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John Katzenbach: El profesor

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John Katzenbach El profesor

El profesor: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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Cogió el teléfono y marcó el número de emergencias, el 911. Era consciente de que había una pequeña ironía en el hecho de que estuviera llamando primero por alguien a quien no conocía, ya que después haría más o menos la misma llamada por sí mismo.

– Policía, bomberos y rescates. ¿Cuál es su emergencia?

– No es realmente una emergencia -aclaró Adrián. Quería estar seguro de que su voz no vacilara, como la del anciano en el cual creía que se iba a convertir repentinamente durante las horas posteriores a la consulta con el neurólogo. Quería mostrarse enérgico y alerta-. Llamo porque creo que he sido testigo de un hecho que podría ser de cierto interés para la policía.

– ¿Qué clase de hecho?

Trató de imaginarse a la persona en el otro extremo de la línea. El empleado en el teléfono tenía una manera de recortar cada palabra bruscamente para que su sentido resultara inconfundible. El tono de su voz tenía una fuerza muy ensayada, un timbre de sensatez. Era como si las pocas palabras que el hombre que se ocupaba de emergencias pronunciaba estuvieran vestidas con ceñidos uniformes de cuello alto.

– Vi una furgoneta blanca… Había una muchacha adolescente, Jennifer, está escrito en su gorra, pero no la conozco, aunque debe vivir en algún lugar del vecindario; en un momento estaba allí, y luego desapareció… -Adrián quería abofetearse a sí mismo. Todas sus intenciones de ser razonable y dinámico habían desaparecido instantáneamente en un mar de descripciones entrecortadas, mal concebidas y apresuradas. ¿Era la enfermedad que castigaba su capacidad de hablar?

– Sí, señor. ¿Y usted exactamente qué cree que presenció?

La línea telefónica emitió una señal sonora. Estaba siendo grabado.

– ¿… Han recibido algún aviso de una muchacha perdida en el sector de las colinas del pueblo? -preguntó.

– Ningún informe de momento. No ha habido ninguna llamada hoy -dijo el agente.

– ¿Nada?

– No, señor. El pueblo ha estado muy tranquilo toda la tarde. Tomaré nota de su información y se la pasaré a la oficina de detectives en caso de que se reciba algún aviso. Lo investigarán si es necesario.

– Supongo que estaba equivocado -dijo Adrián. Colgó antes de que el agente tuviera tiempo de preguntar su nombre y dirección.

Adrián levantó la vista y miró por la ventana. La noche había caído y las luces se iban encendiendo por toda la calle. Hora de cenar, pensó. Familias que se reúnen. Hablan sobre lo ocurrido durante el día, en el lugar de trabajo, en la escuela. Todo muy normal y previsible. De pronto estalló con una pregunta en voz alta que resonó en el pequeño dormitorio, como si pudiera producir un eco en ese espacio pequeño; parecía que la hubiera gritado desde un cañón.

– No sé qué se supone que debo hacer ahora.

– Pero por supuesto que lo sabes, querido -respondió su esposa, sentada en la cama junto a él.

Capítulo 4

La llamada no llegó hasta poco antes de las once de la noche, y a esa hora la detective Terri Collins ya estaba pensando seriamente en irse a la cama. Sus dos hijos estaban en su habitación, dormidos, con los deberes del colegio hechos, con el cuento ya leído y arropados. Acababa de hacer esa última visita maternal de la noche, en la que asomó la cabeza por la puerta, dejando entrar la pálida luz del pasillo sólo para certificar, con la mínima iluminación necesaria en las caras de los dos niños, que estaban profundamente dormidos.

Sin pesadillas. La respiración tranquila. Ni siquiera un resuello que pudiera indicar la proximidad de un resfriado. Había algunos progenitores solteros, que conocía del grupo de apoyo que ocasionalmente visitaba, que apenas podían apartarse de sus hijos dormidos. Era como si durante la noche todos los males que habían creado sus circunstancias tuvieran rienda suelta. Un tiempo que debiera estar dedicado al descanso y la recuperación se había convertido en algo lleno de incertidumbre, preocupación y miedo.

