—Sí —aseguró Mac—. ¿Pero qué hacernos con él? La Invocación de Sturm no sirve para los pobladores del Arca.
Tal como había imaginado, Wicklund constituía una tremenda complicación.
Avancé y me detuve ante él.
—¿Aún quieres venir con nosotros?
Se humedeció la lengua con los labios y asintió.
—A la compuerta. —Entramos y cerré la puerta interior.
—No seáis tontos. —Era la voz de Kleeman, esta vez con una nueva expresión inquietante—. No tiene ningún sentido que os sacrifiquéis al espacio. McAndrew, usted es un hombre racional. Regrese y discutiremos el asunto. No desperdicie su potencial con una muerte insensata.
Miré rápidamente a través del visor de la compuerta exterior. La cápsula seguía allí, tal como la habíamos dejado. Wicklund miraba horrorizado. Hasta no oírselo decir a Kleeman, no se le había ocurrido que fuésemos a enfrentarnos a la muerte en el vacío.
—¡Mac! —dije con tono imperioso.
Asintió. Cogió suavemente a Wicklund por los hombros y le hizo volverse hasta que quedaron de frente. Me acerqué por detrás y enterré los dedos con fuerza en los centros nerviosos de la base de su cuello. En dos segundos, el joven perdió el conocimiento.
—¿Listo, Mac?
Hizo un gesto afirmativo. Comprobé que Wicklund tuviese los párpados cerrados y que su respiración fuese superficial. Seguiría inconsciente durante un par de minutos más, con el pulso lento y las necesidades de oxígeno reducidas al mínimo.
McAndrew se detuvo ante la esclusa exterior, listo para abrirla. Cogí el silbato de la solapa de mi chaqueta y soplé con intensidad. El triple tono oscilante resonó a través de la compuerta. El uso indebido de cualquier Invocación de Sturm, fuese hablada, silbada o electrónica, se castigaba severamente. Yo nunca la había invocado hasta entonces, pero todo aquel que se internaba en el espacio, aunque sólo hiciese un corto viaje de la Tierra a la Luna, debía recibir la programación de la supervivencia espacial de Sturm, aunque sólo llegara a usarla una persona entre un millón. Me detuve en la compuerta, ansiosa por ver qué me sucedía.
La sensación fue extraña. Seguía teniendo control de mis actos, pero también percibía una nueva serie de actividades involuntarias. Sin ninguna decisión consciente de hacerlo, me encontré respirando hondo, hiperventilándome a grandes bocanadas. El ritmo de parpadeo se había invertido. En lugar de mantener los ojos abiertos y pestañear rápidamente para humedecer y limpiar el globo ocular, ahora tenía los párpados cerrados, salvo durante unos instantes. Vi la compuerta y el exterior como fugaces instantáneas.
La Invocación de Sturm tuvo idéntico efecto sobre McAndrew. Su programación profunda iba preparándolo para exponerse al vacío. Cuando hice una señal, abrió la compuerta exterior. El aire desapareció en una oleada de vapor helado. Mis párpados se abrieron una fracción de segundo y vi la cápsula sobre la torre de aterrizaje. Para llegar a ella tendríamos que atravesar sesenta metros de vacío interestelar. Y debíamos arrastrar el cuerpo inconsciente de Sven Wicklund.
Por alguna razón, había imaginado que la programación de Sturm para el vacío me haría insensible al dolor. Era ilógico, pues si así fuera uno podría lesionar permanentemente el organismo con mucha facilidad. Sentí la agonía de la expansión a través de los intestinos, mientras el aire se fugaba por todas las cavidades de mi cuerpo. La boca ejecutaba un bostezo automático, y vaciaba las trompas de Eustaquio para proteger los tímpanos y el delicado oído interno. Los ojos cerrados impedían que los globos oculares se congelaran. Apenas se abrían para guiar los movimientos de mi cuerpo.
