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John Katzenbach: El profesor

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John Katzenbach El profesor

El profesor: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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Pero eso no era realmente lo que estaba ocurriendo, se dijo. Había alguna razón subyacente para la perseverancia de Jennifer y probablemente había un crimen mucho peor que se ocultaba detrás de la firme insistencia de la adolescente para irse de su casa. Terri simplemente no creía que fuera a descubrirlo, por muchas declaraciones que tomara a la madre y al amante, o por mucho que trabajara en el caso. Detestaba la idea de que estaba a punto de participar en una mentira.

Ya en la entrada, vaciló. Se imaginó a sus dos niños en casa dormidos, sin saber que ella no estaba en su pequeño dormitorio, con la puerta abierta que daba al pasillo, con el sueño ligero en caso de que escuchara algún ruido extraño. Todavía eran tan jóvenes que cualquier pena o preocupación que les tocara vivir -y seguramente iba a haber algunas- seguía siendo parte del futuro.

Jennifer se había alejado siguiendo aquel camino. Siguiendo más de un par de caminos, pensó Terri. Dio una última bocanada profunda del aire frío de la noche, como quien toma el último trago de agua de un vaso. Golpeó una vez la puerta y luego empujó para abrirla y entró rápidamente en un pasillo pequeño. Sabía que había una fotografía enmarcada de una sonriente Jennifer cuando tenía nueve años, con un moño rosado en el pelo cuidadosamente peinado, colgada en la pared cerca de las escaleras que iban a los dormitorios del piso superior. Había un simpático espacio entre los dientes incisivos de la niña. Era el tipo de foto que los padres amaban y los adolescentes odiaban porque a ambos les recordaba la misma época, vista a través de lentes diferentes y distorsionada por distintos recuerdos.

A su izquierda, en el comedor, vio a Mary Riggins y a Scott West, su novio, sentado en el borde de un sillón. Scott había puesto un brazo distendido sobre los hombros de Mary y le agarraba la mano. Había cigarrillos encendidos en un cenicero sobre una mesa baja llena de latas de refrescos y tazas de café medio vacías. Dos agentes uniformados permanecían incómodos a un lado. Uno era el sargento del último turno de la noche y el otro era un novato de veintidós años que estaba en el cuerpo desde hacía sólo un mes. Terri hizo un movimiento de cabeza en su dirección, y vio un leve movimiento de ojos del sargento, justo cuando Mary Riggins estalló en un aullido.

– Lo ha hecho otra vez, detective… -Estas palabras terminaron en un torrente de sollozos.

Terri saludó con la cabeza a los dos agentes, luego se volvió hacia Mary Riggins. Había estado llorando y el maquillaje se le había corrido en dos líneas negras por las mejillas, dándole el aspecto de una máscara de Halloween. El llanto le había hinchado los ojos, haciéndola parecer mucho más vieja de lo que era. Terri pensó que las lágrimas eran injustas con las mujeres de edad madura, pues en un instante sacaban a relucir todos los años que tanto trataban de esconder.

En lugar de embarcarse en cualquier explicación adicional, Mary Riggins simplemente se enroscó y enterró su cabeza en el hombro de Scott. Era un poco mayor que ella, de pelo gris, de aspecto distinguido incluso con vaqueros y ropa de trabajo, una desteñida camisa a cuadros rojos. Era un terapeuta de la New Age, especializado en tratamientos holísticos para una gran cantidad de enfermedades psiquiátricas, y tenía una carrera próspera entre la comunidad académica, siempre abierta a técnicas diferentes, tal como esas personas que saltan de una dieta a otra. Conducía un Mazda descapotable, deportivo de color rojo brillante, y se movía a menudo Por el valle en invierno con la capota abierta, envuelto en un abrigo y con un gorro de leñador de piel flexible. Parecía cruzar la línea de la simple excentricidad; era como una especie de desafío.

