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John Katzenbach: El profesor

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John Katzenbach El profesor

El profesor: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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– Corro mucho y hago ejercicio…

– Bien, eso es bueno.

– ¿Así que estoy lo suficientemente sano como para poder observar mi propia destrucción? ¿Como en un asiento en primera fila desde el que ver mi propia decadencia?

El neurólogo no respondió de inmediato.

– Sí… -dijo finalmente-. De todas formas algunos estudios muestran que haciendo muchos ejercicios mentales, además de seguir con una vida cotidiana activa y con ejercicio, se puede retrasar un poco el impacto sobre los lóbulos frontales, que es donde se encuentra localizada esta enfermedad.

Adrián asintió con la cabeza. Eso lo sabía. También sabía que los lóbulos frontales controlaban los procesos de toma de decisiones y la capacidad de comprender el mundo a su alrededor. Los lóbulos frontales eran las partes de su cerebro responsables de que él fuera quien era, y en ese momento iban a convertirlo en alguien muy diferente y probablemente irreconocible. De pronto no esperó seguir siendo Adrián Thomas por mucho más tiempo.

Ése fue el pensamiento que lo dominó, y dejó de oír al neurólogo hasta que escuchó:

– ¿Tiene alguien que lo ayude? ¿Esposa? ¿Hijos? ¿Otros parientes? No va a pasar mucho tiempo antes de que empiece a necesitar un apoyo especial. A eso seguirá el control, las veinticuatro horas, de un centro de atención médica. En realidad debo hablar con esas personas muy pronto. Ayudarlos a entender lo que van a tener que atravesar…

El médico pronunció estas palabras mientras cogía el talonario de recetas y rápidamente empezó a escribir la lista de medicamentos.

Adrián sonrió.

– Tengo toda la ayuda que voy a necesitar precisamente en mi casa.

La señora Ruger nueve milímetros semiautomática, pensó. El arma estaba guardada en el primer cajón de la mesita de luz, junto a su cama. El cargador de trece proyectiles estaba lleno, pero sabía que iba a necesitar poner una sola bala en la recámara.

El doctor dijo algunas otras cosas sobre asistentes de salud de atención domiciliaria y pagos de seguro, poderes legales y testamentos, largos internamientos hospitalarios y la importancia de respetar todas las visitas al médico, de atenerse estrictamente a los medicamentos, que él no creía que pudieran disminuir la velocidad del desarrollo de la enfermedad, pero que debía tomar de todos modos. Adrián se dio cuenta de que ya no tenía ninguna necesidad real de seguir prestando atención.


* * *

Encajada entre antiguas tierras de cultivo que habían sido convertidas en modernas casas tipo mansión, en las afueras del pequeño pueblo universitario de Adrián había un área de protección del medio ambiente, donde una reserva natural abarcaba una modesta colina que la gente del lugar llamaba montaña, pero que en realidad era un simple saliente topográfico. Había un sendero para caminar que subía al monte Pólux y que serpenteaba a través de los bosques antes de aparecer en un mirador que daba al valle. Siempre le había molestado que no hubiera un monte Castor cerca del monte Pólux, y se preguntaba quién habría bautizado la colina de manera tan pretenciosa. Sospechaba que habría sido algún académico de un cuerpo docente de hacía doscientos años que usaba trajes negros de lana y cuellos blancos almidonados para inculcar una educación clásica en los estudiantes matriculados en la universidad. De todas maneras, dejando aparte sus cuestionamientos acerca del nombre y la exactitud en general del título honorífico de «monte», seguía disfrutándolo a pesar del paso de los años. Era un sitio tranquilo, muy amado por los perros del pueblo, ya que allí eran liberados de sus correas. Y un lugar donde él podía estar solo con sus pensamientos.

Estacionó su viejo Volvo en un espacio en la base del sendero y empezó la excursión a pie. Normalmente se habría puesto botas para protegerse del barro de principios de primavera, y pensó que seguramente iba a arruinar sus zapatos. Se dijo que ya no importaba demasiado.

