– ¿Se parece Donna Casher a Julie Smithson?
– El pelo está diferente. Han pasado muchos años… pero sí, creo que es Julie. ¡Cielos, está muerta!
Parecía tan afligida como si Julie todavía fuese su vecina.
– Dios mío… -Evan procuró calmar su voz-: Señora Briggs, creo que mis padres eran los Smithson y que se metieron en problemas graves en aquella época y tuvieron que adoptar identidades nuevas. Esconderse de su pasado.
– ¿Eres tú? ¿El de la foto al lado de la suya?
– Sí, señora.
– Te pareces a tu madre. Eres la viva imagen de Julie.
Dejó escapar un suspiro.
– Gracias, señora Briggs.
– Aquí dice que te han secuestrado.
– Lo hicieron. Estoy bien. Pero no quiero que nadie sepa dónde estoy ahora.
– Debería llamar a la policía, ¿no? -Elevó la voz.
– Por favor, no llame a la policía. No tengo derecho a pedirle esto, y usted debería hacer lo que crea que está bien…, pero no quiero que nadie sepa dónde estoy, ni que sé cuáles eran los nombres de mi familia. Quienquiera que ha matado a mi madre puede que me mate a mí.
– Robert -hablaba como si se le rompiese el corazón-, espero que no sea una broma.
– No señora, no lo es. Pero si me llamaba Robert, nunca lo supe.
– Los dos te querían muchísimo -dijo conteniendo las lágrimas.
Evan sintió calor en la cara.
– Usted dijo que se conocieron en un orfanato. ¿Dónde?
– En Ohio. Dios, no recuerdo el nombre del pueblo.
– Ohio. Bien.
– Goinsville -dijo de repente con gran seguridad-. Ése es el pueblo. Bromeaba con eso, con no volver nunca a Goinsville. Era tan triste que ambos fuesen huérfanos… Recuerdo que siempre pensaba en eso en Navidad. Y se sentían tan felices de haberte tenido. Julie decía que no quería que tuvieses que soportar lo que ellos soportaron.
– Gracias, señora Briggs. Gracias.
Ahora la mujer lloraba en silencio.
– Pobre Julie.
– Me ha sido de enorme ayuda, señora Briggs. -Una terrible reticencia a colgar, a romper este pequeño eslabón con su pasado, sacudió a Evan-. Adiós.
– Adiós.
Evan colgó. Seguro que tenía identificación de llamada. Seguro que vio el número y llamaría a la policía ahora mismo. No le creerían, pero seguirían esa pista.
Goinsville, Ohio. Un sitio por donde empezar.
Smithson. ¿Por qué prepararía Gabriel un pasaporte con la antigua identidad de su padre? Probablemente esa información sobre quiénes habían sido los Casher era parte del pago. Puede que aquélla fuera la idea que Gabriel tenía de una broma.
Encontró el portátil del hermano de El Turbio guardado en el estante de un armario. Era un ordenador bonito y nuevo. Conectó en él su reproductor musical digital, se aseguró de que tenía los mismos programas de música que su portátil, y transfirió las canciones que le había enviado su madre el viernes por la mañana.
Buscó archivos nuevos. Ninguno, aparte de las canciones. Entró en cada carpeta y abrió todos los archivos para ver si algún programa que no hubiese visto podía descargar datos nuevos.
Nada. No tenía los archivos. Su madre había utilizado otro método para meter la preciada información de Jargo en el sistema, o simplemente el programa sólo se ejecutaba una vez. Quizás el sistema borraba la información o la ignoraba al copiar las canciones codificadas de nuevo.
Ahora no tenía nada con lo que luchar contra Jargo.
Salvo El Albañil.
El Turbio estaba viendo la tele abajo.
– ¿Me puedes dar el número que te dio esa señora Galadriel?
– Dile hola de mi parte -dijo El Turbio -. O no.
Evan volvió arriba. El Turbio lo siguió. Evan marcó el número.
Cuatro tonos.
– ¿Sí?
Respondió una señora muy agradable, tranquila y con acento sureño.
– ¿Eres Galadriel?
– ¿Quién llama?
– La verdad es que me interesaría más hablar con el señor Jargo, por favor.
