Tim Green - Ambición

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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De vez en cuando Bucky revisaba el barro en busca de huellas humanas, pero mantuvo la vista en el amasijo denso de ramas que lo rodeaban. Buscaba ramas rotas, el lugar donde uno u otro de esos hombres había hecho el intento de librarse de la maleza. Cuando vio los primeros filamentos, apartó los ramajes: las huellas de Ben eran claras. Un niño las habría encontrado. Ramas y arbustos partidos, parras rotas.

Bucky se detuvo a observar el barro. No había huellas de botas, sólo las de los zapatos de Ben. Bucky se incorporó para mirar a su alrededor y sintió que se le elevaba el ánimo. Tal vez Ben hubiera logrado escapar. Bucky se planteó todas las posibilidades. Había mucha sangre, pero las heridas podían haberse producido en un músculo. De haber transcurrido menos tiempo, Bucky habría podido deducir exactamente de qué parte del cuerpo eran con sólo mirarlas. Pero estando tan secas, sólo podía adivinar y desear lo mejor.

Siguió el nuevo camino que se internaba en la maleza rodeando el pantano y luego las huellas de Ben en dirección a la carretera. Otra buena señal. Ben había sabido adónde dirigirse para buscar ayuda. Se detenían en la orilla del agua.

Bucky vio la hierba aplastada y los confusos rastros de manos y botas en el barro. El estómago se le encogió al deducir lo que significaba. Una parte de él quería dejar de leer esos signos. La lluvia caía contra la negra superficie del agua. Bucky se agachó de nuevo; deseaba hallar un rastro que indicara que el herido había seguido adelante. No había nada. Se incorporó y caminó por la orilla, sin dejar de pensar.

Imaginó una última lucha. Ben muerto y Thane intentando deshacerse del cadáver. Había un bote pequeño amarrado al puente. Bucky fue hacia él y enseguida vio que no lo habían movido. Regresó al punto donde había hallado las últimas huellas; la lluvia le obligaba a parpadear. Le ardían los pulmones.

Si quería encontrar algo, tenía que ser ahora. Recorrió de nuevo el lugar donde sabía que habían matado a Ben. Sus ojos, frenéticos, buscaban por todas partes. Encontró más huellas de Thane y otras más pequeñas: las de una mujer. Eso no le servía de nada. Sus pasos, unidos a la lluvia, borraban los rastros. El agua empezaba a formar charcos sucios.

Se sentó en el barro y contempló la superficie del pantano, ahora azotada por la lluvia, hasta que las gotas empezaron a caerle desde el bigote; se secó la boca con el dorso de la manga empapada. Y entonces, cuando casi había abandonado toda esperanza, fue cuando lo comprendió.

Su hijo Russel, envuelto en barro de la cabeza a los pies. La zona del pantano.

Scott y Thane riéndose hasta que él les contó lo de la ciénaga y la succión mortal.

Burbujas en el pantano.

53

Cancelé la cena con los políticos y me fui a casa. El viento empujaba el H2 mientras conducía por la colina que se alza sobre Sandy Beach. Observé el camino sucio que surcaba los pastos. Se parecía al que Van Gogh pintó en su último cuadro, el lugar donde se suicidó. El camino hacia ninguna parte. El camino al que Ben intentó arrastrar a Jessica. Para hablar del abandono de su mujer.

O eso le había dicho Ben.

La zona de obras contigua a nuestra casa era una herida abierta. Dos enormes montañas de tierra se elevaban hacia el cielo. Las grúas y las excavadoras se habían ido ya. Incluso las profundas marcas de sus huellas habían empezado a desaparecer. Un único camión seguía aparcado sobre los cascotes. Un desvencijado bulldozer y una furgoneta blanca descansaban junto a él, bañados por el resplandor rojo del crepúsculo. Los perdí de vista cuando descendí hasta la casa.

Al entrar llamé a Jessica. Al cruzar el vestíbulo, advertí la desaparición del espejo que solía estar allí: había sido reemplazado por un tapiz navajo tejido a mano. De colores brillantes, rojos y naranjas. Colores que no encajaban en el entorno. Subí corriendo y bajé enseguida. Tommy estaba en la sala de juegos, con un amigo, entretenidos con el Xbox. Se levantó de un salto y me dio un abrazo; luego siguió jugando.