La tarde se iba desvaneciendo a su alrededor y podía sentir una caricia de frío por la espalda. No estaba vestido para una caminata y las sigilosas sombras de Nueva Inglaterra llevaban cada una consigo un soplo sobrante del invierno. Lo mismo que con sus zapatos, que se empapaban con rapidez, hizo caso omiso del frío.

No había nadie más en el sendero. Ningún perro golden retriever lanzándose por entre los arbustos bajos en busca de algún olor especial. Sólo Adrián, sin compañía, caminando con paso regular. Estaba feliz por esa soledad. Tenía la extraña idea de que si llegaba a encontrarse con otra persona se habría sentido obligado a decirle: Tengo una enfermedad de la que usted nunca ha oído hablar y que va a matarme, pero antes me va a desgastar hasta convertirme en nada.

Por lo menos con el cáncer, pensó, o las enfermedades cardíacas, uno podía seguir siendo quien era todo el tiempo, mientras el mal lo iba matando. Estaba enfadado y quería golpear, dar una patada a algo; en cambio sólo caminaba cuesta arriba. Escuchaba su respiración. Era estable. Normal. De ninguna manera alterada. Habría preferido con mucho un sonido tortuoso, áspero, algo que le dijera que era un enfermo terminal.

Así y todo, le llevó unos treinta minutos llegar a la cima. La luz del sol que quedaba se filtraba por encima de algunas colinas en el oeste. Se sentó sobre una roca de esquisto de la Edad de Hielo que se alzaba sobre el suelo y se quedó mirando hacia el valle. Las primeras señales de la primavera de Nueva Inglaterra estaban ya bastante avanzadas. Podía ver flores tempranas, principalmente azafranes amarillos y púrpuras que asomaban sobre la tierra húmeda, y un toque de verde sobre los árboles que comenzaban a echar brotes y oscurecían sus ramas como las mejillas de un hombre que no se ha afeitado en uno o dos días. Una bandada de gansos canadienses cruzó el aire por encima de él, volando en forma de V, rumbo al norte. Su ronco graznido resonaba en el cielo azul pálido. Todo era tan claramente normal que se sentía un poco estúpido, porque lo que estaba ocurriendo dentro de él parecía estar mal sincronizado con el resto del mundo.

En la distancia podía distinguir los chapiteles de la iglesia en el centro del campus de la universidad. El equipo de béisbol estaría fuera, trabajando en las jaulas de bateo porque el campo de juego todavía estaba cubierto con una lona impermeable. Su oficina había estado bastante cerca, de modo que cuando abría la ventana en las tardes de primavera, podía escuchar los ruidos distantes del bate contra la pelota. Al igual que algún petirrojo buscando gusanos en los rincones, aquello había sido una señal de bienvenida después del largo invierno.

Adrián respiró hondo.

Vete a casa, ordenó en voz alta. Dispárate una bala ahora, mientras todas estas cosas que te dieron placer siguen siendo reales. Porque la enfermedad se las va a llevar. Siempre se había considerado a sí mismo una persona decidida y recibió bien esa fuerte insistencia en suicidarse. Intentó buscar argumentos para una postergación, pero nada le vino a la mente.

Tal vez, se dijo, simplemente quédate aquí mismo. Era un sitio agradable. Uno de sus favoritos. Un lugar muy bueno para morir. Se preguntó si por la noche la temperatura bajaría lo suficiente como para hacerle morir congelado. Lo dudaba. Imaginó que sólo pasaría una noche desagradable temblando y tosiendo, y que viviría para ver salir el sol, lo cual sería bastante vergonzoso, dado que era la única persona en todo el mundo que iba a considerar el amanecer como un fracaso.

Adrián sacudió la cabeza. Mira a tu alrededor, se dijo a sí mismo. Recuerda lo que valga la pena recordar. Ignora el resto. Se miró los zapatos. Estaban llenos de barro y totalmente empapados, y se preguntaba por qué no podía sentir la humedad en los dedos de los pies.

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