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Guillermo Orsi: Sueños de perro

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Guillermo Orsi Sueños de perro

Sueños de perro: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió. Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas. Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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– ¿Falta mucho? Este melodrama me parte el corazón pero se hace tarde -interfirió Dubatti, que no había dejado de apuntarme.

– El manfloro tiene razón -dijo Araca-, son las doce y media, y nos esperan a la una.

42

Me hubiera gustado hablar a solas con Charo, mirarla a los ojos, tratar de entender. Invitarla por un rato a mi versión del pasado, el Chivo y ella felices y buscando ese lugar en el mundo que por lo visto después jamás encontrarían. Pero se hacía tarde para algo muy importante, y salimos hacia alguna clase de reunión.

Considerados, me permitieron cerrar mi departamento con llave, aunque ya medio Buenos Aires parecía tener una copia; fue un acto tan mecánico como rascarse la nariz o morderse las uñas, que me ayudó sin embargo a bajar el nivel de ansiedad.

No dijeron a dónde iríamos. Dubatti condujo en silencio; sentada a su lado y como un perro que despierta molesto con sus pulgas, Araca cada tanto gruñía: «maricón de mierda, vicioso», sin que al manfloro se le moviera ahora una pestaña. A mi lado, Charo miraba por la ventanilla como si no me conociera. Tenía las manos entrelazadas bajo un pañuelo de seda y aferraba como a un rosario un pequeño revólver plateado, con el que no me apuntó en ningún momento.

El viaje fue breve, y el destino, tan conocido como inexplicable en ese momento para mí: el loft de Gargano, en La Boca. No hizo falta bajarse ni llamar, el portón se abrió a nuestra llegada y entramos en el galpón con las luces apagadas. El portón volvió a cerrarse y se prendieron unas luces de baja intensidad. El Kaiser Bergantín y el cadáver del perro habían sido retirados, el lugar se veía limpio y ordenado, las oficinas del entrepiso en las que comía, cagaba y dormía Gargano tenían sus luces encendidas aunque no se veía a nadie.

– Raro que no hayan llegado -dijo Araca.

Dubatti bajó del auto y fue al encuentro de dos tipos armados con itacas y apostados en la penumbra, junto al portón. Sostuvo con ellos un diálogo muy breve, novedades e instrucciones para que la reunión de negocios que estaba a punto de celebrarse allí no se les fuera de las manos.

– Mejor, vamos arriba -dijo cuando volvió al auto-, hay café caliente.

Imaginé que sería muy importante disponer de café caliente cuando empezara el jolgorio de balas rebotando en los travesaños del techo y en las paredes de chapa. Subimos por la estrecha escalera de metal, en fila india y callados como si todos tuviéramos una misión precisa que cumplir y no hiciera falta repasar las instrucciones. Arriba, todo estaba igual: la mesa, el catre y el pequeño aparador en el que Gargano guardaba la yerba y el whisky, y el televisor casi tan viejo como el Bergantín, un Noblex blanco y negro en el que salmos y policiales de trasnoche debían paladearse como un buen vino español en su odre. Creo que recién entonces, al ver ese santuario intacto, acepté que faltaba el ícono anfitrión.

– ¿Dónde está Gargano?

Debí preguntarlo en sueco o en ruso, Dubatti se dejó caer en el catre mientras Araca servía el café y Charo se paseaba ensimismada.

– Vos no estás aquí para hacer preguntas -dijo Araca, recién después del primer sorbo de café.

Charo detuvo en ese instante su paseo de sonámbula y me echó una breve mirada que me hubiera gustado desentrañar. Pero Dubatti reclamó mi atención al volver a apuntarme a la cabeza.

– La policía está para cuidar y servir al orden establecido, no para cuestionarlo. Ese Gargano era un inadaptado, un croto con patente de cana, fíjense cómo vivía…

– Le siento mal olor a esta tardanza -dijo Araca mientras repartía los pocillos como un ama de casa hospitalaria.

– ¡Ahí vienen! -gritó en ese instante uno de los tipos apostados en la penumbra, y empezó a abrir el portón.

