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Guillermo Orsi: Sueños de perro

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Guillermo Orsi Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió. Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas. Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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Dubatti no se había olvidado de mí, a pesar de que nos habían presentado treinta años atrás.

– Muy amigote del Chivo -le dijo a Araca-. Por vocación y estructura genética, un boludo. Aunque peligroso, si sabe algo, como mono con revólver.

Pero el revólver lo tenía él. Y me ponía nervioso apuntándome.

– Estás igual -dije, para congraciarme.

– Vos no, vos estás arruinado, Mareco. Por eso no te reconocí en el Costa Feliz. Y ahora me entero de que, con cincuenta y siete pirulos, vivís de la renta de un departamento de dos ambientes y de la recaudación de un taxi modelo noventa. Qué fracaso.

– Y de mi jubilación.

Se rió con ganas, mientras Araca revisaba el departamento.

– Ya estuvieron antes aquí, me dejaron todo hecho un desastre, ¿qué quieren ahora?

– Nosotros somos de otra inmobiliaria -dijo Araca.

Abría los cajones y sacaba papeles para revolearlos con impaciencia.

– Me llevó dos días ordenar las boletas de los servicios y los comprobantes de pago de impuestos, ¿qué buscan?

Dubatti me empujó sobre el sillón en el que miro la tele o hago sentar a las visitas, y me puso el caño de su revólver en el entrecejo.

– No te hagas el gracioso, Rolandorrivas. Dame la agenda.

– No la tengo. Quedó en el auto que alquiló Gargano en Mar del Plata. Ustedes, o los de la otra inmobiliaria, se la llevaron con el coche.

Amartilló el revólver. Vi girar el tambor, allá en la punta de mi nariz, y sentí el olor del aceite con que estaba lubricado.

– Se me va a escapar un tiro en cualquier momento -dijo.

– Acá no hay nada -anunció Araca, agitada-, matalo y vámonos a tomar una cerveza, estoy sedienta.

– Pero es la verdad.

– No quiero la verdad, quiero la agenda.

– Pregúntenle a Gargano, la policía nunca miente.

– Gargano ya no está para confirmar tus dichos -anunció el asqueroso de Dubatti-. Además, no busco la agenda que te atreviste a robar de la habitación del hotel como un chorrito miserable.

– Queremos la otra -completó Araca.

Otra vez muerto. No tenía manera de aplacar a ese par de hienas cebadas. La agenda del Chivo, su diario loco personal, eso buscaban. Me sentí un imbécil por no haberme dado cuenta de que allí estaba la respuesta. Y esa agenda había vuelto a manos de la Pecosa, y la Pecosa andaba de gira por el interior de la provincia, cantando tangos.

– ¿Qué hay en la agenda del Chivo que les interesa tanto?

– La quiero de recuerdo -dijo Araca.

– Tenés razón, Victoria, es tiempo de irnos a tomar una Quilmes bien helada.

Dubatti presionó mi frente con la punta del caño.

– ¡Debajo de la heladera! -grité.

Las había dejado ahí después de fotocopiarlas, poner las originales en un sobre y enviarlo a lo de Gustavo. Debajo de la heladera, como un cebo para cucarachas. Araca preguntó qué es esto, después de desenchufar la heladera, rastrear en el piso con sus larguísimas uñas rojas de bruja, capturar el sobre y abrirlo.

– Puto de mierda, maraca, basura -estalló apretando los dientes mientras miraba las fotos del quinteto vicioso-, por eso el Chivo te despreciaba. Soplón manfloro, éstos son milicos de verdad, éstos no eran disfrazados.

Dubatti había palidecido y empezó a temblarle el pulso, el caño del revólver subía y bajaba sobre la línea de flotación de mi inquieta mirada.

– No es lo que pensás -dijo, previsible.

Creí que no sobreviviría a la disputa del matrimonio Fernández. Pero el timbre interrumpió la riña conyugal.

– Abro yo -dijo Araca-, no dejes de apuntarle.

