Guillermo Orsi - Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió.
Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas.
Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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– Dubatti se trepó al jumbo oficial después de quebrar tres sociedades importadoras, a lo largo del injustamente desacreditado proceso de reorganización nacional y el desgobierno de la sinagoga radical. Pedía créditos sobre créditos y los garantes siempre a la lona, se mudó de barrio y hasta de ciudad por lo menos seis veces, y siempre algún funcionario de segunda línea le sacaba las papas del fuego. Pero el batacazo lo dio con el peronismo islámico de Menem.

– ¿Y Felicitas?

– En la lona desde que nació. La familia tuvo ingenios en Tucumán y Salta. Cuando se los cerró Krieger Vasena, durante el virreinato de Onganía en la década del sesenta, recibieron mucha guita. Pero los herederos la desparramaron al viento como a los restos de Mariano Moreno muerto en alta mar.

– Ese fue otro crimen impune -apunté, recordando la dudosa muerte del prócer.

– Si hubiese existido entonces la Federal, nos lo habrían cargado a la cuenta -rumió Gargano, amargo-. En cuanto Dubatti pisó fuerte, puso a Felicitas fuera de borda y se dedicó al puterío.

No me sorprendió el currículum de Dubatti. Después de viajar de polizón en las bodegas del poder se había pasado, sin respetar el escalafón, a la clase ejecutiva. Claro que todavía de camarero, sin fotos en los diarios ni declaraciones porque sencillamente no era nadie, no tenía cargos políticos y su único mérito parecía ser haberse granjeado la confianza de un gobernador.

– Sin embargo tiene gente dispuesta a obedecer sus caprichos -dije, recordándole a Gargano el fulminante operativo con el que la noche anterior había intentado alimentar tiburones con mis vísceras.

– La tiene -me confirmó, mientras con una mano aferraba el volante y con la otra sostenía el celular por el que hablaba con la amante cincuentona que quería casarse de blanco por iglesia. Después de avisarle que esa noche no lo esperara a dormir porque tenía un procedimiento, volvió a ocuparse de Dubatti-. La tiene -repitió, como quien despierta de un mal sueño-, aunque mucho de ese poder que cree propio no le pertenezca.

Ahora figuraba como director general de una importantísima empresa fantasma dedicada en los papeles a la construcción, pero que en toda su trayectoria comercial de cuatro años no había edificado ni un chalecito en González Catán.

– Sin embargo maneja un capital de varios ceros a la derecha, se presenta en licitaciones oficiales que invariablemente pierde, y sigue en pie.

– Dubatti parece un especialista en enriquecerse perdiéndolo todo -dije.

– No es especialista en nada, es un lacayo, un amanuense, un testaferro de lavaderos.

– ¿Lavaderos?

– De dólares, Mareco. Guita sucia que hay que enjabonar, enjuagar y centrifugar para que circule inmaculada como el guardapolvos de un colegial el primer día de clase.

– Pero la guita siempre está sucia -advertí, con el tono admonitorio de un monje de trasnoche.

– Seguís siendo un bolche repulsivo -dijo Gargano después de examinarme como a un escarabajo-. Te salva que se cayó el muro y ya no jodés a nadie. Y te soporto porque estamos juntos en esto. Cuando se acabe, vía. Cada uno por su lado.

Me conmovió la declaración de amor policial. Jamás en la secundaria nos hubiéramos imaginado que la vida nos daría, ya maduros, aquella chance de jugar un picadito juntos contra el hampa. Nos reímos del asco que todavía nos dábamos uno al otro, obligados a aquella promiscua convivencia.

Detrás de una curva, Mar del Plata se nos apareció flotando en la neblina con sus primeras luces.

– Habrá una conferencia de prensa -anunció Gargano, de nuevo sombrío, como si la visión de la ciudad lo hubiera desencajado-. Tengo buenos contactos aquí. También vendrán periodistas de Buenos Aires, y hasta noteros de la televisión: les prometí carne fresca, titulares.

– ¿Quién va a dar esa conferencia?

– Yo.

