– ¿Qué hacemos con su coche? -pregunté.
– No lo toques -replicó ella-. ¿Qué importancia tiene que encuentren el coche si no consiguen dar con él?
– No lo harán. Déjame a mí y llévatelo a casa.
– ¿No se preguntarán adónde ha ido?
– Ni siquiera se enterarán -dije-. Es de noche. Mañana cogeré uno de los Cascade Suburban.
Cuando el enorme edificio apareció ante nuestros ojos, reduje la velocidad y me paré en el puente. Bajé la ventanilla y arrojé los casquillos de bala y las llaves de Ben en el estanque del refugio.
Al llegar al refugio, aparqué frente a la entrada inferior y nos bajamos del coche. Nos despedimos: entré por la misma puerta por la que había entrado la noche en que maté a James. Me desnudé en la sala de armas: dejé las botas y metí la ropa en la lavadora. Vestido sólo con unos calzoncillos, entré en la sauna -vacía de banqueros- y me duché.
Cuando limpié el vapor del espejo advertí que mi rostro parecía haber vivido una pelea con un gato salvaje. Profundos arañazos me cruzaban las mejillas, e incluso después de cinco minutos de frotar con un cepillo, mis dedos todavía tenían barro bajo las uñas.
Fui hacia el armario y saqué unos pantalones de pana y una camisa de franela; me calcé unos zapatos Timberland antes de subir. Llegué justo a tiempo para compartir el postre con los banqueros.
Marty salió de la cocina y entró en el comedor secándose las manos con un trapo.
– Dios -exclamó al verme la cara-. ¿Lo has pillado? Adam oyó los disparos.
Negué con la cabeza y me reí; alcé una copa de vino tinto en dirección a los banqueros japoneses, quienes se rieron conmigo.
– No -respondí, con un guiño de complicidad hacia Martin-. Tanto lío y al final el maldito bicho se me ha escapado.
– Pasaron dos d í as antes de que encontraran su coche -digo-, y ni siquiera supieron cu á nto tiempo llevaba all í .
– Pero se lo imaginaron.
– Bucky lo hizo. Al final.
– ¿ C ó mo te sentiste? -pregunta é l-. Mientras esperabas que lo encontraran.
– Una parte de m í se alegr ó de haberlo quitado de en medio.
– ¿ No estabas preocupado?
– No cre í que fueran a pillarme.
– ¿ De verdad?
– Al menos no antes de que hubiera planeado una v í a de escape.
– ¿ La estabas preparando?
– Ella se encargaba de eso.
Gruesos copos de nieve caían del cielo oscuro sobre el parabrisas. Jessica había visto noches de Halloween mucho más cálidas. Ésta era fría. Tommy iba sentado en el asiento trasero del Jeep, entre Darth Vader y Spiderman. Ella giró por la calle Genesee y frenó para dejar pasar a un fantasma, una mariquita y un padre con una linterna.
– Mamá, ¿podemos bajar? -preguntó Tommy desde el asiento de atrás.
– ¿Para rociar a la gente con crema de afeitar? -repuso, mirándolo de reojo.
Tommy se encogió de hombros.
– No tenéis por qué ir a buscar caramelos -dijo ella-. Podéis ver una peli y acostaros. Os prepararé sidra caliente.
– Mamá…
Giró a la izquierda en una calle residencial y se paró en la curva. Los niños se apearon del coche y Jessica le dijo a su hijo que se pusiera el abrigo.
– Los zombis no llevan abrigo, mamá -repuso él-. Están muertos.
– Bueno, pues este zombi tiene una madre que no quiere que pille una neumonía -dijo ella, arrojándole el abrigo-. Póntelo.
– Andy no lleva abrigo.
– Andy lleva ropa interior larga, ¿no es cierto, Andy?
– Es como una camiseta de manga larga.
– ¿Lo ves? -recalcó Jessica-. Manga larga. Póntelo.
