Charles Sheffield - Las crónicas de McAndrew

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Como Newton en el siglo XVII o Eintein en el XX, McAndrew es el genio indiscutido de la física del siglo XXII. Los
, minúsculos agujeros negros cargados y en rotación, no tienen secretos para quien ha descubierto la forma de usarlos como fuente de energía. Su dominio de la ciencia y un sin par sentido práctico le llevan a inventar los más sorprendentes artilugios como la primera nave interestelar sin efectos de inercia. La pilota su compañera, la capitana Jeanie Roker y juntos explorarán a fondo el sistema solar interior, el Halo de cometas que le rodea y llegarán a viajar a Alfa Centauro, en medio de las más sorprendentes situaciones.
Seguir a McAndrew en sus aventuras es adentrarse con gran amenidad en un mundo de brillante especulación y saborear las delicias de la inteligencia.

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—De ningún modo. —Me incliné hacia adelante, hasta que nuestros rostros quedaron muy próximos—. Es nuestra nave. Nos hemos dejado la piel en ella. Si creen que con una simple llamada van a poder deshacerse de Mac y de mí sin consultar siquiera, y dejarnos…

—Jeanie, también la quieren a usted. —Limperis se apartó hacia atrás. Hablaba con tanto nerviosismo que le estaba escupiendo saliva sin darme cuenta—. A los dos. Las órdenes son muy claras. Quieren que usted y McAndrew vayan en la nave.

—¿Y para qué?

—Para una misión suya. —Se mostró impotente—. Una misión tan secreta que ni siquiera se molestaron en decirme nada.

Ése fue el primer impacto. Los demás fueron llegando mientras McAndrew y yo partíamos del Instituto Penrose hacia la Sede General del Consejo de Alimentos y Energía.

El Instituto había sido emplazado cerca de la órbita de Marte. Con el Hoatzin, y su propulsión de cien g, o incluso con los cincuenta g de prototipos como el Merganser, podríamos haber estado en la Tierra en medio día. Pero el profesor Limperis seguía insistiendo en que la impulsión de McAndrew no se utilizara dentro del Sistema Interior, y el mismo Mac apoyaba sin reservas la decisión. Nos tuvimos que conformar con un lento cascarón y una travesía de diez días.

La sorpresa número uno surgió poco después de haber partido del Instituto. Había imaginado que realizaríamos una misión confidencial para el departamento de Energía del Consejo de Alimentos y Energía. Anteriormente ya habíamos trabajado juntos en proyectos de alta energía, y sabía que McAndrew era todo un experto en el tema. Pero nuestra documentación de viaje nos ordenaba presentarnos en el Departamento de Alimentos. ¿Para qué diablos necesitaban los programas alimentarios un físico teórico, una capitana espacial y una nave de alta aceleración?

Cuando estábamos a tres días de la Tierra nos sacudió otra sorpresa. La información llegó mediante una breve orden impersonal que no podía ser comentada ni cuestionada. Yo no sería la capitana de la nueva misión. Pese a que en todo el Sistema no había quien tuviese más experiencia que yo con la impulsión de McAndrew, las órdenes me serían dadas por un funcionario del Departamento de Alimentos. Aún me enfurecí más cuando a dos días de la Tierra supimos el resto. McAndrew y yo seríamos «asesores especiales», que dependeríamos de una tripulación del Consejo de Alimentos y Energía. En esta misión, tendríamos tanto poder de decisión como el robochef. De capitana, había descendido a grumete.

En mi caso, tal vez hubieran hecho lo correcto. Algunos tienen más experiencia que yo en el espacio —aunque no mucha—, y podría decirse que mi talento no es más que una serie de triquiñuelas para sobrevivir y mantenerme al margen de problemas. Pero con McAndrew, la cosa era distinta. Relegarlo al mero papel de aportar información suponía una rematada ignorancia, o una arrogancia intolerable.

(De acuerdo, soy fan de McAndrew; no voy a negarlo. Cuando regresara a la Tierra ya me las vería con los burócratas del Departamento de Alimentos.) Necesitaba hablar de esto con alguien, pero no podía contar con Mac. No estaba interesado en discutir sobre temas que no fueran técnicos. Se había retirado como de costumbre a su mundo privado de tensores y torsores, y pese a mi respetable preparación científica no podía seguir ni uno solo de sus razonamientos. Durante la mayor parte del viaje permaneció en su litera, con la mandíbula colgando, totalmente a gusto, contemplando la pared vacía y ejecutando la invisible gimnasia mental que le había valido su reputación.

