«La policía tiene que esforzarse más», protesta Bernita Briggs, su vecina. La señora Briggs aseguró que hacía de canguro para la señora Smithson desde que Robert había nacido y que la joven madre siempre la había tratado como su confidente y que no le había dado ningún indicio de que la familia planease marcharse de la zona.
«Tenían dinero, buenos trabajos-continúa la señora Briggs-. Julie nunca mencionó marcharse. Siempre me preguntaba qué cortinas y qué estampado escoger para el cuarto del niño. Tampoco se hubieran ido sin decírmelo. Julie siempre me decía que me preocupaba demasiado, y sabía que si simplemente cogían sus cosas y se marchaban yo estaría tremendamente preocupada. Ellos nunca me harían pasar un mal trago como ése. Es una chica muy buena.»
La señora Briggs relató a la policía que Smithson hablaba con fluidez francés, alemán y ruso, y que realizaba trabajos de traducción para el gobierno y para editoriales académicas. De acuerdo con los archivos de la Universidad de Georgetown, el señor Smithson se había graduado cinco años antes en francés y ruso. La señora Smithson trabajaba como civil en la Marina hasta que se quedó embarazada, momento en el cual dejó su trabajo.
La Marina no nos ha devuelto las llamadas que hemos hecho para preguntar sobre esta historia.
«Me gustaría que la policía me contara lo que realmente sabe -protesta la señora Briggs-, Es una familia maravillosa. Rezo por que estén a salvo y se pongan en contacto conmigo pronto.»
La historia archivada no mostraba ninguna foto de la familia Smithson. Ningún otro enlace indicaba que hubiese un seguimiento de la historia.
Otra familia muerta, como los Merteuil en Bélgica, como los Petersen en Sudáfrica y como los Rendon en Nueva Zelanda. Pero no habían muerto, simplemente se habían esfumado. A menos que este Smithson de Washington no fuese ahora el Smithson que vendía seguros en Dakota del Sur o el Smithson que enseñaba Shakespeare en Pomona.
¿Qué le había dicho Gabriel durante su violento viaje en coche saliendo de Houston?: «Te diré quién soy. Te diré quién eres tú». Evan pensó que estaba loco, pero quizá no lo estuviese.
Se quedó mirando el nombre del niño desaparecido: Robert Smithson. Aquel nombre no le decía nada.
Entró en un directorio de teléfonos en internet, introdujo el nombre de Bernita Briggs, y buscó en Virginia, Maryland y Washington DC. Le salió un número en Alexandria. ¿Se arriesgaría a llamar desde el teléfono móvil robado? El Albañil lo sabría, seguro que tenía acceso al registro de llamadas. No, era mejor esperar. Si El Albañil sabía que la llamaba podría ponerla en peligro.
Anotó el nombre de Bernita Briggs y se marchó, seguro de que el camarero no le quitaba los ojos de encima. Se preguntaba si era paranoia, si ésta se había apoderado de él y se había asentado en su mente, cambiando quien era para siempre.
La casa estaba situada en un extremo del distrito de las artes de Montrose, en una calle con casas más antiguas, la mayoría de ellas arregladas con orgullo, otras viejas y abandonadas. Evan pasó junto a la casa del hermanastro de El Turbio dos veces, luego aparcó dos calles más allá y fue caminando, con el petate colgado del hombro. La gorra y las gafas de sol lo hacían sentirse como un ladrón esperando a la puerta de un banco. En el jardín lleno de maleza había un cartel de «Se vende», y una funda llena de folletos esperando a ser recogidos por manos curiosas. Todas las cortinas de la casa estaban cerradas y se imaginaba a la policía esperando, o a Jargo entregándole una maleta llena de dinero a El Turbio, o a El Albañil y a los matones del gobierno sonriéndole a través de los encajes de las cortinas. Recordaba haber entrevistado aquí al hermanastro de El Turbio, Lawan, para El más mínimo problema; Lawan era un tipo inteligente y amable, callado cuando El Turbio gritaba, y diez años mayor que éste. Llevaba una panadería y su casa siempre olía a canela y a pan.