Sosteniendo a Wicklund entre ambos, McAndrew y yo nos lanzamos a las simas abiertas del espacio. Diez segundos más tarde llegamos a la torre de aterrizaje, a unos treinta metros sobre el suelo. Sturm no había podido lograr que un ser humano se sintiera cómodo en el espacio, pero había conseguido establecer una serie de movimientos naturales que correspondían a un medio de cero g. Y eran necesarios, pues si no acertábamos con la torre, no habría otro punto de aterrizaje en años luz.
El metal de la torre estaba a varios cientos de grados bajo cero. Nuestras manos se hallaban desprotegidas, y sentí el desgarramiento de la piel a cada contacto. Tal vez ése fue el peor dolor. La sensación de que era una pelota excesivamente inflada y a punto de reventar no dolía. ¿Qué era?
Para describirla haría falta la misma capacidad que para definir la visión a un ciego. Lo único que puedo decir es que una sola vez en la vida es más que suficiente.
Treinta segundos en el vacío, y aún estábamos a quince metros de la cápsula. Percibía las primeras sensaciones de anoxia, el primer momento de pánico. Cuando nos dejamos caer en la cápsula y cerramos la portezuela de un golpe, sentí que a mi alrededor flotaban nubes negras y que oscuras nebulosas moteaban el brillante campo estelar.
La cápsula del transbordador no tenía una verdadera compuerta de aire. Cuando conecté la provisión de aire, todo el interior comenzó a llenarse de oxígeno tibio. A medida que la concentración se fue aproximando a la de la atmósfera, sentí que algo se desconectaba bruscamente dentro de mí. El parpadeo volvió a su ritmo habitual, la boca se me cerró, y los manchones negros comenzaron a fragmentarse.
Encendí el impulsor del transbordador para recorrer los cincuenta kilómetros que nos separaban del Hoatzin y miré rápidamente a los otros dos. Wicklund seguía inconsciente, con los ojos cerrados pero respirando normalmente. Había resistido bien. McAndrew no lo estaba tanto: le salía sangre por las comisuras de la boca y apenas estaba consciente. Cuando nos introdujimos en la cápsula debió estar mucho más cerca del colapso que yo, pero así y todo no había soltado a Wicklund.
Sentí una oleada de irritación. Me había asegurado que reemplazaría el pulmón lesionado después de nuestro último viaje, pero estaba más que segura de que no lo había hecho. Esta vez yo me encargaría de que se operara, aunque tuviese que llevarlo al quirófano con mis propias manos.
Comenzó a toser débilmente y sus ojos se abrieron. Cuando vio que estábamos en la cápsula y que Wicklund yacía entre los dos, sonrió brevemente y dejó que sus párpados volvieran a cerrarse. Llevé la impulsión al máximo y noté por primera vez que me salía sangre de la mano izquierda. Las palmas y los dedos eran carne viva; la piel había quedado pegada al gélido metal de la torre de aterrizaje. Busqué el pequeño botiquín de la cápsula. El tratamiento de fondo debería esperar a que estuviéramos en el Hoatzin. La carne sustituía era de un color amarillo brillante, como mostaza espesa, pero eliminaba el dolor. La esparcí por mi mano, y luego hice lo mismo con McAndrew. Su rostro comenzaba a encenderse con el rojo ardiente de los capilares rotos, e imaginé que yo debía tener el mismo aspecto. Eso no era nada. Lo que no me gustaba era la sangre que le chorreaba por el uniforme azul.
Wicklund se había despertado. Frunció el rostro y se llevó las manos a la orejas. Debía sentir un retumbo ensordecedor. Cuando llegáramos al Hoatzin tendríamos que ocuparnos también de eso.
—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó maravillado.
—A través del vacío. Perdón por haberte dejado inconsciente, pero no creo que hubieras podido atravesar el vacío consciente.
Volvió la mirada lentamente hacia McAndrew.
—¿Está bien?
—Espero que sí. Tendremos que examinarle el pulmón, que parece lesionado. ¿Me ayudarás?
Asintió, y luego miró la esfera del Arca, que se desvanecía a nuestras espaldas.
—Ya no nos podrán atrapar, ¿verdad?
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