Jeff Abbott - Pánico

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El vértigo y la incontenible alegría que sintió al despertar aquella mañana eran para Evan Casher la mejor prueba de que estaba profundamente enamorado. Sí, sin duda aquél era el inicio de una nueva y feliz vida que compartiría junto a Carrie, la joven responsable de aquel cambio sustancial en él. Sin embargo, un solo instante puede cambiar toda una vida: una llamada de su madre, apremiándolo a reunirse con ella de inmediato, iba a provocar un vuelco radical en la hasta entonces tranquila existencia de Evan. Para su horror, descubrirá que su madre ha sido asesinada, y sin tiempo siquiera para asumirlo, a punto estará de ser asesinado él también. Sólo la súbita intervención de un misterioso personaje, aparentemente surgido de la nada, le permitirá salvar la vida, al menos por esta vez…
No obstante, esto es sólo el principio de un peligroso viaje sin retorno, durante el cual Evan descubrirá que su vida hasta entonces no ha sido más que una sucesión de engaños y artificios donde nadie era quien aparentaba ser: empezando por sus propios padres y por la adorable Carrie, a la que, como pronto averiguará, en realidad no conocia en absoluto. Perseguido por un implacable traficante de información convencido de que posee unos valiosos documentos, Evan deberá salvar su vida y descubrir la verdad, consciente de que, esta vez, no tendrá una segunda oportunidad.

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En la calle se podía comprar de todo: drogas, sexo… ¿Por qué no munición?

Cerró los ojos. Pensó otras maneras de conseguir balas para una pistola en particular. Le vino a la cabeza una idea loca, completamente atrevida, pero jugaba con la única idea que se le ocurría factible de acuerdo con las destrezas y recursos de que disponía.

Evan se aventuró a salir a la húmeda madrugada. Llevaba bien clavada en la cabeza una gorra de béisbol que estaba en el asiento trasero de la camioneta robada. Compró el Houston Chronicle del domingo en una máquina de ventas situada delante de una decrépita cafetería. Su cara y la de su padre estaban en la portada de la sección metropolitana, una antigua foto publicitaria que le había sacado su madre después de que El más mínimo problema fuese nominado a los Óscar. En ella tenía el pelo más corto y unas gafas de niño tonto. No necesitaba gafas, pero había decidido que le daban un aspecto más inteligente, más artístico. Había sido una afectación superficial, y su madre le había tomado el pelo por tomarse a sí mismo tan en serio, y ahora se sentía avergonzado de ello. El periódico afirmaba que su padre también estaba desaparecido; no había ningún registro a nombre de alguien llamado Mitchell Casher que hubiese volado a Australia desde Estados Unidos la semana pasada. No había ninguna foto de Carrie, ni la mencionaban siquiera.

«Carrie está aquí conmigo», había dicho Dezz con su asquerosa y monótona voz. Evan no lo había creído. Si hubiesen secuestrado a Carrie estaría en los periódicos.

¿O no? Había dejado el trabajo. No estaba con él. ¿Quién la daría por desaparecida? Pero si se la hubieran llevado no habría podido llamarlo y advertirlo antes del ataque de Gabriel. ¿Dónde estaba, pues? ¿Escondida? Se moría de ganas de hablar con ella, de escuchar su voz tranquilizadora, pero no podía acercarse a ella, no podía meterla de nuevo en esto.

Dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo. Las cabinas telefónicas eran una raza en extinción ahora que todo el mundo llevaba un móvil encima, pero encontró una dos bloques más abajo, en una pequeña tienda de alimentación donde el aparcamiento olía a la cerveza del sábado por la noche. Un niño desgarbado estaba cerca de los teléfonos, mascando una pajita de picapica con sabor a uva, mirando a Evan con la desconfianza y la arrogancia de un guardia de prisiones.

«O puede que sí.» Evan cogió un teléfono y metió las monedas necesarias.

– Toi ejperando una llamada importante en ese teléfono -dijo el chico medio murmurando y mirando a Evan de reojo.

– Entonces comunicará durante un minuto.

– Búscate otro teléfono, tío -sugirió el niño.

Evan se le quedó mirando. Quería partirle la boca al niño con la sonrisa sarcástica y decirle: «si quieres follón hoy, has escogido al tipo equivocado». Pero luego decidió que no necesitaba otro enemigo. Como director había aprendido una cosa: todo el mundo quiere aparecer en una película.

Evan no sonrió porque la sonrisa no siempre era una buena divisa.

– ¿Eres empresario?

– Sí, ése soy yo. Soy un puto magnate.

