Jeff Abbott - Pánico

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El vértigo y la incontenible alegría que sintió al despertar aquella mañana eran para Evan Casher la mejor prueba de que estaba profundamente enamorado. Sí, sin duda aquél era el inicio de una nueva y feliz vida que compartiría junto a Carrie, la joven responsable de aquel cambio sustancial en él. Sin embargo, un solo instante puede cambiar toda una vida: una llamada de su madre, apremiándolo a reunirse con ella de inmediato, iba a provocar un vuelco radical en la hasta entonces tranquila existencia de Evan. Para su horror, descubrirá que su madre ha sido asesinada, y sin tiempo siquiera para asumirlo, a punto estará de ser asesinado él también. Sólo la súbita intervención de un misterioso personaje, aparentemente surgido de la nada, le permitirá salvar la vida, al menos por esta vez…
No obstante, esto es sólo el principio de un peligroso viaje sin retorno, durante el cual Evan descubrirá que su vida hasta entonces no ha sido más que una sucesión de engaños y artificios donde nadie era quien aparentaba ser: empezando por sus propios padres y por la adorable Carrie, a la que, como pronto averiguará, en realidad no conocia en absoluto. Perseguido por un implacable traficante de información convencido de que posee unos valiosos documentos, Evan deberá salvar su vida y descubrir la verdad, consciente de que, esta vez, no tendrá una segunda oportunidad.

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Volvió a su coche, esperó a que Evan arrancase y luego salió pitando del aparcamiento.

Evan fue en la dirección contraria, comprobando si estaban observándolo desde algún coche.

El siguiente robo: un ordenador.

No podía ir a Joe's Java, había demasiada gente que lo conocía allí. Recordó una cafetería no muy concurrida llamada Caffiend cerca de Bisonnet y Kirby, que normalmente reunía a numerosos estudiantes de la Universidad de Rice. Años atrás, cuando estudiaba audiovisuales, había editado una película en su ordenador y había dejado el aparato en la mesa para ir a pedir un café; siempre había gente maja por allí que podía vigilarlo. Los usuarios de portátiles eran confiados.

Puede que El Turbio no apareciese con el dinero, y mucho menos con un ordenador. Ya había robado una camioneta que era el orgullo de alguien; así pues, también podía robar un ordenador. La vergüenza lo invadió. Pero si necesitaba algo, lo robaría. Estaba en juego su supervivencia.

Mientras entraba en el café se preguntó en quién se estaba convirtiendo.

Se puso las gafas de sol que había encontrado en la camioneta robada y se pasó la mano por el pelo negro, que ahora llevaba más corto. La tienda estaba llena, casi todas las mesas estaban ocupadas y un flujo constante de clientes compraba cafés para llevar.

En un mostrador situado a lo largo de la pared había una fila nueva de ordenadores con acceso a internet. No tendría que robar un ordenador, aquello era justo lo que necesitaba. Su próximo delito podía esperar.

Se compró un café e inspeccionó a la multitud. Nadie le prestaba atención. Era anónimo. Le dio la espalda a la habitación, notó el sudor que le bajaba por las costillas. Abrió un buscador en uno de los ordenadores. Era el único que estaba utilizando los sistemas del establecimiento, la mayoría de la gente se había traído su propio aparato.

Entró en Google y buscó «Joaquín Gabriel». Ninguna coincidencia total; había pocos hombres en este mundo que se llamasen así. Luego añadió «CIA» a los términos de búsqueda y obtuvo una lista de enlaces. Titulares de The Washington Post y de Associated Press.

«Las alegaciones del veterano espía son "erróneas", dice la CIA», y cosas por el estilo. La mayoría de los artículos eran de hacía cinco años. Evan los leyó todos.

Joaquín Gabriel había pertenecido a la CIA, antes de que el bourbon y la paranoia se apoderasen de él. Estaba encargado de identificar y de llevar a cabo operaciones internas para cazar a personal de la CIA que se había pasado al otro bando, trabajo conocido como cazatraidores. Gabriel había lanzado una serie de acusaciones cada vez más escandalosas en las que culpaba a colegas de la CIA de colaborar con grupos mercenarios de inteligencia imaginarios y de realizar operaciones ilegales tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Gabriel acusó a la gente equivocada, entre ésta algunos de los agentes más respetados y antiguos de la Agencia. Pero sus alegaciones fueron difíciles de creer debido a su alcoholismo y a la absoluta falta de pruebas. Se marchó repentinamente con una pensión del gobierno y sin hacer comentarios. Volvió a su ciudad natal, Dallas, y montó un servicio de seguridad para empresas.