En el salón una docena de esbozos de la casa nueva, el castillo, me observaron desde sus respectivos caballetes. Se había convertido en una sala de reuniones: en el centro había una mesa de dibujo, atestada de planos. A su lado una maqueta reproducía el aspecto de la nueva casa, un modelo a escala que costaba diez mil dólares.

Había huellas de barro que se dirigían a las puertas correderas que daban al lago. Huellas que daban la vuelta a la mesa. Negué con la cabeza y me detuve frente a la acuarela que representaba la nueva vivienda: el aspecto que tendría vista desde el agua. Tres pisos de piedra. Una torreta redonda en el centro. Altos ventanales. Buhardillas. Parapetos. Tejados de pizarra. Una terraza de piedra con una piscina grande y arbustos recortados con formas geométricas. Riqueza. Poder. Todo en perfecto orden.

El aroma a tierra penetraba por la puerta entreabierta. Al cerrarlas vi a Jessica: estaba en los cimientos, con un casco en la cabeza, acompañada de un individuo que llevaba una ajada chaqueta Carhartt. El hombre hacía amplios gestos con los brazos. Ella tenía las manos apoyadas en las caderas. Los últimos rayos del sol dotaban a la escena de un brillo sonrosado.

No se percataron de mi presencia hasta que estuve a su lado, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, avanzando con cuidado para no caer en el agujero de los cimientos o en el profundo surco que había fuera. Una coleta sobresalía del casco; vestía tejanos, una sudadera y unas sucias botas de trabajo. El hombre, que estaba de espaldas a mí, era Dino, el responsable del proyecto.

Se volvió al oírme y levantó los brazos en un gesto de exasperación.

– Díselo tú, Thane.

– ¿Qué debo decirle?

– ¿Ves esa línea? -preguntó, agachado y con la vista puesta en el brazo extendido-. La quiere nivelar; pues no puede ser. No en este momento. Tenemos que seguir excavando y verter esto dentro.

– El tipo de Con Trac dijo que podríais aplanarlo o algo así -replicó Jessica.

Tenía los ojos húmedos y enrojecidos.

Dino cerró la boca y negó con la cabeza.

– Está demasiado lejos. Si construyes encima de esto, tendrás una casa torcida. No pienso hacerlo. Ahora estás enfadada, pero me odiarás aún más si lo hago. Mira -señaló Dino.

Cruzó una de las planchas que servían de puente entre el muro de hormigón y el terreno exterior. Levantó una gran tabla y la pasó por el surco exterior hasta entregármela. La cogí, y él retrocedió por la plancha con el otro extremo en las manos.

– ¿Cuándo lo vais a rellenar? -pregunté, indicando el surco con una inclinación de cabeza.

Él bajó la vista y dijo:

– En cuanto se seque un poco. Por eso he dejado el bulldozer.

Dejó su extremo de la tabla en el suelo y me dijo que le imitara. Tenía unos treinta centímetros de ancho, un grueso de dos, y unos cuatro metros de largo. La colocó en el borde de los cimientos; cuando llegó hasta mí, el extremo colgaba del interior de la pared.

Jessica colocó la tabla sobre la línea de la pared.

Dino me miró y dijo:

– Convéncela.

– Pueden ponerla directamente así, cielo, pero entonces no tendrán un ángulo de noventa grados en el otro extremo. ¿Lo ves?

– Bueno, pues está un poco desviada -dijo ella-. Nadie verá este rincón. Ya plantaremos un árbol o algo.

– Cielo -insistí-. No puede ser. Él tiene razón.

Ella hizo un mohín de enojo y miró hacia el extremo del lago.

– Es nuestra casa -dijo, volviéndose hacia mí-. ¿Te vas a quedar ahí plantado, sonriendo como si todo estuviera bien?

– No está bien. Vamos. -Me acerqué a ella con la mano extendida-. Tendremos que arreglarlo pero no podemos nivelar sobre esto. Tendrás hoyos por todas partes. Aunque desde fuera pudieras esconderlos, el interior sería un desastre.

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