»Asíson las cosas. Para mí. Para ella. Para usted. Para todos. Cinco años antes de toda esta mierda yo tenía acciones en otros cuatro proyectos de King Corp además del Garden State, por un valor de tres o cuatro millones de dólares. El problema fue que cuando la bolsa empezósu caída libre en 2000, yo me lancéa comprar.
»Había ganado a finales de los noventa, sí, pero luego empecéa perder. Mucho. Cuanto peor iba todo, más compraba. Después empecéa comprar con el margen de beneficios.
– Como quien dobla jugando al blackjack -diceél, asintiendo con la cabeza.
– Sí.
– Y su suerte cambió.
– No. Toquéfondo y me echaron un cable.
–¿Quién?
– James.
Espero a que sus ojos demuestren sorpresa. No es así.
– No parece sorprendido -le digo.
– En muchas ocasiones los tipos con quienes nos llevamos peor son los que en un momento dado nos salvaron el pellejo.¿Él te dio el dinero?
– Con condiciones. Me anticipólos pagos. Básicamente recomprómis acciones en los proyectos. Al final le salióun negocio redondo: triplicósu inversión. Como si le hiciera falta. Cuando todo quedóarreglado, mi capital era cero. Debía tres coches, tenía una casa de tres millones de dólares con una hipoteca monstruosa, una cuenta de seis cifras en American Express y una mujer que se moría por construir un castillo.
»El Garden State Center era la luz al final del túnel. El mayor centro comercial del mundo. Cincuenta cines. Doce grandes almacenes. Setecientas tiendas. Dos hoteles. Más grande que el Mall de América. Ben y yoéramos los socios constructores. Teníamos un dos por ciento para cada uno. Los beneficios sobre la financiación alcanzarían fácilmente los doscientos millones. Cuatro millones en el bolsillo. Libres de impuestos.
»Eso no era tanto comparado con lo que muchos otros ganaron con James. Como Milo. Su parte del beneficio rondaba los veinte millones.
– Pero todo tiene un precio -diceél.
– Sí. James chasqueaba los dedos y nosotros saltábamos. Si haces un trato así, no te preocupas por cenas de aniversario, o por partidos de rugby, o por la Navidad, o por no hacer vacaciones.
»Ni siquiera llevo la cuenta de los partidos que me perdí. De los conciertos. De las fiestas de cumpleaños. Pero aun así, lo tenía mejor que Ben. Es lo bueno de tener una esposa que quiere cosas bonitas.
»La suya no paraba de agobiarlo, llevaba Birkenstocks y tejanos acampanados. Una pedante naturista, licenciada en Filosofía. Al final se largócon sus dos hijos a Palo Alto con un catedrático de inglés. Ben siempre quedaba en segundo plano.
»Incluso en el modo en que todo el mundo me adjudicaba la idea de transportar el acero por aire, saltándonos el piquete y asestando un golpe al sindicato. La verdad es que había sido idea de Ben. Creo que la gente me recordaba porque mi foto aparecióen la prensa, junto a esos enormes helicópteros Sikorsky, y fui yo quien le plantócara a Johnny G cuando, echando espuma por la boca, llegóante la puerta donde almacenábamos el acero. Quizápor eso Ben cogióaquella tarjeta de la agente del FBI, porque ya estaba harto de que su mejor amigo se llevara siempre todo el mérito.
–¿Asíque túte llevaste el mérito de tirar adelante el proyecto?
– Mucha gente me lo atribuyó. Pero nadie que tuviera importancia de verdad.
–¿Te refieres a James?
– El mundo es como un tanque lleno de tiburones. Acción-reacción. Comes o te comen. Eso me enseñóy eso es lo que hice.
–¿Aunque ello implicara acabar con una vida?
– En cierto sentido.
– Sin embargo. James nunca lo hizo -diceél-. Nunca usóesas tácticas. Asesinato.
– No le pegóun tiro en la cabeza a nadie -le digo-, pero destruyóa gente. Conél ganabas o perdías. Nos movíamos en términos absolutos.
–¿Él no ganaba siempre?
– Exactamente. Con James no había forma de ganar. Eso es lo que aprendí.
–¿Ni siquiera tú?
– Nadie. Las apuestas eran altas, el riesgo, también. Como el día después de que nos saltáramos el piquete del sindicato.
– Vuelve a eso -diceél-. Nos habíamos quedado cuando te dirigías a casa, después de que os sacaran de la carretera.
Cuando llegué a casa, en Skaneateles, Jessica y Tommy ya dormían. Revisé todas las puertas para asegurarme de que estaban bien cerradas, después programé la alarma, saqué la escopeta del armario y la deslicé bajo la cama, con una caja de municiones. Me acosté. Jessica suspiró y rodó hacia el otro lado. Permanecí un buen rato así, alerta. No sé cuándo logré dormirme.
Sé que empezaba a amanecer cuando me despertó.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella-. ¿Qué ha pasado?
Me incorporé y miré la almohada, manchada de sangre.
– Me he hecho un corte en el cuello -expliqué, tocándome la herida.
Le conté la historia sobre el piquete y el accidente en la carretera. Le hablé de Milo.
– Dios mío -dijo ella.
Bajamos en silencio, sin hacer ruido, para no despertar a Tommy, y ella preparó café. Nos sentamos a la mesa de la cocina, desde la que se disfrutaba de una vista del lago. Por el este, las llamas del amanecer empezaban a llenar el cielo.
– El FBI estaba allí -le expliqué-. Según ellos, él sindicato sólo trata de asustarnos.
Jessica asintió.
– Tienes que contratar a agentes de seguridad para las obras.
– Ya tenemos un par de tipos.
– No hablo de polis de alquiler -repuso ella-, sino de guardaespaldas. Habla con James.
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