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John Katzenbach: El profesor

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John Katzenbach El profesor

El profesor: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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Ambos venían de historias cuestionables, pasados complicados y violentos que el barniz de lo que estaban haciendo lograba esconder. Un estudiante brillante, el primero de su clase, y una prometedora mujer de negocios. Ambos eran intelectualmente sofisticados y tenían talento. En lo exterior, parecían ser la clase de personas jóvenes que habían logrado superar sus orígenes humildes. Sin embargo, ésas eran impresiones externas, y cada uno, por separado, pensaba que eran mentiras, porque sus verdaderas identidades estaban ocultas en lugares a los que sólo ellos tenían acceso. Pero descubrieron estas cosas el uno del otro mucho más tarde. La noche en que se conocieron se estaban dedicando a un tipo diferente de educación.

Las reglas de la reunión eran simples: cada uno tenía que llevar una pareja del sexo opuesto; sólo se podían usar nombres de pila; no podía haber ningún intercambio de números de teléfono ni de direcciones de correo electrónico al finalizar la fiesta; si alguien llegaba a encontrarse por casualidad con otro asistente en un contexto diferente, prometía actuar como frente a un desconocido total, como si no hubieran participado juntos en reuniones de sexo grupal, duro y pornográfico.

Todos aceptaban las reglas. Salvo la primera, nadie les prestaba realmente atención. La primera tenía que ser cumplida, porque de lo contrario no se podía entrar. Era un lugar de citas secretas, y hablaba de deslealtad y de excesos. Nadie de los que entraban en la sofisticada vivienda de dos plantas situada en las afueras estaba particularmente interesado en las reglas.

Las contradicciones abundaban. Había dos bicicletas infantiles tiradas en el jardín de delante. Había un estante lleno de libros del doctor Seuss. Las cajas de varios tipos de copos de cereales para el desayuno habían sido amontonadas en un rincón de la cocina para dejar espacio a un espejo ubicado horizontalmente sobre la encimera, con rayas de cocaína preparadas como gentileza de la casa. Un televisor en el comedor mostraba material sólo apto para adultos, aunque pocos de los treinta y tantos invitados prestaban atención a versiones filmadas de lo que ellos estaban haciendo en ese momento. La ropa era descartada rápidamente. El licor era abundante. Pastillas de éxtasis eran ofrecidas como entremeses. Los invitados más viejos tenían probablemente cincuenta y tantos años. La mayoría rondaba los treinta o los cuarenta, y cuando Linda atravesó la puerta y empezó el proceso de dejar caer su ropa, más de un hombre la miró apreciativamente y de inmediato hizo planes de acercarse a ella.

Michael y Linda habían llegado a la fiesta con otras personas, pero se retiraron juntos. La acompañante de Michael esa noche había sido otra estudiante que preparaba su doctorado de Sociología, obviamente interesada en investigar la vida real, que había abandonado la fiesta poco después de que tres hombres desnudos totalmente excitados la acorralaran, indiferentes a sus preguntas de estudiosa acerca de por qué estaban allí; no se mostraron dispuestos a escuchar sus débiles protestas mientras se inclinaban sobre ella. Había un requisito tácito en la fiesta que sugería que nadie fuera forzado a hacer algo que no quisiera. Ésta era una regla que se prestaba a interpretaciones muy diferentes.

La pareja de Linda para esa noche había sido un hombre que había pedido sus servicios, y luego, después de invitarla a una costosa cena, había preguntado dónde quería pasar el resto de la noche. Había ofrecido pagarle más de los mil quinientos dólares que ella cobraba habitualmente. Ella había aceptado, siempre y cuando el dinero fuera en efectivo y por adelantado, sin decirle que probablemente lo habría acompañado sin cobrarle más. La curiosidad, pensaba ella, era como un excitante juego preliminar. Después de llegar a la fiesta, su pareja había desaparecido en una habitación lateral con un látigo de cuero y una ajustada máscara de seda negra en la cara, dejando a Linda sola, pero no sin atención.

