Guillermo Orsi - Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió.
Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas.
Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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SEGUNDA PARTE . Horas extras

21

Para no exhibirme en las playas marplatenses me fui a Miramar, balneario ubicado cuarenta kilómetros al sur que vende sus encantos turísticos con el eslogan «La ciudad de los niños», aunque las caras que abundaban por allí ese día no eran precisamente infantiles. A las once de la mañana había llegado a Mar del Plata y se había instalado en Chapadmalal, muy cerca de Miramar, el gobernador de la provincia. Y a las ocho de la noche estaba anunciado el arribo del presidente. Demasiada presencia oficial para el baile de cenicienta de una sencilla convención de operadores de turismo.

– ¿En qué te metiste, Mareco? Volvé a manejar tu taxi o te vamos a tener que llorar con lágrimas de cocodrilo en la próxima cena de ex alumnos -dijo Gargano cuando pude ubicarlo por teléfono al mediodía, aunque de inmediato me pidió que no me moviera de Miramar, que lo esperara, tenía dos días de franco y no se los quería arruinar saliendo en Buenos Aires con una viuda de cincuenta que pretendía, desde hacía meses, casarse con él de blanco y por iglesia.

Nos encontramos a las cinco de la tarde, en una playa del centro de Miramar, shorcitos de baño y chanclas, muy elegantes los dos como bañistas ocasionales de un contingente de jubilados.

– La Federal es una picadora de carne -dijo a modo de saludo-. Demasiadas presiones, la democracia es un carnaval, a la gente la engrupe el periodismo charlatán y les hace creer que se puede combatir al delito haciéndole la pelota a los ladrones para que se porten bien, mientras los políticos hablan gansadas para ganarse el voto de los no violentos que en esta sociedad de cornudos ahora parece que son mayoría. Hasta el gil que se marea cuando le sacan dos gotas de sangre cree saber más que uno, que anda metido hasta el cuello y de sol a sol en esta cloaca.

No había venido a exponer su disconformidad con el sistema, pero aprovechó para hacer catarsis mientras nos remojábamos los juanetes caminando por la orilla, disfrutando de la tarde soleada y apacible, «pocas minas que valgan la pena, che, demasiado pendejo quilombero» fue su descripción de los encantos de Miramar, mientras resoplaba como un hipopótamo. Los rollos de grasa que colgaban de su abdomen podían ocultar una sobaquera con pistola Halcón y cargador completo de repuesto.

Pronto habría elecciones para renovar parlamentos. La presencia de tanta autoridad en Mar del Plata era explicada por la prensa como parte de la campaña política, todo el mundo iba a donde veraneaban las multitudes para ser televisado y fotografiado, y repetir los discursos y las diatribas que el pueblo escucha desde que se despierta cada mañana y enciende la radio, hasta después del polvo exhausto con que los más afortunados cierran su día productivo, o de los buches con que otros se limpian la boca y alivian los estragos de sus dentaduras postizas.

– Pero este desfile de modelos tiene razones que no figuran en ningún catálogo -dijo Gargano cuando paramos a tomar un martini en un barcito sobre la playa.

– No me interesa ver cómo los fantoches juegan a las esquinitas y a la silla, Gargano. Ya tuve suficiente con esos Pérez García de la mafia que representaron en el cine Marlon Brando y el Beto De Niro. Lo único que quisiera saber es quién contrató al travesti cojo que mató al Chivo y por qué lo hizo, por qué el Chivo terminó ahí en el fondo cuando antes lo había tenido todo, guita, fama, minas, amigos.