Un Mercedes negro avanzó despacio hacia el interior, con las luces reglamentarias encendidas, y se detuvo detrás del auto de Dubatti. El chofer bajó, dio la vuelta al auto por su trompa y abrió la puerta trasera. Dos tipos muy elegantes aparecieron entonces en escena, rubios, altos y vestidos de primera. Uno de ellos llevaba un portafolios y el otro una ametralladora.

– ¡Que sus gorilas despejen la salida! -le ordenó el del portafolios a Dubatti, que se había asomado a saludarlos. Dubatti hizo chasquear sus dedos y sus empleados obedecieron.

Las fuerzas respectivas tomaron posiciones a un lado y otro de la cancha. El Chivo hubiera dicho que el equipo visitante jugaba con ventaja: dominaban la salida y parecían mejor equipados para abrir el marcador. Pero a Dubatti y Araca no les preocupaba definir una estrategia sino cerrar cuanto antes el negocio que debieron acordar en Mar del Plata y hundir las manos en ese portafolios seguramente lleno de guita. Bajaron los dos, casi atropellándose, a recibir a las visitas, mientras Charo supuestamente les cubría las espaldas con su revólver de juguete, aunque para eso tuviera que descuidar mi vigilancia.

Me acerqué por detrás y la rodeé con mis brazos, sin presionarla. Ella tampoco se resistió, como si me hubiera estado esperando.

– No hagas huevadas, Mareco, esto va en serio.

– ¿Quiénes son ésos? -murmuré.

– Compradores.

– ¿Qué compran, si no hay merca?

– Mercadería virtual, vos no entendés nada, como siempre.

– ¿Coca por Internet?

– Mejor acordate dónde está la agenda del Chivo. Cuando las visitas se vayan, esto va a ponerse pesado.

No supe si me estaba amenazando o pidiéndome auxilio. Pude haberla desarmado, pero ese revólver femenino debía tener la potencia de fuego de una polvera y no me habría servido de mucho frente a las itacas de la gente de Dubatti y la tartamuda de los compradores virtuales.

Ahí abajo pasaban mientras tanto del diálogo civilizado a la discusión subida de tono. Los compradores eran gente seria que exigía el respeto de ciertas cláusulas convenidas de palabra y ese par de pájaros parecía estar defraudándolos; el rubio golpeó la capota del Mercedes con el puño como si fuera un escritorio, estaba rabioso por la informalidad de la gente en este país, «argentinos cagadores», dijo con un notorio acento salsa, abrazado a su portafolios lleno de guita. Dubatti intentó calmarlo hablándole en voz baja, prometiéndole probablemente lo que no podría cumplir, total desde su balcón ideológico de argentino cagador los caribeños son gilipollas, los gallegos son brutos y los ingleses unos cobardes a los que de una vez por todas hay que sacarles las Malvinas de prepo.

Su fuerza de choque empezaba recién a levantar las itacas para hacer puntería cuando una ráfaga certera los acostó sin un quejido. Entre el tirador de saco y corbata y los morochos que ya no contarían el cuento había quedado Victoria Zemeckis, ex Pinto Rivarola. Como la ráfaga había sido disparada con silenciador, Araca no entendió lo que pasaba, por qué Dubatti había brincado como un gato escaldado y se escurría por entre unos tambores de combustible vacíos apilados en el fondo. Debió pensar por un instante que el manfloro había tenido un ataque de diarrea y corría al excusado agarrándose los pantalones, porque se dio vuelta y lo llamó con voz de pájaro nocturno, sin alcanzar a pronunciar el nombre completo, sólo «Dub…», y después cayó redonda agarrándose el vientre con ambas manos, como una embarazada a la que le baja la presión.

Charo tembló entre mis brazos. Como quien busca el paquete de cigarrillos o las gafas, el del portafolios había metido su mano en el saco y empuñaba ahora una pistola automática con la que roció de balas el entrepiso.

– ¡Bajen con las manos sobre la cabeza! -gritó, sin tener por lo menos la delicadeza de preguntar antes si todavía estábamos vivos.

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