Para Terri esa declaración era una repetición de algo que Scott había dicho en muchas discusiones «de familia».
– ¿Pero ella podría estar con alguien a quien ustedes no conocen? -Tanto la madre como el novio negaron con la cabeza-. ¿Podría ser que tenga algún novio secreto que les haya ocultado?
– No -aseguró Scott-. Yo habría notado alguna señal.
Seguro, pensó Terri. Esto no lo dijo en voz alta, pero hizo una anotación en sus papeles.
Mary se recompuso un poco y trató de responder de manera menos lacrimógena. Pero su miedo hacía que la voz le temblara.
– Cuando finalmente pensé en ir a su habitación, ya sabe, para ver si tal vez había alguna otra nota o algo que pudiera darnos una pista, vi que su oso había desaparecido. Un osito de peluche llamado Señor Pielmarrón. Duerme con él todas las noches…, es como un amuleto que le da seguridad. Su padre se lo dio no mucho antes de morir, y jamás se iría a ninguna parte sin él…
Demasiado sentimental, pensó Terri. Jennifer, llevarte ese osito de peluche ha sido un error. Tal vez el único, pero un error al fin y al cabo. De otra manera habrías tenido veinticuatro horas en lugar de las seis que has logrado conseguir en el mejor de los casos.
– ¿Hay algo en particular que haya ocurrido en los últimos días que hiciera que Jennifer tratara de huir? -preguntó-. ¿Una gran pelea…, tal vez algo que pasara en el instituto?
Mary Riggins sólo sollozó. Scott West respondió rápidamente:
– No, detective. Si usted está buscando algún hecho externo por mi parte o por la de Mary que pudiera haber incitado este comportamiento en Jennifer, puedo asegurarle que no existe. Ninguna pelea. Ninguna exigencia. Ningún capricho de adolescente. No estaba castigada sin salir. Es más, todo ha estado totalmente tranquilo por aquí las últimas semanas. Yo pensaba, igual que su madre, que tal vez habíamos llegado a buen puerto y que las cosas iban a calmarse.
Eso era porque estaba planeando algo, pensó Terri. En la cascada de palabras pretenciosas con las que Scott se justificaba, Terri creyó que había al menos una mentira y tal vez más. Sabía que tarde o temprano la iba a encontrar. Si conocer la verdad iba a ayudarla a localizar a Jennifer o no, era algo completamente diferente.
– Es una adolescente con muchos problemas, detective. Es muy delicada e inteligente, pero está profundamente perturbada y confundida. Le he insistido en que debe buscar algún tratamiento, pero hasta ahora…, bueno, usted sabe lo terco que puede ser un adolescente.
Terri lo sabía. Sólo que no estaba segura de que la terquedad fuera el verdadero tema.
– ¿Cree que puede haber algún lugar específico adonde podría haber ido? ¿Un pariente? ¿Un amigo que se haya mudado a otra ciudad? ¿Alguna vez habló de querer ser modelo en Miami, o convertirse en actriz en Los Ángeles, o trabajar en un barco pesquero en Louisiana? Cualquier cosa, por remota e insignificante que parezca, podría brindar una pista que intentaríamos seguir.
Terri había hecho estas preguntas las dos veces anteriores en que Jennifer se había escapado. Pero en ninguna de esas otras dos ocasiones Jennifer se las había arreglado para ganar tanto tiempo como esa noche. Tampoco había ido muy lejos las otras veces; unos tres o cuatro kilómetros la primera; al siguiente pueblo la segunda. Esta ocasión era diferente.
– No, no… -respondió Mary Riggins, retorciéndose las manos y buscando otro cigarrillo. Terri vio que Scott trataba de detenerla poniéndole la mano sobre el antebrazo, pero ella lo apartó con un ligero movimiento, cogió el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo de manera desafiante, aun cuando había un cigarrillo a medio fumar echando humo en el cenicero.
– No, detective. Mary y yo hemos tratado de pensar en alguien o en algún sitio, pero no se nos ha ocurrido nada que pueda ser de ayuda.
– ¿Falta dinero? ¿Tarjetas de crédito?
Mary Riggins estiró la mano hacia abajo y levantó un bolso del lugar donde había quedado abandonado en el suelo. Lo abrió y sacó una cartera de cuero, de donde dejó caer tres tarjetas para la gasolina, una American Express azul y una tarjeta Discover, junto con un carné de socia de la biblioteca local y una tarjeta de descuento del supermercado del barrio. Las cogió una por una, luego registró nerviosamente cada compartimento de la billetera. Antes de que levantara la vista, Terri ya sabía la respuesta a su pregunta.
