– Le tengo -dijo Jessica, respirando con dificultad.
Me mostró la linterna: el borde presentaba restos de cabellos rubios y sangre.
Me acerqué. La cara de Ben estaba ensangrentada. Sus manos se agarraban la parte derecha de las costillas. Entre los dedos manaban ríos de sangre, que reptaban hacia las aguas del pantano.
– Dios… -dijo él.
Su voz ronca tenía un deje de histeria.
Se le escapó un sollozo. Un gemido estrangulado.
– Eres mi amigo…
Sus palabras apenas se entendían.
Estaba a menos de un metro de él y tenía el rifle apuntándole al centro del pecho. El rifle empezó a temblar; se me nubló la vista y me estremecí: mis sollozos se unieron a los suyos.
No sé cuánto tiempo estuve así antes de percatarme de que ella estaba a mi lado. Su mano me cogió el brazo.
– Hazlo -dijo ella, clavando los dedos hasta tocar el hueso.
Negué con la cabeza y me encomendé a Dios.
Apreté el gatillo.
Exhalo el aire de mis pulmones.
Me mira. Se ha llevado los dedos a la barba. La acaricia.
– ¿ Qu é pasa? -digo por fin.
É l niega con la cabeza, como quien quiere librarse de una pesadilla.
– ¿ Lo hiciste? Apretar el gatillo. ¿ O fue ella?
– ¿ Tiene alguna importancia?
– No -dice é l-. Supongo que no.
– Deje que le haga una pregunta: ¿ un amigo intentar í a ligar con tu mujer? ¿ Desenterrar í a mierda para cont á rsela a la poli?
– No soy qui é n para juzgar.
– ¿ No? Pues su cara dice otra cosa.
– Sigue. Te sentar á bien sacarlo todo.
Suspiro.
– ¿ Qu é m á s da? ¿ Fue ella, yo? ¿ Los dos? Lo que s é es que Jessica ten í a un plan. Yo la segu í hasta all í y supongo que no pude parar.
– ¿ Ni siquiera ante la idea de matar a tu mejor amigo?
– Fue m á s f á cil que matar a James.
– ¿ M á s f á cil? -pregunta é l.
– M á s f á cil de llevar a cabo. Pensaba con m á s claridad. Asimilaci ó n. Es como en ese experimento en que ponen unas gafas a los sujetos. Son unas gafas especiales: todo se ve bocabajo. En unas tres semanas manifiestan ver las cosas en su estado normal. El cerebro se acostumbra.
Me mira como si le gastara una broma.
– Curva de aprendizaje -digo-. Es como un escondrijo en el bosque. Una vez lo encuentras, ya sabes c ó mo llegar hasta all í la pr ó xima vez. Sab í amos exactamente lo que hab í a que hacer.
Me toqué las orejas: la detonación retumbaba en ellas.
– Tenemos que librarnos de él -dijo ella.
Fue hasta el cadáver y sacó el USB del bolsillo. No era mayor que un mechero.
La vi arrojarlo a las negras aguas donde desapareció tras un chasquido sordo.
– Sé cómo hacerlo -dije.
Me temblaban las manos, y el olor a hojas podridas y lodo denso empezaba a afectarme. Apoyé el rifle contra un árbol, agarré a Ben por los tobillos del mismo modo en que levantaría una carretilla y anduve hacia atrás.
– ¿Adónde vas? -preguntó ella.
– A la ciénaga.
– Te ayudaré.
Lo cogió por los brazos y juntos lo arrastramos por el pantano. Yo llevaba puestas una botas de goma hasta la rodilla, que parecían diseñadas para trasladar un cadáver por la húmeda hierba muerta. Con la ayuda de Jessica no costó mucho sacarlo de la carretera y meterlo en el agua. No habría rastro de sangre en la zona poco profunda.
El lugar al que quería ir estaba a unos cuatrocientos metros. Jessica tropezó y le soltó, y tuve que clavar los talones para liberar el cuerpo de Ben de unos espinos. Volvió a agarrarlo y nos internamos en aguas más hondas.