Me pregunté quién llegaba tarde a la reunión de trasnoche. Ni Dubatti ni Araca se sobresaltaron, al contrario: Araca bajó porque la puerta del edificio estaba cerrada con llave, Dubatti encendió un cigarrillo y me lo pasó, tranquilo, como si ya no le importaran la agenda del Chivo ni las fotos en las que él posaba vestido de mujer. El ascensor bajó y subió, escuché la puerta y pasos de tacones altos por el pasillo.

Araca calzaba zapatillas, los tacos altos eran de Charo.

41

A los amigos no hay que pedirles cuenta de sus actos. Cuando se piantan de la vida antes que uno, es mejor conformarse con una sobria despedida al pie de la tumba y, si no es posible olvidarlos, recordar sólo que caminamos juntos por la vereda del sol. Después de todo, apenas si nos asomamos a la vida de los otros, nos damos cita con ellos en las esquinas del centro, las mejor iluminadas. Con instintiva sabiduría evitamos los arrabales y sus callejones.

Todo socio es además un asesino en potencia. Fatalmente, los intereses en conflicto empujan a la discusión, la disputa, primero en la trastienda y después en los tribunales. De ahí al tiro en la nuca sólo es cuestión de tiempo. Y si el matrimonio es una sociedad, nadie debería invocar a la Vir gen purísima cuando a cada rato los diarios titulan con la última hazaña de algún uxoricida.

Charo entró pisando fuerte, como para demostrarme que le importaban tres carajos mi sorpresa y mi decepción.

– No debiste meterte en esto -dijo, apenas cerró la puerta-: danos esa agenda y aquí no ha pasado nada.

– Recibí tus mensajes -balbuceé-, parecías aterrada; en el último, llorabas.

– No la hagas difícil, Marequito. Vos no lo conociste tan bien al Chivo, no sabés la clase de hijo de puta que fue ese tipo.

Trató de explicarme Charo, la gallega, Rosario, que nadie es, ha sido, ni será lo que parece ser. Al verla con sus cómplices del hampa, no tuve más remedio que darle por lo menos el beneficio de la duda. Sólo que el Chivo no estaba ahí para que doblara la otra campana.

Nadie había querido lastimar a nadie, como de costumbre. A los dos años de estar en Italia, el rendimiento deportivo del Chivo empezó a decaer, demasiadas exigencias, campeonatos que se pierden y contratos que se rescinden anticipadamente, Charo reclamándole desde la Argentina que se acordara por lo menos de sus hijos, el Chivo luchando por otra oportunidad cuando los mismos que lo habían ido a buscar lo sentaban ahora en el banco de suplentes, como paso previo a ponerlo en la rampa del avión a Buenos Aires.

Victoria Zemeckis lo pescó en ese recodo turbulento de su vida, pero no habría sido casualidad el encuentro en Roma, el pescador deportivo no va con redes y dinamita.

– Necesitábamos a un argentino que viviera afuera, alguien con cierta notoriedad, insospechable, si era posible -explicó entonces Araca mientras Charo se servía un whisky de mi barcito-. El gobierno de aquella época se especializaba en fabricar héroes y el Chivo podría haber llegado a ser uno.

«Aquella época» era la dictadura de Videla and Company, no hizo falta que me lo aclararan. Eligieron al Chivo porque ya tenía una cuenta abierta en Suiza y nadie iba a enterarse de su movimiento, los relojeros eran todavía muy discretos y complacientes con los avaros del mundo.

– Estaba harta, Mareco -dijo Charo, haciendo tintinear los témpanos en su vaso de whisky que era mío-. Cuando el Chivo se fue a Europa ya habíamos acordado separarnos. Pero allá le fue bien al principio, ganó plata. Y no quise perderme ese tren. Nos reconciliamos cuando él volvió en su primera visita, quedé de nuevo embarazada y me pidió que fuera con él a vivir a Italia.

– Historia conocida -dije-, el Chivo soñaba con tenerte allá.

Charo pareció tocar un cable pelado, tomó un trago largo de whisky que mantuvo en la boca haciendo un buche, como si fuera a masticar el hielo.

– ¡Porque le iba bien! Quería testigos de su éxito, que yo por fin reconociera todo lo que valía.

– No es malo que uno pretenda estar con los que quiere cuando las cosas cambian.

– Nunca me quiso -suspiró Charo.

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