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Tim Green: Ambición

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Tim Green Ambición

Ambición: краткое содержание, описание и аннотация

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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Decidió encaminar sus pasos a las oficinas de King Corp. Apretaba tanto los dientes que la mandíbula le dolía cuando llegó allí. Rodeó el edificio, cubriendo el terreno; lo mismo que había hecho diez veces en los últimos días. Le constaba que éste era el último lugar donde había estado Russel. El rastro debía de estar aquí. Siempre quedaba un rastro. Pero no pudo encontrarlo.

Le pesaban los brazos debido a la falta de sueño. Le escocían los ojos. Sofocó un bostezo y rodeó de nuevo el bloque de oficinas; luego cambió de dirección y se dirigió al edificio del FBI. Se sentó en un pequeño muro de piedra que se alzaba justo frente a las puertas de cristal. La gente empezaba a incorporarse al trabajo. Cuando Bucky vio a las dos mujeres, se levantó y fue a saludarlas. Le preguntaron si sabía algo de su hijo, y al oír que no era así, sus rostros se ensombrecieron.

– Hemos tenido a Thane bajo vigilancia desde que volvió -dijo la agente Lee.

No pudo evitar una expresión preocupada al saber que no había tenido noticias de su hijo.

– ¿Le habéis pinchado los teléfonos? -preguntó Bucky.

– El de su domicilio y el móvil -dijo la agente Rooks.

– El equipo de vigilancia está al tanto de lo de su hijo -dijo la agente Lee-. Si se enteran de algo, lo sabremos enseguida y nos pondremos en contacto con usted de inmediato.

Bucky las miró durante un minuto. La agente Lee echó un vistazo a la puerta y dijo:

– Bien.

– ¿Le atraparéis?

– Las huellas del arma son suyas -respondió la agente Lee-. Estamos esperando los resultados de balística.

– Le atraparemos -dijo Rooks.

Bucky asintió y se alejó. La furgoneta lo llevó hasta Skaneateles. A casa de Thane. Entró en el camino privado y se paró frente a la verja. Entre los barrotes alcanzó a ver la vivienda amarilla. Al otro lado de la valla, en el terreno vacío, había dos montañas de tierra: a una de ellas le faltaba un buen trozo.

Bucky se sentó a contemplarla.

Se llevó la mano a la cara y se acarició el bigote, dibujando una O con la boca; luego dio marcha atrás al Suburban y retrocedió. Las ruedas echaron chispas. Condujo por la carretera principal, pasando por delante de una serie de establos antes de llegar a las montañas de tierra. Detuvo la furgoneta. Bucky se apeó: el polvo le hizo toser. Lo apartó con la mano y se abrió paso hacia allí.

Un trabajo a medias.

La amarillenta y oxidada excavadora estaba aparcada frente a los cimientos. Sus huellas cubrían la mayor parte del perímetro. Bucky las siguió. En el extremo más alejado de los cimientos había un foso abierto que dejaba visible el hormigón. Las ruedas dibujaban un rastro a su alrededor. Quien hubiera realizado el trabajo había dejado un hueco. Un descuido. Alguien que no sabía hacer bien su trabajo. Un trabajo a medias. Como un rastro en el lodo.

La mano de Bucky volvió a acariciar el bigote. Miró a su alrededor. La casa de Thane se alzaba detrás de la valla. Bucky caminó hacia ella, borrando las huellas con sus botas. Se paró ante la valla; sus dedos recorrieron el borde de una barra de metal negro; la superficie le lastimó la piel. Se miró el dedo y distinguió una diminuta gota de sangre. Se apartó del lago, con los ojos puestos en el otro lado de la valla. Unos árboles altos obstruían la visión de la casa. Al llegar a un claro, clavó los pies y examinó el terreno.

Hierba pisoteada. Una colilla junto a la valla. Bucky se agachó y cogió la boquilla con los dedos. La observó hasta que pudo leer la marca: Marlboro. La que fumaba Russel. Bucky retrocedió con cuidado, pensando en el tiempo que había hecho desde que Russel dejara el mensaje. Había llovido un poco el día que recibió el mensaje, el mismo día que trajo a Scott de vuelta. Pero el tiempo se había mantenido seco desde entonces.