Terri asintió con la cabeza, pensativa.
– Voy a necesitar la foto más reciente que tenga -dijo.
– Aquí tiene -respondió Scott, mientras le alcanzaba algo que obviamente ya tenía preparado.
Terri cogió la fotografía y le echó un vistazo. Una adolescente sonriente. ¡Vaya mentira!, pensó.
– También tengo que ver su ordenador -continuó Terri.
– ¿Por qué quiere usted…? -empezó Scott.
Pero Mary Riggins le interrumpió:
– Está sobre su mesa. Es un ordenador portátil…
– Podría haber algún problema de invasión de la privacidad en esto -intervino Scott-. Quiero decir, Mary, ¿cómo le vamos a explicar a Jennifer que simplemente permitimos que la policía cogiera su…?
Se detuvo. Terri pensó: Por lo menos se da cuenta de que parece tonto. Aunque tal vez, más que tonto, está preocupado por algo. Entonces, abruptamente, hizo una pregunta que probablemente no debió haber hecho:
– ¿Dónde está enterrado su padre?
Se produjo un breve silencio. Hasta el casi constante sollozo que venía de Mary cesó en ese momento. Terri vio que Mary Riggins se ponía tensa, estirándose como si lo que quería decir necesitara una inyección de fuerza o de orgullo entre los omoplatos que corriera por su espina dorsal.
– En North Shore, cerca de Gloucester. Pero ¿qué importancia tiene eso?
– Ninguna, probablemente -replicó Terri. Pero interiormente, se dijo: Ese sería el lugar al que yo iría si fuera una adolescente enfadada y deprimida, inundada por una abrumadora necesidad de irme de casa. ¿No querría hacer una última visita para despedirse de la única persona que, según ella creía, realmente la había querido antes de comenzar su huida? Sacudió un poco la cabeza, un movimiento tan leve que nadie en la habitación se dio cuenta. Un cementerio, pensó, o si no, Nueva York, porque ése es un buen lugar para empezar el proceso de perderse de vista.
Al principio, pocos de los invitados prestaron atención a las imágenes silenciosas de la enorme pantalla montada en la pared del lujoso ático que daba al parque Gorki. Era una repetición de un partido de fútbol entre el Dinamo de Kiev y el Locomotiv de Moscú. Un hombre que lucía un gran bigote estilo Fu Manchú alzó la mano, e hizo una seña para que todos en la sala callaran; alguien bajó el volumen de la vibrante música tecno que salía de media docena de bafles escondidos en distintas paredes. Llevaba un costoso traje negro, con camisa de seda color púrpura desabotonada y joyas de oro, incluido el indispensable Rolex en la muñeca. En el mundo moderno, donde los gánsteres y los hombres de negocios tienen con frecuencia el mismo aspecto, podía haber sido cualquiera de esas dos cosas, o tal vez las dos. Junto a él, una esbelta mujer probablemente veinte años menor que él, con el pelo y las piernas de una modelo, vestido de noche de lentejuelas suelto, que hacía poco por ocultar su figura andrógina, dijo primero en ruso, luego en francés y posteriormente en alemán: «Nos hemos enterado de que se va a presentar la nueva temporada de nuestra serie favorita en la web, y empieza esta noche. Seguramente va ser de gran interés para muchos de ustedes».
No dijo más. El grupo se amontonó frente al televisor, sentados en cómodos sillones o instalados en sillas. Un gran comando en forma de flecha que decía «play» apareció en la pantalla y el anfitrión movió un cursor sobre la flecha e hizo clic con el ratón. De inmediato se oyó música: La oda a la alegría de Beethoven se escuchó en un sintetizador. Esto fue seguido por una imagen de Malcolm McDowell muy joven con un cuchillo, en el papel de Alex en La naranja mecánica, de Stanley Kubrick. La imagen dominaba la pantalla. Llevaba un traje blanco, el ojo maquillado, botas con tachuelas y un sombrero hongo negro, que la colaboración entre artista y director habían hecho famoso a comienzos de los años setenta. Esta imagen provocó aplausos de algunas personas mayores entre los asistentes a la fiesta, quienes recordaban el libro, recordaban la actuación y recordaban la película.
Читать дальше