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John Katzenbach: El profesor

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John Katzenbach El profesor

El profesor: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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Hizo un último control, asegurándose de que no había olvidado nada. Apenas le tomó unos segundos desatornillar las matrículas. Pensaba tirarlas en una laguna cercana. Luego se quitó toda la ropa. La amontonó, la empapó con combustible y la arrojó al interior de la furgoneta. Tembló cuando el frío lo envolvió y luego encendió su bomba casera y la lanzó por la puerta abierta de la furgoneta. Dio media vuelta y empezó a correr. Sus pies aplastaban la grava y la tierra apisonada mientras rogaba no encontrar algún trozo de vidrio que le lastimara la planta de los pies. Detrás oyó un ruido sordo cuando la bomba casera estalló.

Disminuyó la velocidad, miró una sola vez por encima del hombro para asegurarse de que la furgoneta robada estuviera envuelta en llamas. Amarillas lenguas de fuego salían en rizos por las ventanillas y las primeras nubes de humo gris y negro se elevaban al cielo. Satisfecho, Michael retomó el ritmo. Quería reírse a carcajadas… Le habría encantado escuchar a algún testigo accidental, conmocionado y casi sin poder hablar, mientras trataba de explicarle a un policía escéptico que había visto a un hombre desnudo corriendo en la oscuridad y alejándose de una furgoneta que acababa de explotar.

Todavía podía sentir el fuego con su embriagador e inevitable olor a quemado flotando en la brisa ligera de la noche. ¿Quién era en la película?, se preguntó de pronto. El coronel Kilgore: «Me encanta el olor del napalm por la mañana». Bien, pensó, por la noche resultaba igualmente atractivo y significaba lo mismo: Victoria.

Sus ropas lo estaban esperando en el asiento del conductor de su maltrecha y vieja camioneta. Las llaves estaban debajo del asiento, donde las había dejado. Arriba había un pequeño paquete de toallitas desinfectantes. Él prefería las que usan los ancianos con hemorroides. Estaban menos perfumadas que otras, pero eliminaban rápidamente los restos de olor a gasolina. Abrió la puerta, y a los pocos segundos se había frotado todo el cuerpo con las toallitas húmedas. Tardó sólo un minuto en ponerse los vaqueros, la camiseta y la gorra de béisbol. Echó una última mirada alrededor. Nadie. Tal como esperaba. A cien metros, oculta detrás del edificio, pudo ver una espiral de humo, como un color más pálido de la noche, que subía al cielo mientras un fuego brillaba abajo.

Se sentó detrás del volante, puso la camioneta en marcha. Inhaló profundamente olfateando el interior… Como era de esperar, el olor de la gasolina había desaparecido, aniquilado por las toallitas higiénicas. De todas maneras, sacó de la guantera un aerosol para quitar los olores y roció todo el interior. Probablemente aquélla era una precaución que no necesitaba tomar, pensó. Pero si era detenido por un policía por exceso de velocidad o por no parar en alguna señal de stop, o por no ceder el paso, o por cualquier otra razón, no quería tener el olor de un incendiario.

Pensar a fondo las cosas, ver todos los ángulos con anticipación, imaginar cada variable en un mar de posibilidades era lo que Michael disfrutaba casi por encima de todo lo demás. Hacía que su corazón latiera más rápidamente.

Metió la primera en la camioneta, se bajó la gorra hasta los ojos y maniobró con los dedos para acomodarse los audífonos de un iPod. A Linda le gustaba hacerle selecciones especiales de melodías cuando iba a hacer algunos de los trabajos desagradables relacionados con su negocio. La pantalla del menú tenía una nueva lista de melodías: «Música para gasolina». Esto lo hizo reír a carcajadas. Se echó hacia atrás cuando algo de Chris Whitley que tenía un fragmento de guitarra sucia llegó por los audífonos. Escuchó al cantante que pulsaba algunas cuerdas: «… Como una caminata por una calle de mentiras…». Bastante cierto, pensó mientras salía del estacionamiento del depósito abandonado. Linda siempre sabía lo que a él le gustaba escuchar.

