– El techo no avanza y ya hemos perdido un maldito invierno -dijo ella.
Unas arrugas profundas se dibujaron desde sus ojos.
– Ya se arreglará -dije.
La cogí de la mano.
Diño se metió las manos en los bolsillos y miró hacia el cielo.
– Va a llover -dijo él-. Chicos, decidme cuándo pueden volver y rehacer estos cimientos.
Se marchó con la cabeza gacha y entró en su camión.
Jessica se soltó y se dirigió hacia la casa. La seguí; intenté abrazarla mientras cruzábamos el jardín. El viento arreció, llenándome los ojos de tierra.
– ¿Quieres que ase unos filetes antes de que llueva? -dije, una vez dentro.
– No tengo hambre. Creía que tenías una cena en el refugio. Os calentaré un poco de pasta a Tommy y a ti.
La cogí por los hombros.
– Vamos, tenemos todo lo que siempre habíamos querido. No hagas esto. Lo arreglaremos y seguiremos adelante. Esta casa está bien de momento.
– ¿Te das cuenta de que a ti todo te parece suficiente? -preguntó ella.
Sus labios dibujaron una sonrisa falsa.
– ¿Qué tiene eso de malo?
– Es mediocre. -Se dispuso a subir las escaleras, pero siguió hablando por encima del hombro-. La media del coeficiente intelectual es cien. La media de ingresos es treinta y cinco mil al año. La pareja media hace el amor una vez por semana. ¿Te suena atractivo? Le hemos entregado diez millones de dólares y el muy hijo de puta nos deja una casa torcida.
Entró en la cocina y cogió una botella de Riesling.
– ¿Hablas de Johnny G?
Sentí un nudo en el estómago.
– ¿Acaso planeamos dar diez millones de dólares a otros hijos de puta del país?
– Morris ha enviado el talón por cien millones de dólares de extras a Con Trac.
Sacó un vaso de la alacena, abrió el vino y lo llenó. Lo alzó hacia mí y dijo:
– Entonces tenemos el vaso medio lleno, ¿no?
– ¿Crees que podremos largarnos? ¿Escapar? ¿Qué pasaría con Tommy?
Ella dio un gran sorbo y miró hacia el lago.
– Si no nos queda más remedio… -dijo con voz lejana.
Me miró y prosiguió:
– Australia. Francia. Italia. En todos esos lugares hay escuelas donde se habla inglés. Con dinero puedes hacer lo que quieras. Nombres nuevos. Lo que sea.
– Por Dios.
– Pero todo irá bien -dijo, desviando de nuevo la mirada-. Estas cosas suceden constantemente. Siempre han pasado y siempre pasarán. Joe Kennedy era un contrabandista de licores. Mira a Martha Stewart: ya está otra vez en la tele. La gente se olvida de lo que has hecho si tienes dinero, y ahora lo tenemos.
– ¿ Qu é pas ó con el dinero?
– ¿ A qu é se refiere?
– ¿ De verdad obtuvo ella los noventa kilos?
Me encojo de hombros.
– Supongo que s í .
– ¿ Eso te pareci ó bien? ¿ T ú en la c á rcel mientras ella estaba fuera con todo ese dinero?
Miro hacia la abertura de la puerta, luego hacia su rostro y digo:
– ¿ A qui é n le importa?
– No s é . ¿ A ti?
Se me tensa el pecho. Me falta el aire.
Se inclina hacia m í y susurra.
– ¿ Qu é le pas ó en realidad a ella? Adm í telo. A ti mismo. Ya es hora.
Me tiembla la voz.
– Me arranc ó los huesos de la espalda y me estruj ó como si fuera una bolsa de gelatina.
– Era mala -dice é l.
– Ya te he dicho que lo era.
– Nunca dijiste hasta qu é punto.
El cerebro me arde tanto que empieza a fundirse, y la verdad sale en forma de vapor.
Bucky acompañó a las dos agentes al pequeño refugio. Cuando empezó a contarles la historia distinguió una sombra de duda en sus ojos, pero las había convencido, gracias sobre todo a la pelirroja agente Lee, de que al menos merecía la pena echar un vistazo. Revisó el espejo retrovisor y vio el coche que le seguía entre una nube de polvo.
Tim McCarthy, el investigador de la oficina de policía del estado, ya estaba allí con la furgoneta del forense del condado de Onondaga. Las agentes comentaron que McCarthy se había sentado en su despacho con ellas haciendo oídos sordos. Bucky se había enterado de que por razones políticas el sheriff había concedido al FBI el control completo de la investigación. Sin embargo, en el caso de que encontraran un cadáver, necesitarían un forense que se ocupara de él. Según la agente Rooks, la de pelo revuelto y canoso, McCarthy se aprovechaba de la nueva situación para meter un pie dentro del caso. La pelirroja replicó que no culpaba a McCarthy; que cualquier buen policía haría lo mismo.
Bucky se apeó, saludó a McCarthy con un apretón de manos y vio cómo éste hacía lo propio con las agentes antes de presentarles al representante del departamento forense. El ayudante del forense ya había descargado una carretilla provista de grandes ruedas de bicicleta que transportaba la unidad GPR, con radar, que se usaba para detectar la presencia de cadáveres enterrados. Al descender la colina, Bucky oyó el ruido de la lancha. Su forma larga y oscura se movía entre los árboles, sobre las tranquilas aguas negras.
– Creo que el primer disparo lo recibió desde aquí -dijo Bucky, señalando la caseta del árbol-. Si no es así, ¿por qué habría ido Ben hacia el agua con zapatos de vestir?
– Suponiendo que fuera Ben Evans el que llevara esos zapatos -intervino la agente Rooks.
Bucky la miró y la evaluó como haría con una mula.
– El casquillo está debajo de la caseta -prosiguió-. Justo aquí.
Las condujo hasta la caseta del árbol. La agente Lee se agachó y deslizó el casquillo en una bolsa de plástico; luego se incorporó y observó los alrededores.
– Suponiendo que la bala fuera dirigida a Ben -dijo Bucky con ironía. Miró de reojo a Rooks-. Le enseñaré dónde estaba y el camino que recorrió.
Hacía un día nublado y gélido. Las agentes lo siguieron en dirección al bosque; las hojas crujían bajo sus pasos. Les mostró la zona lodosa del camino y les habló de las huellas que había encontrado allí, sintiéndose estúpido al hacerlo ya que ahora lo único que había eran pequeños charcos. La agente Rooks tenía las manos metidas en los bolsillos del anorak azul, y sus labios dibujaron una mueca de duda cuando Bucky describió cómo creía que había sucedido todo.
– Aquí es donde la sangre empezaba a hacerse más densa: una herida en el pecho, pulmón, hígado. Mucha sangre -dijo él, dirigiéndose al frondoso arbusto-. Todavía había más en aquel punto de allí. Puedo enseñárselo más tarde. A pesar de la lluvia tiene que quedar algún rastro. Estaba lleno.
Bucky siguió descendiendo hasta que llegaron al sendero más amplio que bordeaba la orilla. Fue hacia la izquierda, retrocediendo hasta la zona donde Russel los esperaba con el bote. El eje de transmisión se extendía casi tres metros desde la popa.
– Es una barca de pantano -les explicó Bucky-. Puede llevarnos hasta la parte más profunda. Él es mi hijo Russel. Se quedará aquí, y alguien más tendrá que hacer lo mismo. Sólo hay sitio para cuatro personas.
Russel se tocó la visera de la gorra y se apartó para que pudieran acceder al bote. Rooks subió a bordo. La agente Lee se paró y miró a McCarthy. Él cedió con una sonrisa.
Читать дальше