Dos inviernos atrás, yo había participado en una cacería de ciervos llevada a cabo en esta parte del pantano. Al finalizar, sin saber cómo, Russel y Scott fueron a parar al otro lado de la arteria principal de agua que cruza el pantano. No soplaba viento alguno, y desde algún lugar del agua se apreciaba el fondo. Parecía haber un metro de profundidad. Las hojas y palos estaban llenos de lodo. Tanto Scott como Russel chorreaban hasta la cintura, así que no les costó mucho levantar los rifles en el aire y seguir adelante.
Pero cuando Russel recorrió unos tres cuartos del camino… simplemente se esfumó. Había un bache en el agua cubierto de burbujas de metano que flotaban en la superficie. Scott no iba muy lejos de Russel, y con los pies aún apoyados en el sólido lecho, se inclinó hacia delante, agarró el rifle que Russel aún sostenía con las dos manos, y, con un esfuerzo hercúleo, le rescató de aquella mierda.
Russel parecía haberse bañado en chocolate, y Scott y yo nos desternillamos de risa al ver su aspecto cuando por fin dejó de escupir agua. A partir de ese momento optaron por tomar el camino más largo. Más tarde, Bucky nos dijo que el pantano estaba lleno de trampas como ésa, donde la porquería alcanzaba a veces los tres o cuatro metros de profundidad. Dijo que si Scott no le hubiera sacado enseguida, ni una grúa habría logrado tirar de Russel en un lugar así.
– Te hundes un metro en esa mierda y te chupa como si fuera una aspiradora -dijo Bucky-. Cuanto más te debates, más te hundes.
Recordaba que había una rama de abedul retorcida en aquel lugar, e incluso bajo aquella débil luz me fue fácil encontrarla. Lo arrastramos por la zona poco profunda y nos paramos cuando llegué al lugar donde sabía que empezaba el peligro. En un lado había piedras del tamaño de hogazas de pan y pude coger algunas.
– Para sus bolsillos -dije.
Metimos las piedras en el abrigo de Ben, bajo los brazos. Yo tenía los dedos entumecidos por el frío, pero conseguí abrocharle el abrigo hasta el cuello. En el bolsillo del pantalón llevaba una cuerda para arrastrar a los ciervos muertos. La saqué y la até en torno a la cintura de Ben, apretándola con fuerza para que las piedras no se salieran.
– ¿Qué hago?-preguntó ella.
– Ya está.
Me senté en el borde del agua, empapándome el culo. Desde allí, empujé el cuerpo de Ben hacia el lugar buscado y procuré mantener los pies en la zona sólida.
– Pon las manos sobre mis hombros -le dije-. Voy a empujar en dirección contraria.
Noté la fuerza de sus brazos en tensión. Me apoyé y empujé: el cuerpo de Ben se movió hacia aguas más profundas. Seguimos empujándolo, avanzando en el agua, hasta que ésta me llegó a la cintura. Me picaban los ojos.
– ¿Qué haces? -preguntó ella.
Tal vez el hoyo se había llenado.
Pero en el siguiente empujón, noté cómo el cadáver de Ben se me escapaba de los pies como si algo le hubiera agarrado. Jessica me ayudó a salir y ambos nos quedamos al borde del agua. Unas cuantas burbujas subieron a la superficie y estallaron a la luz de la luna. El aire se llenó de hedor a metano durante unos momentos.
Todo se quedó quieto.
En el fondo de mi alma, el agotamiento acechaba para enterrarme en mi propia tumba, pero al mismo tiempo era consciente de que quedaban cosas por hacer. Cruzamos el pantano de vuelta, con nuestras sucias manos entrelazadas. Hallamos el punto donde estaba mi pistola y la linterna de Jessica. Vacié la recámara. No nos costó encontrar mi linterna, la vimos brillando entre la maleza, y la usé para buscar el resto de casquillos que había disparado cuando estaba en el sendero. Con ellos en la mano, subimos la montaña hacia el H2.
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