Evan agarró la Beretta que guardaba en la parte de atrás de sus vaqueros, bajo la camisa, y la acercó al estómago plano del niño. El niño se quedó helado.

– Cálmate. No está cargada -explicó Evan-. Necesito balas. ¿Me las puedes conseguir?

El niño resopló profundamente.

– Tío, que te den dos veces. Podría haberlo hecho si no hubieses sido tan idiota ahora mismo.

– Entonces haré mi llamada.

Evan volvió a poner los dedos en el teclado mugriento.

– Espera, espera. ¿Qué es esto? -El niño se puso de espaldas a la calle y examinó la pistola. Evan la sujetaba con fuerza-. Beretta 92FS… ¡sí! Supongo que me puedo hacer con un par de bonitos cargadores para ti. Un amigo de un amigo. En efectivo.

– Por supuesto.

– Déhame hacer una llamada con tus monedas -le solicitó el niño.

Evan le dio el auricular. El niño marcó los números con fuerza, habló muy bajito, se rió una vez y colgó.

– Una hora. Estate aquí. Cuatro cargadores. Doscientos dólares.

No sabía los precios de la munición, pero el importe era mayor del que pensaba. Pero la calle no hacía preguntas.

– No necesito tanta munición.

– No negociaré con menos. Si no, no vale la pena levantarse de cama, tío.

Evan no tenía doscientos dólares, pero le dijo:

– Volveré en una hora.

El niño saludó con la cabeza ahora que era su cliente. Se fue deambulando a través del aparcamiento, sacó una pajita de picapica del bolsillo, rompió la parte de arriba del envoltorio y vertió el picapica morado en la lengua.

Evan caminó cuatro bloques hasta que encontró otra pequeña tienda. Llevaba puestas las gafas de sol que había encontrado en la camioneta robada y compró tinte para el pelo, un par de tijeras, un café gigante y tres tacos para desayunar, llenos de huevos esponjosos, patatas y chorizo picante. Esto no lo acercaba más a los doscientos dólares. Se tragó el impulso de enseñarle a la dependienta la pistola que guardaba en la parte de atrás de los pantalones para ver si esto le daba los doscientos dólares. La empleada le cobró y lo observó mientras le daba el cambio.

Evan sintió un miedo atroz. ¿Era paranoia suya?

Volvió corriendo al hotel y se encerró. Devoró los tacos de desayuno y se acabó el café solo mientras leía las instrucciones para teñirse el pelo. Únicamente le llevaría treinta minutos fijarse el color.

Se cortó el pelo; los mechones caían en el lavabo. Nunca se lo había cortado él mismo, y tenía un aspecto horrible hasta que murmuró: «Que le den a la vanidad», y se hizo un corte al estilo militar que no le quedó tan mal. Se quitó el pequeño aro de la oreja izquierda. El pendiente ya era demasiado juvenil para él; era hora de crecer. Luego se tiñó el pelo sentado en el suelo del baño, refinando su plan mientras que le cogía el color oscuro. Cuando se vio en el espejo se rió, pero al fin y al cabo le sería útil. No era exactamente como la foto del papel, pero aún parecía él mismo.

Le quedaban unos ochenta pavos y faltaban veinte minutos para que el niño apareciese con la munición. Volvió a la tienda en la que lo había conocido y aparcó en el extremo del aparcamiento salpicado de aceite. Entró en la tienda. Una señora mayor estaba comprando zumo de naranja y una lata de cerdo con alubias. La mujer se fue arrastrando los pies. Evan esperó hasta que estuvo fuera y se acercó a la dependienta. Ésta movía la cabeza al ritmo de una misa dominical de la iglesia evangélica y sorbía café. Era una señora mayor, agria y con un ojo extraviado.

– Discúlpeme señora. Ese chico que anda por ahí donde está el teléfono -dijo Evan-, el Señor picapica. ¿Es un problema para usted?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Me advirtió que no utilizase el teléfono. Apuesto a que lo usa para asuntos de drogas.

– No compra las suficientes pajitas de picapica como para sacarme de pobre.

– Así que si consigo que deje de aparecer por aquí, ¿no le romperé el corazón? ¿No sentirá que tiene que llamar a la policía ahora mismo?

– No quiero problemas.

– Nunca se enterará.

– ¿Por qué le importa lo que está haciendo?

– Mi tía acaba de mudarse al final de la calle y ese niño se hizo el lístillo con ella mientas usaba el teléfono. Una señora mayor debería poder hacer una llamada de teléfono sin que la joroben.

– Pues dígaselo a la policía.

– Eso es una solución temporal. La policía viene, pero después se va. Mi idea es de más larga duración.

La dependienta lo estudió.

– ¿Qué va a hacer?

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