Ted Dekker - Tr3s

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«Dekker entrega otra novela absorbente… que con genialidad lleva al lector por un viaje lleno de conspiraciones inesperadas… un fascinador relato de gatos y ratones… una mezcla casi perfecta de suspenso, misterio y horror». – Publishers Weekly
«¡Tr3s es una extraña historia llena de suspenso e imposible de dejar! Dekker supera a los maestros del género de suspenso con una trama tan absorbente, tan eficaz, tan llena de vueltas y giros inesperados, que mantiene en vilo a los lectores hasta las últimas páginas». – BOB LIPARULO Revista New Man
«Bueno, bueno, bueno, imaginen qué he descubierto. Un escritor de ficción con un raro talento especial para una historia fascinante, una mina efusiva de ideas ingeniosas, y una chispa exclusiva que me hace reír». – FRANK PERETTI Escritor de éxitos de librería como Esta patente oscuridad y El juramento
«Ted Dekker es a las claras uno de los escritores vivos más apasionantes de hoy. Crea tramas que mantienen el corazón palpitando y las palmas sudando aun después de haber terminado sus libros». – JEREMY REYNALDS Periodista sindicalizado
«Alguien preguntó hace poco si me interesaría leer al escritor más reciente de ciencia ficción en el mercado. Pregunté quién podría ser, esperando alguien al estilo de John Grisham o Stephen King. Más bien me presentaron a la nueva novela de Ted Dekker. Tenían razón… ¡Ted Dekker ha hecho que se vaya el sueño las tres últimas noches! Dekker es asombroso. Leeré todo lo que escriba». – TOM NEWMAN
Productor cinematográfico y fundador de Impact Productions
«Ted Dekker es el escritor más apasionante que he leído en mucho tiempo. Extraordinaria lectura… poderosas reflexiones. ¡Bravo!» – TED BAEHR Presidente de la revista MOVIEGUIDE®
«Ted es un gran tejedor de historias verosímiles pero matizadas con el misterio de lo oculto». – TIM WAY Ex encargado de la compra de libros, Family Christian Stores
«Dekker es un puntal emergente entre los escritores de ficción… es una narración emocionante que capta su atención inmediatamente y es casi imposible dejarla». – LARRY J. LEECH II Minorista cristiano
«[… está] soberbiamente escrito y es profundamente cautivador». – Mercado CBA
«…absorbente, repleto de acción, suspenso y aventura». – Revista Lifewise
«[… es] en realidad absorbente… se leen escenas como las mejores de David Morrell… su descripción es terriblemente precisa». – Bibliografía
***
Imagina que al contestar tu celular, escuchas una voz misteriosa que te da tres minutos para confesar tus pecados. Si no lo haces, va a hacer volar en pedazos el automovil que estas manejando. Asi empieza una pesadilla que se va desarrollando con consecuencias cada vez mas graves. Una novela imponente que trata de lo bueno, lo malo y todo lo que hay entre ambos, Tr3s es una historia de suspenso psicologico que arranca a plena velocidad y tiene al lector desbalanceado con curiosidad hasta la ultima pagina.

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Cinco minutos. Bueno , Kevin , se est á acabando el tiempo.

Estacionó el auto al otro lado de la calle. Una cerca de sesenta centímetros rodeaba el jardín frontal y luego se levantaba hasta un metro ochenta al dar la vuelta hacia el patio trasero. Aquí la cerca estaba pintada de blanco brillante, pero una vez que se pasaba la puerta a la derecha no estaba pintada en absoluto, excepto por años de ceniza negra. A lo largo del porche principal había un lecho de flores. Flores falsas, hermosas y sin mantenimiento. Balinda las reemplazaba cada año… su idea de la jardinería.

Sobre un pedestal a la derecha del olmo de los Parson había una estatua de piedra gris de alguna diosa griega. El patio del frente estaba impecable, siempre había sido el más limpio de toda la calle. Hasta al Plymouth 59 beige de la entrada lo habían pulido recientemente de tal modo que se podía ver un reflejo del olmo en la placa trasera. No se había movido en años. Cuando los Parson tenían algún motivo para salir de la casa usaban el antiguo Datsun azul estacionado en el garaje.

Las persianas estaban corridas y la puerta no tenía ventanas, lo que imposibilitaba mirar adentro, pero Kevin conocía el interior mejor que su propia casa. Tres puertas más abajo estaba la pequeña vivienda color café que una vez perteneció a un policía llamado Rick Sheer, quien tenía una hija llamada Samantha. Su familia volvió a mudarse a San Francisco cuando Sam fue a la universidad.

Kevin se limpió las palmas en los jeans y salió del auto. El sonido al cerrar de golpe la puerta pareció escandalosamente fuerte en la silenciosa calle. La persiana sobre la puerta del frente se separó momentáneamente, y luego se cerró. Bueno. Sal , ti í ta.

De pronto le sobrevino una sensación de ridículo. Slater evidentemente conocía sus hechos, ¿pero cómo tendría conocimiento del perro de Bob? ¿O que el perro en realidad hubiera sido el mejor amigo de Kevin hasta que llegara Samantha? Quizás Slater fue tras el Dr. Francis o el cura. Sam había hecho la llamada. Inteligente.

Kevin hizo una pausa en la acera y miró la casa. ¿Y ahora? ¿Acercarse y decirle a Balinda que alguien estaba a punto de volar al perro en pedazos? Cerró los ojos. Dios , dame fuerzas. Sabes cu á nto odio esto. Tal vez debería irse. Habría llamado si Balinda tuviera teléfono. Quizás podía llamar a los vecinos y…

La puerta se abrió y salió Bob, sonriendo de oreja a oreja.

