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Tim Green: Ambición

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Tim Green Ambición

Ambición: краткое содержание, описание и аннотация

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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– Necesito que te quedes unos días con Tommy, mamá.

– ¿Dónde está su madre? -preguntó ella.

Sus ojos eran fríos e inexpresivos.

– Mamá. Te necesito.

Le tembló el mentón y se le humedecieron los ojos.

– Puede quedarse en tu cuarto -dijo ella-. Ven aquí, Tommy. Dale un beso a la abuela. Lleva la maleta al antiguo cuarto de tu padre. Y tú -ordenó, dirigiéndose a mí-, sube el volumen de la tele.

La obedecí y llevé a Tommy de la mano hasta mi antigua habitación. Era más pequeña que el armario que tenía ahora en mi casa. Aparté unos trofeos cubiertos de polvo de la cómoda y coloqué su maleta. La cama aún conservaba el edredón azul de los NY Giants, aunque parecía más desgastado de lo que lo recordaba. Tommy se aferró a una bolsa de deporte; dentro llevaba la Xbox.

– Será por poco tiempo -dije, cogiéndolo con fuerza por los hombros.

Levantó la vista y negó con la cabeza.

– No, papá.

– No me vengas con ésas. A mí tampoco me gusta, pero no queda más remedio.

– ¿Dónde está mamá? -preguntó.

Se miró las zapatillas y rompió a llorar.

– Hey -le dije. Lo atraje hacia mí y lo abracé-. No hagas eso. Tú eres mi hombre. Mi hombrecito, ¿no?

Cuando se calmó, lo senté en la cama y salí al pasillo. Crucé la salita y entré en el dormitorio de mis padres. Desenchufé la vieja televisión y me la llevé, ante la mirada asombrada de mi madre, con el cable colgando entre los pies.

– Ésa es la tele de tu padre -protestó ella.

– Ah, ¿y la necesita? -dije. Le planté cara-. Sé buena con Tommy, mamá. Maldita sea, lo necesito. Por favor.

– ¿Dónde está su madre? -preguntó, aunque esta vez en un tono más suave.

– Te llamaré, mamá.

Puse la tele en mi antigua habitación y ayudé a Tommy a conectar la Xbox. Me pidió que jugara con él una partida de Ghost Recon.

Sólo una. Le dije que lo sentía, le di un beso en la cabeza, le alboroté el pelo y me marché. En la cocina encontré dos bolsas de plástico; me las llevé al coche y las llené con la mitad del dinero. Era mucho. Más de doscientos de los grandes. Se los tendí a mi madre y volví a pedirle que fuera buena con él.

– Cómprale algo, mamá. Para el juego, si te lo pide. O ropa.

– ¿Estás metido en un lío? -preguntó ella.

Sus ojos se posaron en el dinero y alzó la voz por encima del ruido del televisor.

La miré desde el recibidor y le dije en voz baja: -No lo sé, mamá. Puede ser.

67

Anton se inclinó para contar el dinero de Jessica. Estaban en una pequeña farmacia, situada sobre la colina, en el centro de Secaucus. Las juntas de las baldosas del suelo estaban negras de suciedad y el lugar olía a formaldehído y a alcohol. Jessica sostenía la bolsa que contenía seis frascos de Vicodin. Con eso le bastaría, de momento.

Antes de que Anton pudiera darle el cambio, sonó el teléfono de la tienda. Él contestó, con un fuerte acento italiano.

– Para usted -dijo.

Le tendió el aparato.

Ella enarcó las cejas y se llevó el receptor al oído.

– Eso ha estado bien -dijo Johnny con voz áspera-. Muy bien. Así que se me ha ocurrido hacerte un favor.

– Creía que no debíamos hablar por teléfono -replicó ella.

– No con el tuyo, ni con el de tu maridito. Los dos echan chispas. Ahí va el favor: no vayas a tu casa, y ten cuidado con lo que dices por teléfono. Están pinchados y tienen transmisores conectados a los coches. Ya le dije a tu marido que no es de listos huir en pleno día cuando hay trabajo por hacer. Vigilad las tarjetas de crédito. Caerán sobre vosotros en cualquier momento.

– ¿Dónde se supone que debo ir? -preguntó ella.

