Aterrizaron media hora más tarde. De camino a la terminal, fue al servicio de señoras. Cubriéndose la vista para no verse en el espejo, se metió en un retrete. Al salir se lavó las manos, con los ojos fijos en el lavamanos. No podía soportar verse los ojos. Aquellos círculos negros que no desaparecían ni con una enorme cantidad de maquillaje. Las patas de gallo. La edad y algo más.
Desde la parte trasera de la limusina vio los rascacielos de Manhattan antes de entrar en el túnel. Edificios que pertenecían a alguien. A gente con dinero. La clase de dinero que ella iba a tener.
El Essex House tenía una suite con vistas a Central Park. Mil quinientos dólares, que ella cargó a la cuenta de la empresa; también dejó un mensaje en recepción para John Garret. Los muebles estaban forrados de terciopelo verde esmeralda con brazos y patas adornados en oro. Aguardó impaciente a que el botones dejara la bolsa en el dormitorio. En cuanto se fue, arrancó las sábanas de la cama para cubrir los espejos.
Jadeante, abrió una botella de Pinot Grigio del mueble bar y se sirvió una copa. Después de las pastillas, su efecto fue rápido. Estaba de pie junto a la ventana, con la frente apoyada en el frío cristal y la copa de vino en la mano, cuando oyó un suave golpe en la puerta.
Se enderezó, se metió la blusa dentro de los pantalones y se puso bien la solapa. Abrió la puerta: primero sólo un resquicio, luego de par en par. Él entró, trayendo consigo un abrumador aroma a Grey Flannel. Llevaba el pelo engominado y sus melosos ojos verdes brillaban como ópalos. El traje tostado y la camisa blanca hacían lo que podían para disimular su gordura, pero nada podía ocultar un cuello tan grueso.
A pesar de los zapatos de tacón alto, sus ojos le llegaban a la barbilla. Le devolvió la sonrisa.
Él arrojó al suelo una bolsa negra de lona.
– Quinientos mil -le informó-. Y no vuelvas a llamarme la próxima vez. Ya te llamaré yo. Conmigo un trato es un trato.
– Quería hablar contigo -dijo ella.
Él miró el reloj y dijo:
– Dispones de cinco minutos. Me esperan para una partida de cartas.
– ¿Quieres beber algo? -preguntó ella.
Llenó su copa y sirvió otra para él.
– No -dijo él cuando ella le tendió la bebida. Volvió a mirar la hora-. Te quedan cuatro.
– ¿Sabes que he tenido que volar hasta aquí desde Siracusa?
– ¿Y qué?
A Jessica se le aceleró el corazón.
– Nos gustaría saber si estás interesado en un negocio.
– ¿Qué negocio?
Sus manos colgaban yertas a ambos lados, parecía un primate.
– Queremos mover una cantidad de dinero.
Johnny se rió.
– Vosotros y todos los políticos de la ciudad. Hablamos de efectivo desde el principio. Aquí lo tenéis.
– Ése no -dijo ella, señalando con un gesto la bolsa de lona-. Cien kilos.
Él volvió la cabeza como si quisiera verla más de cerca. Ella se llevó la copa a los labios.
– Con Trac nos factura cien millones en extras. Lo pagamos -explicó Jessica, después de echar un trago-. Luego Con Trac recibe una factura de una consultoría de un banco suizo por noventa millones, que ellos pagan.
– Ochenta.
– Vaya -dijo ella, mirando el reloj-. Creo que se me ha acabado el tiempo.
– ¿Quién te crees que eres? ¿Sarah Bernhardt? Tengo a los federales pisándome los talones -dijo él, con los ojos puestos en ella.
– Son diez millones. Por nada. Thane quería hacerlo durante el proyecto de Miami Beach. Lo harán por diez y estarán encantados. Eso creo.
A Johnny se le suavizó la cara. Sonrió y dio un paso hacia delante.
– ¿Algo más? -preguntó en tono dulce-. ¿Para que el trato resulte más atractivo?
Con una sonrisa en los labios, le acarició el hombro.
Nos quedamos en silencio durante unos instantes, antes de que é l pregunte si puedo hablar sobre lo que creo que pas ó .
– Nada. Eso demuestra lo gilipollas que era -digo, negando con la cabeza-. Me enfad é con ella. ¿ C ó mo se le ocurr í a ir all í , sin avisar? En realidad, aquella noche volv í a casa, para darle una sorpresa. Me encontr é a Tommy y sus amigos viendo La matanza de Texas o algo as í , y a Amy colgada al tel é fono hablando con su novio. Le pregunt é d ó nde estaba mam á y é l me mir ó sin responder. Claro que tenemos que quitarnos el sombrero ante el valor de Jessica.
– ¿ No volvi ó a casa? -pregunta el psiquiatra.
– Fui yo quien le dijo que la forma m á s f á cil de sacar el dinero era a trav é s de Con Trac.
– ¿ Volvi ó a casa?
– Por supuesto.
– ¿ Cu á ndo?
– Digamos s ó lo que no pas ó la noche fuera. Le dije que era mala, pero no tanto. No era como usted piensa.
– ¿ Qu é pienso yo?
– Lo leo en su cara.
– ¿ No es posible que sea una proyecci ó n de sus pensamientos?
– Me cont ó lo que é l le hab í a propuesto -explico-. ¿ Por qu é iba a cont á rmelo de haber tenido algo que ocultar? No tendr í a ning ú n sentido. ¿ Por qu é me mira as í ?
– ¿ A qu é te refieres?
– Como un cordero degollado.
– ¿ Qu é crees que est á pasando aqu í ?
– ¿ Por qu é no nos ahorra un poco de tiempo y me deja seguir? -Me inclino hacia delante-. ¿ O no se le ocurre nada?
É l se pellizca los gruesos labios, asiente con la cabeza y dice:
– ¿ C ó mo te sientes estando solo?
– Bien.
– Cre í a que la echabas de menos.
– Ella. Ella. Ella. ¿ Cree que estoy llorando por el amor perdido o alguna mierda as í ?
– No hay nada vergonzoso en admitir que uno tiene miedo de estar solo -dice é l-. Nos sucede a la mayor í a.
– Estoy estupendamente bien.
– De acuerdo -dice é l, hinchando los carrillos y soltando el aire-. Cambiemos de tercio.
– Oh, no. Por favor, d é jeme que le hable de lo mucho que la echo de menos. -Junto las manos-. Es algo purificante.
Baja la cabeza y me mira por encima de las gafas. Espera a que termine antes de decir:
– Comentaste que pasaron dos d í as antes de que Bucky encontrara el coche de Ben. ¿ Hiciste algo para llevarlo hasta é l?
– ¿ Yo?
– Es muy duro hacerle eso a un amigo.
– ¿ Piensa que quer í a que me atraparan?
No puedo evitar una expresi ó n de asombro ante lo rid í culo de la i dea.
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