¿Por qué su madre le confiaría sus vidas a este hombre, a un desgraciado alcohólico?

No tenía sentido, a menos que Gabriel acertase de pleno en su teoría. Grupos mercenarios de inteligencia, espías independientes, asesores; todo lo que dijo que era Jargo.

Por eso mamá acudió a Gabriel. Sabía que le creería; ella tenía la prueba que justificaría a Gabriel, la que rescataría su carrera.

Tuvo otra idea. Los nombres de los pasaportes de su padre: Petersen, Rendon, Merteuil, Smithson. «Tú tampoco sabes una mierda de tus padres.» Gabriel se refería a algo más que la vida habitual e inimaginable de sus padres antes de que él naciese, a algo más que a sus sueños y pensamientos ocultos. Se refería a algo más que a remordimientos de juventud, a esperanzas frustradas o a una ambición que nunca le hubiesen mencionado y dejasen morir en el olvido.

Petersen, Rendon, Merteuil, Smithson.

Primero buscó por Merteuil. La mayoría de los enlaces hacían referencia a Merteuil como el apellido de la maquiavélica y viciosa aristócrata de la novela francesa Las amistades peligrosas, de la que habían realizado varias adaptaciones cinematográficas, protagonizadas por actrices como Glenn Close o Annette Bening. Se preguntaba si significaba algo, un alias basado en el tramposo personaje. Luego encontró una referencia a una familia belga con ese apellido que había muerto hacía cinco años en las inundaciones del río Meuse. Los Merteuil muertos tenían los mismos nombres que su familia en los pasaportes belgas: Solange, Jean-Marc y Alexandre.

Rendon produjo muchísimos resultados, y precisó la búsqueda con su alias: David Edward Rendon. Encontró una página web creada para combatir la conducción bajo los efectos del alcohol en Nueva Zelanda y mostraba una larga crónica de gente muerta en accidentes como argumento candente para solicitar penas más duras. Una familia había muerto en un horrible choque en las montañas Coromandel, al este de Auckland, a principios de los años setenta. James Stephen Rendon, Margaret Beatrice Rendon y David Edgard Rendon. Los tres nombres de los pasaportes.

Buscó los nombres de los Petersen. La misma historia. Una familia que murió mientras dormía en un incendio en Pretoria por inhalación de humo.

Secuestraban familias muertas y él y sus padres se preparaban para suplantar sus identidades.

El café le subió desde el estómago como si fuese bilis.

La naturaleza de una buena mentira era abrazar la verdad. Él era Evan Casher y además se suponía que era Jean-Marc Merteuil, David Rendon, Eric Petersen. Cada nombre era una mentira esperando a ser vivida por toda su familia.

Excepto el único nombre que no coincidía con sus pasaportes falsos ni con los de su madre: Arthur Smithson.

La búsqueda de este nombre sólo produjo unos enlaces dispersos. Un Arthur Smithson agente de seguros en Sioux, Dakota del Sur. Un Arthur Smithson que enseñaba inglés en un colegio de California. Un Arthur Smithson que se había evaporado de Washington DC.

Seleccionó el enlace de una historia de The Washington Post.

Era una noticia sobre una desaparición sin resolver en la zona de Washington. Mencionaba el nombre de Arthur Smithson, así como muchos otros: adolescentes fugitivos, niños desaparecidos, padres en paradero desconocido. Entró en el enlace de Smithson y encontró una historia que se remontaba veinte años atrás:

SE SUSPENDE LA BÚSQUEDA DE

LA FAMILIA DESAPARECIDA

Por Federico Moreno, reportero

Hoy ha sido suspendida la búsqueda de una joven pareja de Arlington y de su hijo, a pesar de la insistencia del vecindario en lo extraño de que la pareja hubiera cogido los bártulos sin despedirse. Arthur Smithson, traductor free lance de veintiséis años; su mujer Julie, de la misma edad, y su hijo de dos meses, Robert, desaparecieron de su hogar de Arlington hace tres semanas. Preocupado tras varios días sin ver a la señora Smithson y al pequeño Robert jugar en el jardín, un vecino llamó a la comisaría de Arlington. La policía entró en la casa y no halló signos de forcejeo, y se encontró con que las maletas y la ropa de los Smithson habían desaparecido. Sus dos coches, sin embargo, seguían en el garaje.

«No tenemos razones para sospechar de un acto criminal -afirma Ken Kinnard, portavoz del departamento de policía de Arlington-. Nos encontramos en un callejón sin salida. No tenemos explicación de dónde están. Hasta que tengamos más información, no podemos proseguir la investigación.»

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