Su encuentro -como todos los encuentros esa noche- fue casual. Fue una conexión de miradas de un extremo a otro de la habitación, en el arco lánguido de sus cuerpos, en los tonos sedosos de sus voces. Una sola palabra, un leve movimiento de la cabeza, un encogimiento de los hombros -algún pequeño acto de intensidad emocional en una habitación oscura dedicada al exceso y al orgasmo, llena de hombres y mujeres desnudos copulando en todos los estilos y posiciones imaginables- era lo que los había unido. Cada uno estaba con otra persona cuando sus ojos se encontraron. Ninguno de los dos estaba realmente disfrutando lo que estaba haciendo en ese preciso momento. En una habitación llena de lo que la mayoría de las personas habrían considerado actos desenfrenadamente diferentes, ambos se sentían un poco aburridos.

Pero se vieron el uno al otro y algo profundo y probablemente espantoso resonó dentro de ellos. Es más, no tuvieron relaciones sexuales entre ellos esa noche. Simplemente se observaron mutuamente mientras copulaban con otros, y vieron alguna misteriosa unidad de propósitos en medio de los gemidos y gritos de placer. Rodeados por despliegues de lujuria, realizaron una conexión que casi estalla. Mantenían los ojos fijos en el otro, aun cuando desconocidos exploraban sus cuerpos.

Michael finalmente se abrió camino por entre figuras sudorosas hasta llegar junto a ella, sorprendido por su propia agresividad. Habitualmente el no avanzaba y se enredaba con palabras y presentaciones, todo el tiempo empujado por deseos irrestrictos dentro de sí. Linda estaba siendo baboseada por un hombre cuyo nombre no conocía. Vio por el rabillo del ojo que Michael se acercaba desde un rincón y supo instintivamente que no se acercaba a ella en busca de algún orificio.

Se apartó bruscamente de su pareja, cuyas torpes maniobras la habían aburrido de todos modos, dejándolo sorprendido, insatisfecho y un poco enfadado. Puso fin a sus fervorosas quejas con una sola mirada feroz, se puso de pie, desnuda, y cogió la mano del desnudo Michael como si fuera alguien a quien conocía desde hacía años. Sin mucha charla, abandonaron la fiesta. Por un instante, cuando fueron a buscar la ropa tomados de la mano, parecieron una representación de Adán y Eva al ser expulsados del Jardín del Edén realizada por algún artista del Renacimiento.

En los años que llevaban juntos desde entonces, no habían vuelto a pensar en cómo se conocieron. No les había llevado mucho tiempo descubrir en el otro pasiones oscuras, electrizantes, que iban más allá del sexo.

* * *

El olor a gasolina llenó las narices de Michael. Estuvo a punto de tener arcadas y giró la cabeza, tratando de conseguir aire fresco, pero parecía que había poco dentro de la furgoneta. El olor lo dejó mareado por un momento y tosió una o dos veces mientras se salpicaba. Cuando el piso ondulado brilló con los colores del arco iris, se lanzó con desesperación afuera por la puerta para tragar aire del exterior, bebiéndose la oscuridad.

Cuando su cabeza se aclaró, volvió a la tarea. Echó más gasolina por fuera, fue hacia el frente de la furgoneta y se aseguró de que los asientos delanteros estuvieran empapados. Satisfecho finalmente, arrojó el envase rojo sobre el asiento del acompañante. También tiró dentro un par de guantes quirúrgicos. Había preparado una botella de plástico con detergente y remojado una mecha de algodón con gasolina, con lo que hizo un sencillo cóctel molotov. Metió la mano en un bolsillo buscando un encendedor.

Michael aprovechó la oportunidad para mirar a su alrededor. Estaba detrás de una vieja fábrica de papel, cerrada desde hacía mucho tiempo. Se había asegurado de aparcar la furgoneta bien lejos del edificio; no quería iniciar un incendio que atrajera la atención demasiado pronto. Sólo quería destruir completamente la furgoneta robada. Había adquirido cierta experiencia en eso. No era muy difícil.

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