Evan esperó en la esquina de la calle, cuatro casas más abajo.
El Turbio llegaba diez minutos tarde. Llegó solo y caminó hasta delante de la puerta sin mirar a Evan. Éste lo siguió un minuto más tarde, abrió la puerta principal sin llamar. El interior de la casa olía ahora a polvo en lugar de a especias y a harina. Allí no vivía nadie.
– ¿Dónde está Lawan? -preguntó Evan.
El Turbio se puso junto a la ventana y echó un vistazo fuera para ver si alguien había seguido a Evan.
– Murió, hace dos meses. El sida se lo llevó.
– Lo siento mucho. Ojalá me hubieses llamado.
El Turbio se encogió de hombros.
– ¿Cuándo fue la última vez que me llamaste, sólo para ver cómo estaba?
– Sigo diciendo que lo siento.
– No tienes por qué hacerlo. Volvamos al tajo, hijo.
Evan esperó.
– He gorroneado un poco de pasta para ti. Pero si te cogen mantendrás mi nombre fuera de todo esto.
– ¿Por qué estás tan enfadado conmigo?
El Turbio encendió un cigarro.
– ¿Por qué crees que estoy enfadado?
– En la CNN te comportaste como si te hubiese timado. No hice mucho dinero con la película, Turbio . No soy Spielberg. No te prometí una carrera en la industria del espectáculo, no pude prometerte eso.
– Estar en tu película me hizo probar una vida mejor, Evan, mejor de la que tenía aquí. Mejor de la que podría haber tenido cuando traficaba. -Observaba a Evan entre el humo-. ¿Sabes? Cuando se estrenó El más mínimo problema quise incluso hacer una película. Intenté escribir un guión. Fui a clases. Pero ni siquiera pude enlazar dos escenas. No me dio la cabeza para eso.
– ¿Por qué no me lo dijiste? Te habría ayudado con el guión.
– ¿Ah sí? Creo que eras un muchacho blanco muy ocupado después del gran éxito de El más mínimo problema. Cuando te metes en tu trabajo no prestas tanta atención a la gente. Tienes razón, conseguí la libertad gracias a tu documental. Pero tú conseguiste tu carrera porque yo te dejé rodar mi historia. Ésa es una deuda que tampoco podrás pagarme.
– Turbio, lo siento. No tenía ni idea. Te lo debo, y te lo agradezco. Lo siento si no te lo dije antes.
El Turbio le ofreció la mano y Evan se la estrechó.
– Todo tu maldito mundo se reduce a deberle algo a otro tonto. Así que no pasa na, ahora estamos en paz. Si estaba enfadado… bueno, tú limitaste mis opciones profesionales.
– No te entiendo.
El Turbio se le acercó en la quietud de la casa.
– Por aquel entonces todavía pasaba droga, Evan. Sí, aquel cabrón de Henderson me tendió una trampa, puso la coca en mi coche. Pero un par de días antes llevaba kilos de coca en el maletero. Un montón más.
Evan se le quedó mirando fijamente.
– Realmente pensabas que era inocente, puro como la nieve. -El Turbio sacudió la cabeza-. Evan, yo tenía la nieve. -Se rió de su propio chiste-. Pero cuando hiciste la peli ya no pude seguir pasando más. Mi cara era demasiado conocida y yo soy el tío inocente con el que la policía se equivocó. Tú despertaste mi interés por las películas, pero no tengo ni puta idea de cómo hacerlas. Así que soy guardia de seguridad. Eso es todo lo que me dejaste. A veces, la libertad es como un callejón sin salida del que no puedes escapar.
– Lo siento, Turbio .
– No te preocupes más por eso.
Turbio le dio la maleta. Evan se sentó en el suelo y la abrió. Había unos cientos de dólares, todos en billetes usados de diez y de veinte.
– Cuéntalo. Son unos mil. Eso es todo lo que te puedo dejar.
– No necesito contarlo. Gracias.
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