Subieron por la calle. Jessica llevaba botas Timberland, tejanos y un anorak; les marcaba el camino por delante de los jardines con su propia linterna. En la siguiente calle fueron hacia la derecha e iniciaron el ascenso a la colina. Jessica se estremeció; sacó un gorro de lana negro del bolsillo de la chaqueta y se lo encasquetó hasta las orejas.
Saludó a las otras madres, y se detuvo en una esquina a hablar con Neil, el padre de uno de los chicos que jugaban a baloncesto con Tommy. Un hombretón con andares torpes y las manos hundidas en los bolsillos del tabardo North Face. Jessica lo encontraba tierno: un padre que cuidaba de sus hijos en Halloween. Thane estaba en el refugio, en parte debido a la presencia de algunos banqueros, pero también porque eso le daba una excusa para estar en el bosque, a sus anchas.
Sonó el móvil de Jessica. Miró el número, convencida de que se trataba de Thane, pero vio que el prefijo indicaba el área de la ciudad de Nueva York. Se disculpó y avisó a los chicos con la linterna, gritándoles que se adelantaran mientras atendía la llamada.
– ¿Quieres ver a Johnny? -preguntó una voz con un fuerte acento del Bronx.
Se le puso la piel de gallina. Vaciló, pero dijo que sí.
– Muy bien -replicó la voz-. Estará en el Mickey Mantle's de la calle Cincuenta y nueve. Se reunirá contigo en el Essex House a las diez, diez y media. Alquila una habitación y él te encontrará.
Jessica tenía la garganta seca.
– Estoy… -empezó ella, con la intención de explicar lo lejos que se hallaba, cuando la línea se cortó-. Mierda.
– ¿Perdona? -dijo Neil.
Se había acercado a ella mientras enfocaba con la linterna a sus dos hijos, que iban de puerta en puerta.
– Nada. Se me ha cortado. Lo siento.
– No pasa nada. También decían «mierda» en Spy Kids. No solemos llevar a los niños a ver esas pelis, pero bueno, al fin y al cabo lo oyen en el autobús.
– Neil-dijo ella-, ¿tienes sitio en el coche?
– Sí.
Jessica le contó que se trataba de una especie de emergencia. No se trataba de un asunto de vida o muerte, pero sí era algo que tenía que hacer enseguida. Neil dijo que podía llevar a los niños a casa cuando terminaran. Jessica se lo explicó a Tommy, quien se encogió de hombros y preguntó si podían volver a llamar a la casa blanca donde regalaban cajas enteras de Milk Duds.
De camino al Jeep, Jessica llamó al jefe de pilotos de King Corp. No quería que las cosas fueran así, verse obligada a dejarlo todo. No les importaba que tuviera un hijo. Sin embargo, la idea de que podía contar con un jet privado que la llevara a Nueva York en menos de dos horas la reconfortó. Se fue a casa rápidamente, llamó a la canguro, y metió cuatro cosas en una bolsa. Rebuscó en el armario antes de decidirse por unos pantalones negros y una blusa de seda gris. Sexy y serio a la vez.
El viejo neceser de Thane estaba bajo el lavamanos. En las últimas dos semanas no se le había acumulado el polvo. Después de la operación de rodilla, su amigo médico le había dado cuatro botes de Vicodin, por si acaso. Hacía dos semanas quedaban tres. Ahora el segundo estaba a medias, pero Jessica necesitaba algo que la ayudara a pasar el trance. Luego lo dejaría. Cogió una, y se echó tres más al bolsillo antes de salir.
El avión la esperaba en el hangar. Frank, el piloto, le preguntó por Thane.
– Fue en coche a la obra del Garden State -dijo ella-. Ya está en Binghamton, en busca de equipamiento.
– ¿Ha ido en coche hasta allí?
– Creo que le quedaba a medio camino -dijo ella con un encogimiento de hombros.
Atravesaron la pista nevada; ráfagas de viento azotaban el avión. Despegaron y ascendieron. El avión oscilaba por culpa del vendaval. La línea de luces del ala iluminaba la nieve. Ella rebuscó en el bolso y se tomó otra pastilla. La tensión se fundió. Flotaba.
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