Tim Green - Ambición

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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– Eran como hermanos. Los tres lo éramos. Desde la facultad.

– ¿Y qué pasa con el sindicato? -preguntó Amanda.

– Bueno, en la obra han desaparecido algunas cosas. Parece estar un poco fuera de control. Nunca sospeché de Ben. Ya sé que es el responsable de aquello, pero…

– Ha dicho que ha intentado contactar con él -dijo Rooks-. Usted es el jefe, ¿no?

– Estos días todo va manga por hombro -expliqué-. Me recuerda al proyecto Cumberland que llevamos a cabo en Albany. Todos se pelean. Hay que dejar que cada uno haga su trabajo.

– Y confiar en ellos -apuntó la agente Lee.

– Con un poco de suerte, se puede. ¿Acaso saben algo que yo desconozca?

Los ojos negros de Rooks escrutaron los míos. Tuve la certeza de que lo sabía. Supe que quería decirlo. Tragué saliva y sostuve su mirada.

– Existe una conexión entre el sindicato, King Corp y el asesinato de James -explicó la agente Lee, atrayendo mi atención-. De eso estamos seguros. Podría ser Ben. Podría ser Scott.

Nos quedamos en silencio durante un minuto. Darlene trajo el café y lo dejó en mi mesa. El vaso se convirtió en el centro de todas las miradas.

– ¿O podría ser yo? -pregunté en voz baja-. ¿Es eso lo que piensan?

La agente Lee me miró a los ojos y contuvo una sonrisa nerviosa.

– Harían falta cojones -dijo Rooks-. Un testigo colaborador metido en el ajo.

La agente Lee carraspeó y afirmó:

– Hemos visto cómo acaban esta clase de asuntos. Una vez encontramos la cabeza de un tipo en un contenedor. Le habían metido tres balas. A veces es difícil negarse.

– ¿Creen que eso es lo que le ha pasado a Ben?

Rooks se encogió de hombros.

– Es como estrujar un buñuelo relleno. La mierda se te mete entre los dedos. Un asco.

– La cuestión es -intervino la agente Lee- que sabemos que está a punto de estallar. Se está calentando. Los cadáveres. Los robos. No son más que el trueno que precede a la tormenta.

– Así que si ve a Ben y se percata de que tiene algo que contarnos, podría hacerle un favor. A estas alturas nadie va a salir indemne de esto. Pero cuando empiecen los rayos, podremos ayudarle… si está de nuestra parte.

– Y los rayos empezarán en cualquier memento -dijo Rooks. Y añadió, dirigiéndose a su compañera-: ¿No crees?

– Eso creo.

La miré, apoyé el brazo en la mesa, me incliné hacia ella y suavicé la expresión de mi rostro. Estuve a punto de dejarme llevar. De confesar.

Esperó.

Abrí la boca para hablar y entonces me di cuenta de la estupidez que iba a cometer. Cerré la boca, me eché hacia atrás y dije:

– Si le veo, se lo comunicaré.

52

Bucky apagó el motor y bajó del vehículo. Avanzó sobre la grava y permaneció inmóvil durante un segundo, dejando que la quietud le embargara. Inspiró el aire del bosque y lo soltó despacio. Una ardilla ascendió por el tronco de un árbol; a lo lejos se oían los cuernos de un ciervo que se abría paso en la maleza. Tres gansos emprendieron el vuelo: llegaban tarde al desayuno. Sólo se oía el batir de sus alas en el aire. Susurros de hojas muertas.

Silencio.

Bucky rodeó el coche de Ben y pasó un dedo por el parabrisas. La blanca luz del sol brillaba entre las nubes, provocando un resplandor que dejaba en evidencia las partículas de polvo. Unas cuantas hojas secas se habían pegado al cristal.

No había llovido. Eso quería decir que era polvo de dos días atrás. El coche había estado allí desde la última vez que Bucky habló con Ben. Bucky sacó un desvaído pañuelo azul del bolsillo y lo usó para abrir la puerta del Lexus. No había llave. No había sangre. Sólo olor a cuero. Cerró la puerta y volvió al centro del camino, donde se agachó para estudiar las huellas.

Demasiadas marcas, y demasiado secas para extraer de ellas conclusión alguna.