No me animé a preguntarle con qué carne iría a saciar a los buitres que había convocado. A lo mejor estaba en manos de un loco. Pero a nadie se le ocurre indagar por los antecedentes clínicos del piloto en pleno vuelo. Si se duda de su idoneidad, mejor tomarse un valium, un vaso de whisky, ajustarse el cinturón y a mirar la película hasta que se corte.

23

Gargano no contó con que a las ocho de la noche llegaba el presidente. La conferencia de prensa en la que haría sus espectaculares revelaciones era a las nueve, pero en el saloncito del hotel Provincial que a esa hora deberían haber colmado los representantes del cuarto poder estábamos Gargano, un ordenanza y yo.

– Hay que tener paciencia -dijo mientras se mandaba al buche unos canapés de atún, dispuestos en una mesa larga junto a la pared. Me explicó con la boca llena que los costos de esa pequeña fiesta sin invitados los pasaría a fin de mes como gastos de representación, si la cosa salía bien.

– ¿Y si sale mal?

– Don't worry be happy. Nos matan a los dos y este minibanquete lo paga Jesucristo por caja chica.

A las nueve y media apareció el primer reportero, un veterano cronista de turf con el que Gargano se abrazó como San Martín con Bolívar en Guayaquil. El burrero había sido poli en la Bonaerense hasta que, durante la dictadura, lo dieron de baja «por negarse a torturar perejiles», según la versión de Gargano, aunque por el aspecto sombrío de aquel sujeto deduje que la baja debió obedecer a razones menos altruistas. El caso es que ahora escribía sobre su viejo amor, los burros, para diarios de Mar del Plata y de Bahía Blanca, y de lo que fuese que sucediera en la costa «para un diario de Rosario y otro de La Plata», dijo sin aclarar de qué pasquines se trataba.

A las diez menos cuarto aparecieron otros dos periodistas, una cronista con minifaldas de cuero y un par de fotógrafos que sin preparar sus máquinas se fueron de cabeza a los canapés. Esa multitud era todo el cuarto poder que los contactos de Gargano habían logrado reunir en el saloncito del Provincial.

Con voz pausada y después de conseguir, no sin esfuerzo, que los periodistas dejaran de comer y beber, y le dieran bola, Gargano anunció sin más preámbulos que lo que aparecía a la luz pública en el hotel Costa Feliz como una amable e interesante convención de operadores turísticos era, en realidad, una junta de narcotraficantes, una reunión mafiosa en la que, por debajo de la mesa, se estaban discutiendo porciones de mercado, abastecimiento y renovación de las redes de distribución. ¿Qué pruebas tenía? «Si tuviera pruebas no estaría aquí pagándoles el cóctel, estaría con un juez federal y al frente de una comisión de por lo menos cien hombres armados rodeando el Costa Feliz», le respondió a la cronista, a la que le faltaban manos para tomar apuntes y estirarse la mini de cuero que insistía en subírsele hasta la ingle. Lo que sí tenía Gargano según Gargano eran versiones de buena fuente, que por supuesto no podía revelar: pronto habría fuertes inversiones para renovar la flota pesquera que operaba con base en Mar del Plata. ¿Qué significaba «pronto» para él? Tres meses, seis quizás, seguro que menos de un año. ¿Y qué tenía de malo que hubiesen inversiones?

– Señor periodista, en la vida no hay nada bueno ni malo por sí mismo sino que todo se hace en la persecución de determinados fines -embrolló Gargano al preguntón de turno.

Los fines determinados serían en este caso quitar del medio hasta al último bisnieto de los antiguos artesanos de la pesca que todavía se internaban con sus barquitos de papel persiguiendo a las merluzas: para indemnizarlos les comprarían a buen precio toda esa chatarra pintarrajeada y convertirían a la Perla del Atlántico en un puerto de aguas profundas, apto para que recalase en él todo tipo de barcos factoría. Una importante inversión que promovería la actividad pesquera de altura, transformaría la zona portuaria valorizando las propiedades y reciclaría como empleados a los pescadores más jóvenes que se resistieran a alejarse del mar. ¿Pero por qué hablaba de inversiones un poli y no el ministro de Economía?

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