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Tim Green: Ambición

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Tim Green Ambición

Ambición: краткое содержание, описание и аннотация

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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Al otro lado del lugar, a las afueras de la autopista interestatal, el sindicato había montado una línea de piquetes que impedía el acceso a los camiones. El sindicato quería dinero. En efectivo. Y mucho. Y que King Corp contratara a sus trabajadores con sueldos elevados. Hombres que a veces cobraban sin tan siquiera aparecer. James nunca quiso participar en ese juego, porque, si podías vencer al sindicato, eludir sus piquetes, los millones que ellos se embolsaban podían pasar a tus bolsillos.

Necesitábamos transportar el acero hasta la obra para iniciar la construcción, grandes vigas, altas como postes telefónicos. Una vez se coloca el acero, el proyecto se considera empezado. Puedes conseguir financiación. El dinero del banco empieza a fluir.

Ben Evans, que había sido mi compañero de cuarto en la universidad, compañero de equipo y mi mejor amigo, se plantó frente al piquete aquella mañana con un convoy de treinta camiones cargados de acero. Era una treta: mientras tanto yo me encargaba de que el auténtico acero entrara volando desde la dirección contraria. Ambos teníamos intereses comunes en el proyecto, de manera que derrotar al sindicato también se traducía en beneficios para nosotros.

Alrededor de las diez de la mañana dos individuos montados en un Buick aparecieron a las puertas de la vieja fábrica, pero nosotros teníamos a dos miembros de la policía estatal apostados en un coche patrulla. A las once, los policías dejaron pasar a Milo Peterman. Milo era uno de los socios de King Corp en el proyecto del Garden State. James metió a Milo porque conocía a todo el mundo al norte de Nueva Jersey. Tenía contactos. No se trataba de los contactos de un mafioso, sino legítimos, de índole política. Ese tipo podía conseguir los permisos necesarios para acometer una obra de semejante envergadura.

Era un hombre de aspecto descuidado, incluso cuando vestía con traje; llevaba el cabello ralo y grasiento, grandes gafas de montura de plástico y un estómago que le tensaba la camisa blanca y sobresalía del traje oscuro. Milo se apeó de su BMW y se dirigió a mí con una mano en la mata de pelo que le cubría la cabeza, para evitar despeinarse, mientras uno de los helicópteros retumbaba sobre nuestras cabezas.

– ¿Qué coño estáis haciendo? -preguntó.

Tenía el ceño fruncido y sus oscuras cejas dibujaban en su frente una afilada V.

– Transportar el acero -dije, muy extrañado ante la ansiedad de su tono.

– ¿Por qué coño no me informasteis? -quiso saber mientras escupía saliva por la boca.

– James dijo que no te molestáramos. Que ya tenías bastante trabajo.

Milo apretó las manos y se dio la vuelta; contempló las montañas de acero, las vías del tren y uno de los grandes helicópteros mientras un grupo de obreros, provistos de cascos, efectuaban una nueva carga.

– A la mierda -dijo Milo. Al girarse hacia mí su rostro estaba desencajado. Me miró directamente a los ojos y vi que los suyos estaban húmedos-. A la mierda -repitió, esta vez con un quejido lastimero.

Volvió a subir a su coche. Se marchó a toda prisa; las ruedas levantaron la grava del camino y formaron una pequeña nube de polvo a su paso. Me encogí de hombros y volví al trabajo.

Alrededor de las cuatro, me monté en mi Escalade y me dirigí hasta la entrada principal de las obras. Lo único que quedaba del piquete eran tres latas oxidadas de aceite tiradas en el arcén. Dos rebosaban basura. La tercera todavía humeaba por culpa del fuego que habían prendido los del sindicato: al bajar la ventanilla para ordenar al guardia de seguridad que abriera la puerta me llegó el hedor a plástico quemado. Una valla de tres metros de alto coronada por alambre de espinos rodeaba treinta y dos hectáreas de terreno.

Ben estaba dentro, vestido con tejanos y casco.

Abrió los brazos al verme. Nos abrazamos, entre risas y palmadas en la espalda.