– Amigos no, Mareco. Sos un vulgar tachero, nunca descollaste en nada y estoy seguro de que hasta tus hijos se olvidan de tu cara si no los ves seguido. Pero si hubieras sido un chabón exitoso como el Chivo, si hubieras sido alguna vez importante o conocido, te habrías dado cuenta de que los amigos se esfuman cuando las cosas te van bien, no lo soportan. Y aparece a tu alrededor la fauna del éxito, la ladilla del poder, y vos agarrás lo que tenés a mano pero quisieras que los otros, los que te querían cuando eras una ratita miserable, no fueran tan hijos de puta y te llamaran alguna vez para decirte «me la banco, che, me gusta de verdad que te vaya bien, que vivas en una mansión con tan buenas minas y las saques a pasear en autos caros, me gusta de verdad que la vida te sonría, no me importa nada vivir en el mismo dos ambientes con la misma mujer desde hace treinta años, venite esta tarde con esa puta espléndida con la que te vi en la tele el otro día y tomamos unos mates en el balcón».

– Hablás como si a vos te hubiera pasado, como si también hubieras sido famoso.

– Soy poli, acordate. Me mandan a juntar la mierda mientras la gente decente frunce la nariz y mira para otro lado. No puedo hacerme el boludo. Si me distraigo, me la dan.

Estaba bien, el martini. La playa, que de a poco se iba vaciando. La espuma de las olas sobre el azul intenso que a esa hora mostraba el mar, las gaviotas revoloteando en la orilla, el boliche con una lámpara que, como un samovar, servía su luz tibia sobre el mostrador, la voz de Joao Gilberto en los parlantes haciéndome creer que aquello podría ser Río o Bahía y no Miramar la ciudad de los niños.

Gargano Daniel se había convertido en una especie de filósofo federal, un poli reciclado que encontraba, a su edad y a esa hora de la tarde, el momento propicio para empezar a inventariar las miserias que durante tantos años lo habían mantenido ocupado a tiempo completo con obra social y descuentos jubilatorios. Pero ya tendríamos tiempo para reflexionar sobre por qué cada uno toma el destino con sus manos y lo quiebra como a una copa de champán cuando se descubre el engaño, la farsa esencial, cuando se confirma la sospecha de que los naipes están marcados aunque talle la Divina Providencia.

Ya eran las seis y media de la tarde y Gargano, además de su gaseosa melancolía, había traído un plan. Para qué, es lo de menos. Siempre es recomendable tener un plan, algo estructurado, un itinerario más o menos definido para las siguientes cuatro o cinco horas de nuestras vidas. No importa si ese plan es bueno, como da lo mismo que sea el hombro de un amigo o el de un desconocido el que usa el borracho para apoyarse, poder salir del boliche y acostarse en la vereda.

Me dio algo de tristeza dejar aquel barcito. Ahora cantaba María Creuza y en un rincón, arrullada por un musculoso de gimnasio a tiempo completo, una linda piba de menos de veinte me hizo acordar de otra mina bonita como ella que me abandonó hace treinta años. No es necesario llegar a viejo para descubrir que la felicidad es un barco que vemos pasar a lo lejos.

Hablo de náufragos, claro. De tipos que, como yo, esperan en la orilla. Aguzando la vista al atardecer para no perderse, sobre el horizonte, el desfile en escuadra de sus espejismos.

22

El plan de Jonathan Harker para liquidar a Drácula -hacerse contratar como bibliotecario y dormir en su propio castillo de Transilvania para clavarle la estaca en cuanto lo encontrase distraído- no era más descabellado que el de Gargano.

– Pero estoy recontrapodrido de que todo el mundo crea que somos la escoria de una sociedad de angelitos. Los políticos nos usan: nos dan de comer con una mano y nos cagan con la otra. Hay que desenmascararlos.

– A mí no me preocupan los políticos, me preocupa Dubatti: nadie lo conoce pero fijate la vida que lleva.

– Papá averiguó bastante sobre ese miserable, Mareco.

Volvíamos a Mar del Plata en el auto que Gargano había alquilado a su cargo en el aeropuerto. «Esta misión no es oficial -me recordó-, los gastos corren por mi cuenta.» Manejaba despacio y pegado a la banquina mientras me contaba de Dubatti Romeo Manuel. Casado con una minita de familia patricia, Felicitas Solari Colombres, tres hijos, todos educados en colegios de por lo menos mil mangos mensuales y enviados después a Harvard, a Columbia, a Yale.

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