La policía del pueblo conocía bien a Scott West y su trabajo; él y el Mazda coleccionaban multas por exceso de velocidad con una frecuencia desalentadora, y en más de una ocasión la policía se había visto forzada a limpiar discretamente los problemas producidos por sus complicados tratamientos. Algunos suicidios. Un enfrentamiento con un esquizofrénico paranoide armado con un cuchillo a quien le había aconsejado sustituir el Haldol que le habían recetado en Saint John's Wort.

* * *

A Terri le gustaba considerarse a sí misma como pragmática, fría, razonable y ordenada en su manera de pensar, directa en sus enfoques. Si a veces este estilo hacía que pareciera antipática, pues bien, a ella no le molestaba. Ya había tenido su cuota de pasión, delirio y locura en su vida hacía años, y ahora prefería el orden y la estabilidad, porque, pensaba, la mantenían a salvo.

Scott se inclinó hacia delante. Habló con una voz estudiada de terapeuta, profunda, serena y razonable. Era una voz diseñada para hacerlo aparecer como un aliado en esa situación, cuando Terri sabía que lo contrario estaba mucho más cerca de la verdad.

– Mary está muy disgustada, detective. A pesar de todos nuestros esfuerzos, casi de manera permanente… -Se detuvo.

Terri se volvió hacia los dos agentes. El sargento le pasó una hoja suelta, de esas de un cuaderno de anillas que tiene cualquier estudiante de secundaria. La escritura era cuidadosa; alguien que quería asegurarse de que cada palabra fuera clara y legible, no garabateada rápidamente por un adolescente ansioso por salir por la puerta rápidamente. Era una nota que había sido trabajada. Terri estaba segura de que si buscaba realmente a fondo podría encontrar variantes descartadas en una papelera o en los contenedores de basura que estaban fuera, en la parte de atrás. Terri leyó la nota entera tres veces.

Mamá:

Voy al cine con unos amigos con los que he quedado en el centro comercial. Cenaré allí y tal vez pase la noche en casa de Sarah o en la de Katie. Te llamaré después de la película para avisarte, si no vuelvo directamente a casa. No llegaré demasiado tarde. Ya he terminado los deberes del instituto y no tengo nada pendiente hasta la próxima semana.

Muy razonable. Muy conciso. Una mentira total.

– ¿Dónde dejó esto?

– Colgada en la nevera con un imán -explicó el sargento-. En un lugar donde no pasaba inadvertida.

Terri la leyó un par de veces más. Estás aprendiendo, ¿no, Jennifer?, pensó. Sabías exactamente qué escribir.

Cine. Eso quería decir que su madre iba a suponer que su móvil estaría apagado, y le daba por lo menos un espacio de dos horas de tiempo en que no podían comunicarse con ella.

Unos amigos… sin especificar, pero aparentemente inocente. Los dos nombres que daba, Sarah y Katie, probablemente estaban dispuestas a cubrirla, o eran difíciles de contactar.

Te llamaré…, de modo que su madre y Scott iban a esperar sentados a que el teléfono sonara mientras valiosos minutos se perdían.

Ya he terminado los deberes del instituto. Jennifer sacaba de la ecuación la justificación externa mayor de que su madre la llamara.

Terri pensó que era inteligente. Miró a Mary Riggins.

¿Ha llamado a sus amigos? -quiso saber.

Respondió Scott:

– Por supuesto, detective. Después de que acabaran las últimas sesiones en los cines llamamos a todas las Sarah y las Katie que hemos encontrado. Ninguno de nosotros dos puede recordar que Jennifer haya hablado de alguna amiga con cualquiera de esos nombres. Luego llamamos a todos los otros amigos que recordamos que ella haya mencionado alguna vez. Ninguno de ellos había estado en el centro comercial, y ninguno había hecho planes para reunirse con Jennifer. Ni tampoco la habían visto desde que salieron del instituto por la tarde.

Terri asintió con la cabeza. Una chica inteligente, se dijo.

– Jennifer parece que no tiene muchos amigos -comentó Mary, melancólicamente-. Nunca ha sido buena para establecer relaciones sociales, ni en el colegio ni en el instituto.

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