En una bolsa de plástico sobre el asiento junto a él estaba la tarjeta de crédito que había cogido de la cartera de la Nú mero 4 y su teléfono móvil. La camioneta se había calentado y el calor entraba por los conductos de ventilación que enviaban el aire hacia él. Todavía hacía un frío desagradable y húmedo fuera, pensó. Decidió que la próxima transmisión de la web debía hacerse desde Florida o Arizona. Pero eso era adelantarse a la serie en curso, lo cual él sabía que era un error. Michael se enorgullecía de concentrarse en una sola cosa; una vez en marcha, nada se interponía en su camino, no permitía que nada le obstruyera en su avance, que nada lo desviara o distrajera de lo que estaba haciendo. Creía que cualquier artista u hombre de negocios con éxito diría lo mismo sobre sus proyectos de trabajo. No se puede escribir una novela o componer una canción, no se puede acordar una adquisición o ampliar una oferta sin una completa dedicación a la tarea que se tiene entre manos. Linda pensaba lo mismo. Por eso se querían tanto el uno al otro.

Soy increíblemente afortunado, pensó.

Michael se preparó para el viaje de dos horas hasta la ciudad. Allá en la granja alquilada, ella tendría todo funcionando. Pensaba que probablemente ya eran casi ricos. Pero no era el dinero lo que realmente les interesaba. El comienzo de Serie # 4 lo excitaba y podía sentir la tibieza abrumadoramente placentera que lo recorría por dentro, una tibieza muy diferente del calor que provenía del sistema de calefacción de la camioneta. Se movía al ritmo de la música que llenaba el interior del vehículo.

Capítulo 6

Dentro de la capucha negra que cubría su cabeza, el mundo entero de Jennifer se había acotado solamente a lo que podía escuchar, lo que podía oler y lo que podía saborear, y cada uno de estos sentidos era limitado por el golpeteo de su corazón, el dolor de cabeza que palpitaba persistentemente por detrás de las sienes, la oscuridad claustrofóbica que la envolvía. Trató de calmarse, pero por debajo de la tela negra de seda sollozaba de manera incontrolable, lágrimas saladas que caían sobre sus mejillas, la garganta seca y áspera.

Quería gritar con desesperación pidiendo ayuda aunque sabía que no había nadie cerca. La palabra «mamá» se deslizaba por entre sus labios, pero más allá de la oscuridad sólo podía ver a su padre muerto de pie, sin lograr llegar a él, como si estuviera del lado de fuera, sin escuchar sus gritos porque éstos no podían traspasar una pared de vidrio. Por un instante se sintió mareada, casi como si estuviera tambaleándose en el borde de un precipicio, apenas manteniendo el equilibrio, y una fuerte ráfaga de viento amenazara su estabilidad. Se dijo: Jennifer, tienes que mantener el control… No estaba segura de si había pronunciado estas palabras en voz alta o si simplemente se las gritó interiormente a todas las confusiones y los dolores encontrados que se movían veloces dentro de ella, abrumando sus emociones, impidiéndole pensar y razonar. Le resultaba casi imposible saber si sufría algún dolor. Sus manos y piernas estaban atadas, pero aun tumbada y vulnerable, sabía que tenía que entender algo de lo que estaba ocurriendo más allá de la capucha.

Se dijo a sí misma que debía respirar hondo. ¡Jennifer, inténtalo!

Había algo curiosamente alentador en el hecho de hablarse a sí misma en segunda persona. Reforzaba la sensación que tenía de estar viva, de ser quien era, de tener todavía un pasado, un presente y tal vez un futuro.

Jennifer, ¡deja de llorar! Tragó el aire viciado y caluroso dentro de la capucha. Está bien. Está bien…

Pero no era tan fácil como parecía. Necesitó varios minutos para calmarse; los quejidos entrecortados y los sollozos de miedo finalmente disminuyeron el ritmo y casi se detuvieron, aunque no había nada que ella pudiera hacer para detener el incontrolable temblor que dominaba cada uno de sus músculos, especialmente en las piernas. Tenía espasmos que hacían que todo su cuerpo pareciera gelatina. Era como si hubiera algo desconectado entre lo que podía pensar, lo que podía percibir y cómo estaba reaccionando su cuerpo. Todo estaba desenfocado, fuera de control. No podía encontrar ningún anclaje mental que la ayudara a comprender qué había ocurrido y qué podría ocurrir todavía.

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