Parece que trabaja para una inmobiliaria de Beverly Hills. Se llama Windsor Residential Estates. Diría que manejan listas de clientes muy exclusivos, no venden la clase de propiedades de las que ponen un cartel en la puerta.

– Está bien. ¿Algo más?

– En eso no. Y de momento sólo lo habitual en el teléfono.

Lo que significaba que había sorteado el acostumbrado número de llamadas producto de las paradas de autobús y de las páginas amarillas, todas ellas de gente que quería un abogado. Antes de que los que llamaban alcanzaran mi radar tenían que convencer a Lorna de que podían pagar por aquello que querían. Era una especie de enfermera detrás del mostrador de la sala de urgencias. Tenías que convencerla de que tenías un seguro válido antes de que te mandara al médico. Al lado del teléfono ella tiene una lista de tarifas que empieza con una tarifa plana de 5.000 dólares por ocuparme de cargos por conducir bajo los efectos del alcohol y que va hasta las cuotas horarias que cobro en juicios por delitos graves. Lorna se asegura de que cada cliente es un cliente que paga y conoce lo que va a costarle el delito del que se le acusa. Como dice el dicho, no cometes un crimen si no vas a poder pagarlo. Lorna y yo decimos: no cometas el crimen si no vas a poder pagarnos. Ella acepta Master Gard y Visa y verifica que el pago está aprobado antes de que me llegue el cliente.

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