– Hola, Kevin.

Bob llevaba el pelo con un rapado asimétrico, sin duda obra de Balinda. Sus pantalones beige colgaban quince centímetros por sobre un par de lustrosas botas negras de cuero. Su camisa era de un blanco sucio y lucía grandes solapas que recordaban la década de los setenta.

– Hola, Bob -contestó Kevin sonriendo-. ¿Puedo ver a Damon?

– Damon quiere verte, Kevin -expresó Bob con el rostro iluminado-. Ha estado esperando verte.

– ¡No me digas! Bien, entonces. Vamos…

– ¡Bobby, cariño! -ordenó la chillona voz de Balinda a través de la puerta principal-. ¡Vuelve acá!

Ella salió de las sombras calzando altos tacones rojos y pantis blancas remendadas con surcos de esmalte claro de uñas. Su vestido blanco estaba forrado de cualquier manera con encajes manchados por la edad con una docena de perlas falsas, las que quedaban de los centenares que una vez tuvo. Un gran sombrero de sol se posaba sobre un cabello negro azabache que parecía recién secado. Una sarta de joyas chillonas le colgaba del cuello, pero lo que colocaba con firmeza a Balinda en la categoría de cadáver ambulante era el maquillaje blanco y el brillante lápiz labial rojo que se ponía en su fofo rostro.

Le lanzó a Kevin una mirada hostil con párpados ensombrecidos, lo analizó por un instante, y luego hizo un gesto de desprecio.

– ¿Te dije que podías salir? Entra. ¡Adentro, adentro, adentro!

– Es Kevin, mamá.

– No me importa si es Jesucristo, inútil -insultó ella estirando la mano y enderezando el collar-. Sabes cuan fácilmente te resfrías, mi niño.

Llevó a Bob hacia la puerta.

– Quiere ver…

– Sé amable con Princesa -dijo y le dio un empujoncito-. Entra.

Que Dios bendiga su alma, Balinda en realidad quería el bien para ese muchacho. Ella se equivocaba y sin duda era tonta, pero amaba a Bob.

Kevin tragó saliva y observó su reloj. Dos minutos. Él cortó hacia la puerta del patio trasero mientras ella estaba de espaldas.

– ¿Y adonde cree este forastero que va?

Solo quiero revisar algo del perro. Habré partido antes de que usted se dé cuenta.

Agarró la puerta y la abrió de un tirón.

¿Habré partido? Te has metido en alguna nueva moda artística, ¿no es así, muchacho universitario?

Ahora no, Balinda -contestó él tranquilamente.

Su respiración se hizo más rápida. Ella entró tras él con paso firme. Él caminó a zancadas por el lado de la casa.

Al menos muestra un poco de respeto cuando estés en mi terreno -declaró ella.

Él se controló. Cerró los ojos; los abrió.

– Por favor, ahora no, Princesa.

– Eso está mejor. El perro está bien. Tú, por otra parte, no lo estás.

Kevin rodeó la casa y se detuvo. El patio no había cambiado. Sucísimo. Balinda lo llamaba jardín, pero no era más que un enorme montón de cenizas, si bien es cierto que era un montón bastante ordenado: un metro de profundidad en el centro, reduciéndose a medio metro a lo largo de la cerca. Un tambor de cincuenta y cinco galones ardiendo en el centro del patio… todavía estaban quemando. Quemando, quemando, todos los días quemando. ¿Cuántos periódicos y libros se habían quemado aquí atrás con los años? Suficientes para muchas toneladas de ceniza.

La casa del perro estaba donde siempre había estado: en el rincón trasero izquierdo. En el otro rincón había un cobertizo para herramientas, sin utilizar y en terrible necesidad de pintura. La ceniza se había amontonado contra su puerta.

Kevin se paró en la endurecida ceniza y luego corrió por el patio hacia la perrera. Menos de un minuto. Se puso sobre una rodilla, miró dentro de la casa del perro, y fue recompensado con un gruñido.

– Tranquilo, Damon. Soy yo, Kevin.

El viejo labrador negro se había vuelto senil y de mal genio, pero al instante reconoció la voz de Kevin. Gimoteó y salió cojeando. Tenía una cadena sujeta al collar.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -exigió Balinda.

– Buen chico.

Kevin metió la cabeza en la antigua casa del perro y entrecerró los ojos en la oscuridad. No logró ver ninguna bomba. Se puso de pie y rodeó la casita.

Nada.

– ¿Qué está haciendo, Princesa?

Kevin se volvió hacia la casa al sonido de la voz de su tío. Eugene estaba parado en el porche trasero, mirándolo. Usaba sus habituales botas estilo inglés y pantalones de montar completos con tirantes y una boina. A Kevin, el flacucho le parecía más bien un jockey , pero a los ojos de Balinda era un príncipe. Había usado la misma indumentaria al menos treinta años. Antes esto había sido un vestuario Henry V, poco elegante y tosco en un hombre tan menudo.

Balinda se quedó en el lindero de la casa, observando a Kevin con recelo. La persiana se levantó en la ventana a la izquierda de ella… el antiguo cuarto de Kevin. Bob observaba hacia afuera. El pasado miraba a Kevin a través de esos tres pares de ojos.

Miró su reloj. Los treinta minutos habían pasado. Extendió la mano hacia abajo y palmeó al perro.

– Buen chico.

Lo desató, lanzó la cadena a un costado y retrocedió hacia la puerta del patio.

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