Esa clase de disquisiciones excede a mi capacidad. Yo me pasé el tiempo rumiando mi indignación; cuando llegamos a las oficinas del Consejo, estaba que echaba chispas.

En toda la estructura gubernamental del Sistema no hay organismo que tenga más presupuesto ni personal que el Departamento de Alimentos. El lujo de sus oficinas contrastaba con el mobiliario espartano de nuestro Instituto. Nos condujeron a través de cuatro lujosos despachos exteriores, cada uno de los cuales tenía sus propias secretarias y procedimientos de control. Donde hay amplio espacio de trabajo suele haber prestigio y poder. La sala donde por fin terminamos albergaba una mesa de conferencias para unas cuarenta personas.

Ante el inmenso escritorio había una sola persona, una mujer. Observé su atuendo elegante, sus ojos espléndidamente maquillados y sus cabellos peinados con esmero. De pronto me sentí insignificante y fuera de lugar. Mac y yo estábamos vestidos con ropa de trabajo espacial, en monos de color tostado y con calzado cómodo. Yo llevaba el cabello muy corto, y Mac lucía desordenadamente su escaso pelo sobre la frente alta. Ninguno de los dos nos habíamos maquillado.

—¿Profesor McAndrew? —Se puso de pie y nos sonrió. La miré con ceño severo—. Y supongo que usted es la capitana Roker. Quiero disculparme por haberos tratado con tanta rudeza. Habéis hecho un largo viaje hasta aquí sin ninguna explicación adecuada.

Buena táctica para desarmarnos; la que cabe esperar de alguien con experiencia política, o de un burócrata de alto rango. Pero su sonrisa era amplia y amistosa. Se acercó y nos tendió la mano regordeta. Al estrecharla, observé su aspecto más cíe cerca: unos treinta y cinco años, y algo excedida de peso. Tal vez esta incómoda situación no fuese por su culpa. Reprimí mi enojo y musité un saludo convencional.

Nos indicó que tomáramos asiento.

—Soy Anna Lisa Griss —prosiguió—. Directora de programas del Departamento de Alimentos. Bienvenidos a la Sede General. Dentro de unos minutos estarán con nosotros los demás miembros, pero ante todo quisiera indicaros la necesidad de mantener la mayor reserva. Lo que oigáis aquí no podrá ser comentado con nadie fuera de esta sala sin mi permiso. Bueno, vayamos al grano sin más preámbulos.

Daba la impresión de un control absoluto. Mientras hablaba, se atenuaron las luces y al otro lado de la sala apareció una imagen en la pantalla. Mostraba una columna de años calendario, y a su lado dos columnas de cifras.

—Reservas totales de alimentos del Sistema, actuales y proyectadas —anunció Griss—. Mirad la tendencia, es una escala logarítmica, y luego observad con atención el comportamiento previsto para los treinta próximos años.

Todavía trataba de asimilar los primeros números cuando McAndrew se llevó la mano al rostro.

—Ridículo —comentó—. Muestra una disminución con factor de dos en menos de tres décadas. ¿En qué se basa semejante proyección?

Si se sorprendió ante la rapidez de la respuesta, no lo demostró.

—Hemos incluido patrones de población, superficies disponibles, rendimientos agrícolas y capacidad de producción sintética. ¿Queréis conocer detalles?

McAndrew movió la cabeza.

—Los detalles no interesan. Lo que se ve en la pantalla es hambre y desastre.

—Así es. Por eso estáis aquí. —La mujer reguló las luces para crear un tenue efecto de complicidad, y habló en el mismo tono—. Ya podéis imaginaros la repercusión que esto tendrá cuando sea de dominio público, sobre todo si a nadie se le ocurre una salida. Aunque los datos no se refieren a un futuro inmediato, se prevé que haya acaparamientos, y hasta guerras de alimentos.

Sentí que me invadía la indignación. Desde hacía tiempo se venían oyendo rumores de que en el futuro podría haber una importante escasez de alimentos en el Sistema. Y una y otra vez la Administración lo había negado, calificando de alarmistas los tétricos pronósticos.

—Si las proyecciones son correctas, no se podrán mantener en secreto —dijo—. La gente tiene derecho a estar informada para poder hallar soluciones.

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