– ¿Quién llama?
No iba a darles tiempo para que localizasen la llamada.
– Volveré a llamar en un minuto. Que se ponga Jargo.
Colgó y volvió a llamar pasados un par de minutos.
– Hola.
Ahora era una voz de hombre. Más mayor y cultivado.
– Soy Evan Casher, señor Jargo.
– Evan. Tenemos mucho de qué hablar. Tu padre me está preguntando por ti. Él y yo somos viejos amigos. He estado cuidando de él.
Jargo tenía a su padre. Evan se hundió.
– No le creo.
– Tu madre está muerta. ¿No crees que esta tragedia haría que tu padre apareciese y fuese corriendo hasta ti, si pudiese?
– Tú mataste a mi madre, hijo de puta.
Había recuperado la voz.
– Nunca le hice daño a tu madre. Eso fue cosa de la CIA.
– Eso no tiene sentido.
– Me temo que sí. Tu madre trabajaba para la CIA de vez en cuando. Encontró información que podría causar un daño irreparable a la agencia. Los enemigos de Estados Unidos creerían que nuestras operaciones de inteligencia estaban contra las cuerdas; esos archivos significarían el fin de la CIA. La CIA te matará para mantener en secreto esos archivos.
– No me importan los malditos archivos. Tú y tu hijo matasteis a mi madre.
Pausa.
– ¿Sabes que tengo un hijo?
– Sí. -Dejaría que ese cabrón creyese que tenía información que haría que Jargo se preocupase, que le hiciese preguntarse cuánto sabía-. Se llama Dezz.
– ¿Cómo sabes que es mi hijo?
Pensó que nombrar a El Albañil como fuente no sería prudente.
– Eso no importa. -Evan empezó a sentir bombear la sangre en la cabeza-. Déjame hablar con mi padre.
Al decir estas palabras, El Turbio se sentó en el suelo enfrente de él, con expresión de preocupación.
– Todavía no estoy preparado para eso, Evan -dijo Jargo.
– ¿Por qué?
– Porque necesito que me asegures que trabajarás con nosotros. Fuimos a aquella casa de Bandera para ayudarte, Evan, y tú nos disparaste y huíste.
– Dezz mató a un hombre.
Ahora El Turbio levantó una ceja.
– No. Dezz te salvó de un hombre que te estaba utilizando para librar su propia batalla contra la CIA. Luego la CIA te utilizaría a ti para atraparnos a nosotros y a tu padre. No eres más que un títere para ellos, Evan, y perdona mi dramatismo, y están preparados para derribarte sobre el tablero.
Encajaba con lo que le había dicho Gabriel, por lo menos un poco.
– Si te doy los archivos, ¿me darás a mi padre sano y salvo?
Casi creyó escuchar un mínimo suspiro de alivio de Jargo.
– Me sorprende escuchar que tienes esos archivos, Evan.
Los archivos eran reales, aquellas palabras lo confirmaban. Empezó a notar el sudor en el antebrazo y en los riñones. Ahora debía tener muchísimo cuidado.
– Mamá hizo una copia de seguridad y me hizo saber dónde estarían.
La mentira le salió con facilidad.
– Ah, era una mujer muy inteligente. La conocí durante mucho tiempo, Evan. La admiraba muchísimo. Quiero que sepas eso porque nunca, nunca podría hacerle daño a Donna. No soy tu enemigo. Tú y yo somos familia, en cierto modo. Respeto cómo te has protegido hasta ahora. Tienes mucho de tus padres.
– Cállate. Veámonos.
– Sí. Dime dónde estás y te llevaré junto a tu padre.
– No, yo elijo el lugar de reunión. ¿Dónde está mi padre?
– Confiaré en ti, Evan. Está en Florida. Pero puedo llevarlo hasta donde te encuentres.
Evan se lo pensó. Nueva Orleans estaba entre Florida y Houston, y conocía la ciudad, al menos la parte de Tulane, donde había pasado su infancia. Recordaba a su padre caminando por el zoo de Audubon, jugando a perseguirle por los verdes caminos del parque. Conocía el trazado. Sabía cómo entrar y cómo salir, y era un sitio muy concurrido.
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