Pero todo estaba bien esa noche. Todo era normal. Dejó la puerta entreabierta sólo unos pocos centímetros y empezó a caminar silenciosamente hacia el baño cuando escuchó sonar el teléfono de la cocina. Miró el reloj de pared mientras se apresuraba a responder. Demasiado tarde para ser otra cosa que un problema, pensó.

Era el agente nocturno de emergencias de las oficinas centrales de la policía.

– Detective, tengo una mujer muy alterada en la otra línea. Creo que usted ha atendido llamadas anteriores de ella. Aparentemente, tenemos otra joven que se ha fugado…

La detective Terri Collins supo inmediatamente quién era. Quizá esta vez Jennifer realmente se largó, pensó. Pero esto era poco profesional y «se largó» era solamente una forma taquigráfica e insensible de ocultar una serie conocida de miedos para cambiarla por otra potencialmente peor y de un tipo del todo diferente.

– Estaré allí en un momento -dijo Terri. Pasaba fácilmente del modo madre al modo detective de policía. Uno de sus puntos fuertes era su habilidad para separar las diferentes dimensiones de su vida en grupos bien definidos y ordenados. Demasiados años con trastornos habían creado en ella una necesidad compulsiva de sencillez y organización.

Puso al agente en espera mientras llamaba a un segundo número, uno que tenía en la lista junto al teléfono de la cocina. Una de las pocas ventajas de haber pasado por lo que pasó era la red informal de ayuda disponible.

– Hola, Laurie, soy Terri. Lamento molestarte a esta hora de la noche, pero…

– ¿Te han llamado por un caso y necesitas que cuide a los niños?

Terri podía efectivamente escuchar el entusiasmo en la voz de su amiga.

– Sí.

Estaré allí en un momento. No hay problema. Me encanta. ¿Cuánto crees que vas a tardar?

Terri sonrió. Laurie era una insomne de primer orden, y Terri sabía que a ella, secretamente, le encantaba que la llamaran en medio de la noche, especialmente para cuidar niños, ya que los suyos habían crecido y se habían independizado. Le proporcionaba algo para hacer en lugar de mirar, inútilmente, la programación nocturna de la televisión por cable o pasearse de un lado a otro nerviosamente por la casa a oscuras, hablando consigo misma sobre todo lo que le había salido mal en la vida. Ésa era, Terri lo había aprendido, una larga conversación.

– Es difícil decirlo. Al menos un par de horas. Pero probablemente tarde más. Tal vez incluso toda la noche.

– Llevaré mi cepillo de dientes -respondió Laurie.

Pulsó el botón de espera y volvió a conectarse con el agente de emergencias.

– Dígale a la señora Riggins que estaré en su casa dentro de media hora para hablar con ella. ¿Hay agentes uniformados allí?

– Han sido enviados.

– Avíseles de que estaré allí en unos momentos. Deben tomar nota de cualquier declaración preliminar para que podamos trazar una línea de tiempo. También deben tratar de tranquilizar a la señora Riggins.

Terri dudaba de que tuvieran éxito en eso.

– Entendido -respondió el agente, y colgó.

Laurie llegaría en unos minutos. Le gustaba pensar que era una parte importante de la investigación o de la escena del crimen a la que Terri estaba siendo llamada, tan importante como un técnico forense o un experto en huellas digitales. Se trataba de un orgullo inofensivo, y hasta útil. Terri regresó al baño, se echó un poco de agua en la cara y se pasó un cepillo por el pelo. A pesar de la hora, quería mostrarse fresca, presentable y excepcionalmente capaz de enfrentar el mundo de pánico desesperado al que sabía que estaba a punto de descender.

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