– Deberías haber visto la cara de Johnny -dijo Ben. Sus huesudas mejillas aparecían enrojecidas bajo las gafas rectangulares. Tenía los ojos de un azul nítido-. Creí que le estallaba una vena del cuello.

– No tendremos tanta suerte.

– Ya casi está todo -dijo él, alzando la voz para que resultara audible por encima del ruido de un helicóptero vacío que despegaba en busca de la última carga.

– Justo a tiempo -dije-. Mira eso.

Densas nubes oscuras avanzaban amenazantes por el oeste. Un viento gélido levantaba polvo y suciedad.

Mientras realizábamos el inventario del acero, el sol se ocultó detrás de las nubes y el cielo se ensombreció. La lluvia empezó a caer sobre nosotros, pero esperamos a que los trabajadores hubieran terminado antes de montarnos en el camión y dirigirnos a la puerta. Los ojos del guardia de seguridad estuvieron a punto de salirse de sus órbitas y se frotó las manos, como si se las lavara. Nos hizo señas frenéticas para que nos detuviéramos y se acercó al Escalade.

– Unos tipos han preguntado por ustedes -dijo-. Creí que debían saberlo. Uno de ellos tenía algo en el labio. Me dijeron que ustedes tenían hijos, y yo… bueno, pensé que no era asunto mío, ni de ellos, pero los tíos se limitaron a sonreír antes de montarse en un Suburban negro y largarse.

Le dije que no se preocupara, le di las gracias y subí la ventanilla. El primer rumor del trueno resonó en el cielo.

– ¿Qué quieres hacer? -le pregunté a Ben.

– ¿Qué opciones tenemos?

– Ya -dije, levantando el pie del freno-. Son sólo tácticas asquerosas para meter miedo. Típicas de ellos, como los bates de béisbol.

– Eso espero -dijo Ben.

Clavó la mirada en la carretera gris mojada, preocupado. Tenía motivos para estarlo.

6

Me sentí como si escapara de algo, como un adolescente que acaba de gastarle una broma a alguien. Tomamos la autopista norte en dirección a la Carretera 17, atravesando por el camino los montes Catskill, de vuelta a casa. Los relámpagos centelleaban en el cielo y la niebla se elevaba por encima de los árboles. La radio emitía noticias, pero el ruido de la lluvia sobre el parabrisas era tan fuerte que tuve que subir el volumen.

Una noticia de última hora en Monticello. Habían hallado a un hombre llamado Milo Peterman con tres tiros en la cabeza. La policía lo atribuía a un ajuste de cuentas entre bandas.

– Para -dijo Ben, agarrando la manecilla de la puerta.

Su rostro estaba lívido.

Estacioné en la cuneta. Ben se inclinó hacia fuera y vomitó. Después cerró la puerta y se secó los labios con el dorso de la manga. Estaba empapado. Su pelo rubio y liso se le había pegado a las sienes y los mechones del flequillo le rozaban las gafas rectangulares. Mantuvo la mirada al frente y me dijo en voz baja que siguiera adelante.

Eché un vistazo por el espejo retrovisor, agarré el volante y volví a incorporarme a la carretera mojada por la lluvia. Milo tenía una casita de pesca en Monticello. Una noche nos preparó unas hamburguesas a Ben y a mí, las comimos en el porche que daba a un arroyo rico en truchas. Lo único que tenía para beber era sangría. Seguí conduciendo en silencio, hasta que no aguanté más y dije:

– La última vez que te vi tan mojado fue aquella Nochevieja en Palm Beach.

Eso le hizo sonreír. Habíamos sido compañeros de cuarto, y también del equipo de rugby. La familia de Ben tenía una casa en Palm Beach. Yo nunca había estado más allá de Birmingham y él me llevó a pasar las vacaciones a su casa de las afueras en nuestro primer año de universidad.

– Esas mujeres eran tan tristes -dijo él, refiriéndose a aquella noche en que cerramos uno de los bares del pueblo, ambos con muchas copas de más y con las hormonas en salvaje ebullición.

– No estaban mal.

– Por ser las tres de la madrugada -dijo él-. Debían de tener más de cuarenta años.

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