Ahora toma notas: el Bic azul recorre el papel amarillo. Un dedo gordo est á constre ñ ido por un anillo universitario con una piedra naranja. Las inscripciones doradas est á n desdibujadas, gastadas. Estoy acostumbrado a que los psiquiatras escriban mientras hablo, pero no as í , en grandes letras ondulantes que se inclinan hacia un lado.
– ¿ Qu é ? -dice é l.
– Nada. Amaba a mi esposa. Jessica. Tambi é n quise a los hombres; a los que mat é . ¿ Lo cree? Pero el amor y el odio a veces est á n muy pr ó ximos, ¿ verdad?
El loquero sonr í e como si yo acabara de adivinar que el mundo es redondo. Agarra el anillo y lo gira.
– Y la verdad es que ansiaba el dinero. Dinero de verdad. S í , ya lo s é ; me llov í an los millones. Pero cuanto m á s tienes, m á s quieres. Posees una mansi ó n en la playa de T ó rtola y quieres un avi ó n privado para viajar hasta all í . Entonces tu vecino te saca a dar un paseo en su yate y piensas en lo agradable que ser í a poseer uno. Tal vez incluso un helic ó ptero para llegar m á s r á pido. No se acaba nunca. Cr é ame, cuando empec é cre í a que si pod í a ganar cien mil d ó lares al a ñ o y vivir en una casa libre de hipoteca ya tendr í a todo lo que necesitaba. Aunque eso fue antes de Jessica.
– Entonces ¿ le echas la culpa a ella -pregunta é l- de tu ambici ó n?
– Donde yo crec í no intentas librarte de las cosas carg á ndoselas a otros -contesto-. Pero esc ú cheme, y luego deduzca cu á nto me corresponde a m í y cu á nto a ella. Lo entender á . -Tomo aire antes de proseguir-. Fue hace seis a ñ os, pero no parece que haya pasado tanto tiempo. Fue una mala noche.
– ¿ En qu é sentido?
– En el sentido de que, a partir de ah í , todo empez ó a derrumbarse. Incluso el tiempo era desapacible: una fr í a lluvia, nieve h ú meda que ca í a a raudales. El cielo estaba negro.
Temblaba. El aguacero me aplastaba los mechones de pelo al cuero cabelludo como si fueran cuerdas. De mi nariz goteaba nieve fundida hasta llegar a la boca. Me la sequé con los dedos y aspiré el olor a animal muerto procedente de los guantes. La cazadora negra se me pegaba a los tejanos; las botas de goma, que me llegaban casi hasta las rodillas, emitían suaves crujidos.
La furgoneta me esperaba en la carretera, en el linde del coto de caza de cuatro mil hectáreas, lo bastante alejada para que nadie me viera ir o venir. Había que recorrer a pie una distancia de casi cuatro kilómetros para llegar al refugio. Aunque lo llamo así, la palabra no le hace justicia.
Era un lugar tan imponente como el hombre que lo había creado. Un monstruo tendido que medía casi cien metros de un extremo a otro. Algo sacado del mundo Disney. Desproporcionado. Troncos gruesos como pozos y más largos que los postes telefónicos, apilados hasta formar tres pisos de altura. El tejado, planchas de cedro de cinco centímetros de ancho, remataba la construcción. La chimenea principal medía quince metros de altura y las piedras de los cimientos eran del tamaño de coches pequeños.
En el interior había espacio para cuarenta camas. Antigüedades europeas, escopetas viejas, piezas de bronce Remington, cabezas de anímales disecadas y cuadros centenarios ocupaban los espacios libres. Tenía sala de proyección, cuarto de baño con jacuzzi, una cocina enorme, ascensor y una bodega con catacumbas, como un castillo inglés.
Caminé hasta el puente y me paré en un punto desde el que se podía ver el refugio al otro lado del lago prefabricado de setecientos metros, mientras el extraño resplandor de un relámpago alumbraba el cielo. No hubo trueno alguno, sólo un silencio tan fuerte que me retumbó en los oídos. En el parpadeo de luz, vi un camión aparcado junto al refugio en penumbra. Al lado del enorme edificio parecía un vehículo de juguete. A través de la nevada, un resplandor amarillento se colaba por las ventanas superiores.
El refugio había sido construido en una península y tuve que recorrer otro kilómetro y medio, rodear la parte trasera del lago y adentrarme en el bosque que preservaba la entrada principal con el crujido de mis botas como única compañía. Una calzada circular de guijarros conducía hasta la puerta y luego descendía, pasando junto a un pequeño huerto de manzanas hasta llegar a un garaje subterráneo. Seguí subiendo, mientras se me hundían las botas en la nieve, y luego bajé por un tramo escondido de escaleras de hierro forjado que desembocaban en un nivel inferior, por debajo de la calzada elevada. El espacio olía a piedra húmeda.
La doble puerta -como todas las demás de la casa- procedía de una fortaleza persa del siglo XI. Ambas eran abovedadas y estaban rematadas y tachonadas en bronce con cerraduras y goznes, cuyo objetivo había sido mantener a raya a los invasores. Pero estábamos en el norte del estado de Nueva York, un entorno rural donde la gente dejaba las llaves de los coches puestas y las casas sin cerrar. El sistema de seguridad del refugio servía para proteger de la cautela, no de la fuerza. Todos los accesos se controlaban electrónicamente gracias a un pase visual.
Los miembros de la familia y unos cuantos amigos íntimos -yo me hallaba en algún lugar intermedio- tenían sus modelos de retina programados en el sistema. Presioné el botón, acerqué el ojo a la pequeña abertura y me quedé mirando la luz verde hasta que se produjo el breve y agudo pitido.
La cerradura cedió y la luz del teclado numérico cambió de rojo a verde. El rumor sofocado de un trueno resonó a lo lejos mientras me deslizaba hacia el interior.
Cuando cerré la puerta noté que la sangre se me agolpaba en las sienes. Mi ropa empapada goteaba sobre el suelo de piedra. En la pared vi mi foto colgada, entre todas las fotografías de las cacerías tomadas a lo largo de los años. Estaba entre James King y su hijo Scott. Ben también aparecía, los cuatro íbamos provistos de escopeta y luciendo amplias sonrisas, con una doble fila de patos muertos a nuestros pies.
Más allá del muro del que colgaban las fotos había estantes de ropa de caza de camuflaje. Chaquetas, pantalones y sombreros. Una pared llena de botas. Naranja brillante para la temporada del ciervo. Verde musgo para la del pavo. Amarillo pálido con rayas marrones para la del pato. Encima había tres lobos disecados luchando contra un alce americano. Otro montaje mostraba a un oso en plena batalla con un alce macho.
Una luz amarilla salía del cuarto de baño. El sonido del agua me revolvió el estómago. Me acerqué lo bastante para atisbar a través de las rejas de las puertas antiguas y vi las suaves toallas de color rojo rubí y el vapor que se elevaba de la burbujeante bañera de piedra, pero no había nadie en ella. Entré y revisé las duchas.
Vacías.
Me apoyé en la rugosa pared de granito y aspiré el aire caliente y húmedo. Cuando el martilleo de mi cabeza se detuvo, me dirigí a los armarios de caza, en busca del que llevaba la inscripción «Scott» pintada sobre la madera, junto con un abedul y un carcayú. Sabía la combinación. ¿Por qué no iba a saberla? Scott y yo habíamos sido buenos amigos desde la universidad. Él me enseñó a cazar.
Читать дальше