– ¿Qué te crees, que soy un jodido consejero? Si yo fuera tú, me largaría a Suiza. Tenéis pasta allí.

El timbre de la puerta tintineó y Jessica se giró, sobresaltada. Eran sólo un par de adolescentes.

– Necesito dinero para llegar hasta allí -musitó ella.

– Sí. Es verdad.

– ¿Me ayudarás?

– No soy un puto banco.

– Necesito un coche -dijo ella.

– Eso tendrás que pagarlo. Todo tiene su precio, y si te soy sincero ahora no me apetece otra mamada, así que será mejor que pienses en algo. Te di una bolsa llena de pasta hace un par de semanas.

– Thane… -dijo ella.

– Ahí lo tienes.

– ¿Puedes conseguirme un coche ahora mismo?

– Por cien mil pavos, seguro.

Ella meditó un momento y luego dijo:

– Concédeme cinco horas… hasta las ocho. ¿Puedes hacer que alguien lo lleve a Central Park? Que vaya por la Sexta Avenida, gire dos veces a la derecha y se pare en el semáforo del principio del Literary Walk.

– ¿Qué coño es eso? -preguntó él.

– Una serie de estatuas. Shakespeare rodeado de flores. Por cien mil pavos, el tío puede comprarse un mapa.

– Eres como un grano en el culo.

– ¿Qué coche será? -preguntó ella.

Posó la mirada en Anton, hasta que éste la desvió.

– Ya veremos qué encuentro.

– ¿Y cómo lo reconoceré?

– Espera un momento.

Él cubrió el teléfono con la mano, y ella le oyó hablar con alguien.

– He conseguido un El Camino de 1986. Dorado. Llegará a Canadá sin problemas.

– A las ocho. Gracias, Johnny.

– Me debes una -dijo él, antes de colgar.

68

Pete observó a Johnny mientras éste contemplaba el teléfono.

– Mátalos a los dos -ordenó Johnny un segundo después.

– ¿Por cien mil pavos?

– No se trata del puto dinero -dijo él, con una mueca de disgusto en la cara-. Quédate con la pasta si quieres. Lo que no quiero es que este par de pijos intenten huir de los federales. Si los atrapan, hablarán. Este negocio es una mierda.

– Las mujeres siempre lo joden todo -dijo Pete.

– ¿Qué coño significa eso? -preguntó Johnny.

Sus ojos echaban chispas.

– No me refería a nada en concreto. Sólo a las mujeres en general.

– Bueno, pues ésta es lista -dijo Johnny-, así que no la jodas.

Johnny descolgó el teléfono y apoyó el dedo sobre las teclas sin marcar.

– Bueno. Lárgate.

Pete le oyó marcar un número desde la puerta. En la calle, el tiempo empeoraba. Pete se ajustó la cazadora de cuero y palpó la 357 que llevaba bajo el brazo. Necesitaba un vehículo y sabía dónde encontrarlo. Su Excursion verde estaba aparcado en la acera. El otro coche, El Camino, estaba fuera de circulación, en un garaje de Patterson. Dos guatemaltecos idiotas lo habían llevado hasta Atlanta con un par de máquinas tragaperras robadas que intentaron cargar en la parte trasera de un camión en un área de servicio de la I-95.

Pete aguardó a que el encargado del garaje moviera un par de coches que bloqueaban la salida del que quería llevarse. Una vez en él se dirigió al puente George Washington. Había un tipo que tenía una tienda de comestibles en la calle Ciento diecisiete que le debía un favor. En el espejo retrovisor el sol se fundía en un charco rojo sangre por detrás de un horizonte encapotado. Pete se quedó fascinado por el color y estuvo a punto de empotrarse contra un camión.

El tipo de la tienda de comestibles le dio a elegir entre tres pistolas. Una iba provista de un silenciador casero, una lata llena envuelta en cristal y pintada de negro. Lo habían soldado a una 380; la abrió para poder observar el tambor a la luz y revisar la juntura. Tenía buen aspecto, así que volvió a cerrarla y la guardó en una bolsa junto con una caja de balas.

Le costó dos de los grandes. El tipo se quedaba quinientos de comisión. No era un mal negocio. Él sabía que Johnny le daría la mitad de esa cantidad por un trabajo como ése.

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