Miró al lugar donde Russel debía de haber estado. Mentalmente dibujó un círculo de unos tres metros. Se puso a gatas y lo recorrió, palmo a palmo, aplastando la hierba a medida que avanzaba.

Al cabo de un rato, las rodillas y la espalda empezaron a dolerle. Levantó la vista hacia el campo, dos hectáreas. Un mar de hierba que rodeaba los cimientos vacíos. Sabía que lo revisaría todo antes de volver a aquel cuartucho donde vivía ahora.

Una hora más tarde hallaba un rastro de sangre seca.

66

Me paseé por la habitación como una fiera enjaulada. Decidí salir a dar un paseo y me dirigí a Central Park. Por el Literary Walk. El lugar donde la vi por primera vez. Me paré junto a la fuente de Bethesda y me senté a escuchar el silbido del agua: un vagabundo cruzaba el puente provisto de un carrito. Creo que la llamé un centenar de veces antes de darme por vencido y regresar a la habitación del hotel.

Ésta seguía vacía.

Volví a marcar su número de móvil. Cuando por fin sonó el mío, lo cogí con tanta fuerza que la base se cayó al suelo. Era Amy: quería saber a qué hora volvíamos porque su madre había sufrido un ataque. Yo estaba lo bastante ofuscado como para pedirle que se quedara. Pensando en el dinero que habíamos sacado de la obra, le ofrecí mil dólares. Cinco mil. Diez mil.

– Señor Coder -dijo ella, rompiendo a llorar-. De verdad que no puedo. Es mi madre.

Dejé una nota en la cama: «¡LLÁMAME!». Cogí el coche y me dirigí a Teterboro, sin dejar de llamarla al móvil. Cuando vi la expresión asombrada de Frank supe que ya no volaría en el Citation X. Llamé a la oficina para que Darlene me reservara un vuelo desde Newark. Me salió el buzón de voz. La recepcionista me informó de que Darlene se había ido. Ya no trabajaba allí.

Reservé un billete, pagué con tarjeta de crédito y luego tomé un taxi hasta casa. Al llegar vi la gran excavadora color naranja en el terreno vacío: la pala oscilaba y echaba tierra. Sentí una punzada en el pecho, una tensa puñalada que me cortó el aliento. El Suburban de Bucky estaba allí. Y también un coche de la policía.

Amy me esperaba en la puerta y se marchó sin decir palabra. Me aposté en la ventana y lo vi trabajar: no me prestaban atención, ni a mí ni a la casa, así que deduje que no se habían percatado de la llegada del taxi. Llamé a Tommy; me temblaba la voz. No respondió. Estaba abajo, jugando al Xbox. Le alboroté el pelo y le pregunté si había llamado mamá. Negó sin apartar la vista del juego. Desenchufé la televisión y le dije que se pusiera en marcha. Ya.

Me ayudó a llenar una maleta con su ropa. Mientras yo la cerraba, él se acercó a la ventana.

– ¡Qué guay! -exclamó-. ¿Qué están haciendo?

Miré hacia fuera. La máquina tenía sus dientes clavados en los cimientos.

– Vamos -dije.

Cogí a Tommy del brazo.

– ¿Puedo llevarme la Xbox?

– Tienes dos segundos.

Salió corriendo; entré en el dormitorio y cogí la bolsa del dinero. Nuestra recompensa por el proyecto. La mayor parte del medio millón en efectivo seguía allí.

Nos montamos en el H2 y salí a toda prisa, esperando distinguir las luces del coche de la policía por el espejo retrovisor. Llevé a Tommy a casa de mi madre. Actuaba como un hombre víctima de un tic: no paraba de llamarla al móvil, sin obtener respuesta; colgaba y, un minuto después, volvía a probar. Al bajar por la calle, caí en la cuenta de que hacía un año que no la veía. Desde la última Navidad.

No había cambiado. Nunca lo haría. Una casa de una planta, una caja de aluminio blanco en una fila de viviendas idénticas, que sólo se distinguían por el modelo del coche que tenían aparcado en la puerta.

Mi madre estaba en casa: cabello gris, encorvada, con la tele demasiado alta, esperando el final. La butaca que le compré seguía en un rincón. Atestada de libros. La planta llevaba tiempo muerta. Conseguí bajar el volumen de la tele. Ella me observó, sentada en el viejo sofá.

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