Se incorporó y desanduvo el camino hasta llegar a un bache poco pronunciado, todavía húmedo del barro otoñal. Eso sí indicaba algo. Las huellas de sus neumáticos eran claramente reconocibles. Estaban también las del coche de Ben, o al menos trazos de ellas, ya que el rastro dejado por un coche era más estrecho que el de una furgoneta. Alguien más había estado allí al mismo tiempo. Los rastros secos de ese segundo coche se superponían a los de Ben. A Bucky le habría resultado difícil justificar esta idea ante alguien, pero sabía que no era magia. Para él era algo tan obvio como el tiempo de cocción del pan para un panadero o el reconocimiento de un buen viento para un marino.

Lo tocó para asegurarse. Huellas de furgoneta. Más anchas. De un H2 tal vez.

De Thane, tal vez.

Bucky volvió a la furgoneta y cogió una cámara digital: hizo tres fotos desde tres ángulos distintos. No estaba seguro de si podrían servirle para convencer a alguien sobre la coincidencia temporal de ambos rastros, pero las fotos le darían la oportunidad de hacerlo. Lo primero que había que hacer era registrar el refugio y Bucky no vaciló. No había la menor señal de que allí hubiera sucedido nada raro.

Regresó al Lexus y se dispuso a observar el terreno, en círculo, alejándose cada vez más. Lo encontró a medio camino de la cabaña. Un bache en la grava. Pisadas fuertes; avanzaban hacia el pantano. Alguien huía de algo. Bucky buscó alguna señal que indicara el motivo de la huida. Sus ojos surcaron el camino y siguieron por el bosque hasta posarse en la caseta del árbol.

Se dirigió a la base de la caseta. En el barro se apreciaban huellas de botas del número cuarenta y dos. Sobre el lecho de hojas secas, a tres metros, había un único casquillo de bala. Bucky lo recogió con un palo y lo examinó antes de dejarlo. Era reciente, pertenecía a un arma del calibre doce. No tendría más de dos días.

Las piezas empezaron a encajar. Volvió al bache y buscó por los alrededores.

A menos de cinco metros distinguió un montón de hojas que parecían aplastadas. Fue hacia él, se arrodilló y observó el suelo en dirección al pantano, protegiéndose los ojos del sol aunque la luz de aquel cielo de peltre era poco intensa. A un metro y medio de distancia había otro montón. Removió las hojas hasta dar con la marca de un objeto plano y curvado. El tacón de un zapato. El zapato de Ben.

Seis metros más adelante el corazón le dio un vuelco. Encontró una hoja seca en un redondel del tamaño de un níquel. La cogió y la observó con atención. Lo sabía antes de probarlo, pero quería estar seguro, así que rascó un poco de aquella sustancia oscura adherida a la hoja y se la metió en la boca.

Notó cómo sus glándulas salivares se ponían en marcha; se le revolvió el estómago.

Sangre.

En cuanto se percató de que recorría un sendero trazado por un ser humano, la búsqueda resultó más fácil. Los puntos donde el hombre se había agachado distaban un metro uno de otro. El hombre había corrido. Se había caído en algún lugar. Más manchas de sangre.

Bucky se detuvo, parpadeó y miró hacia el cielo. Las primeras gotas actuaron como recordatorio de que disponía de poco tiempo para seguir estudiando el bosque. Estaba a más de medio camino del pantano cuando vio la marca de un profundo desnivel. Las hojas y la tierra formaban un bache tan grande que hasta un novato lo habría visto. Otro súbito cambio de dirección. Bucky escrutó el bosque, en dirección opuesta. Avanzó, temiendo que el repentino cambio fuera el resultado de un golpe directo.

Las manchas de sangre se hicieron más grandes, era evidente que se había producido una nueva herida por esa zona. Bucky vio las ramas, el rastro descendente que había seguido la presa. Lo recorrió, consciente de que, al igual que hacían los animales, los hombres heridos corrían hacia abajo, tomando el camino que ofrecía menos resistencia. No tuvo que examinar las huellas de las botas de Thane, o las de las manos en el barro, en el punto donde ambos habían empezado a arrastrarse. Ahora llovía a cántaros y el viento empezaba a levantar las hojas y a llevarlas volando como pequeños demonios chiflados.

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