Tenía todavía la suficiente inteligencia como para saber que toda alucinación provenía de la memoria, de la experiencia, de la proyección de algo que Cassie o Brian u otra persona podría haberle dicho alguna vez, o de lo que ellos podrían decir en ese momento si estuvieran con vida. Comprendía que todas esas cosas que parecían reales eran en realidad procesos químicos que reaccionaban entre sí dentro de sus propios lóbulos frontales, haciendo cortocircuitos y ruidos de fondo, pero de todas maneras parecía que estaban ayudando, que era todo lo que se les pedía.
Una voz interrumpió su ensoñación:
– ¿Qué es lo que dicen?
Adrián miró al otro lado del despacho y vio a Cassie en la puerta. Parecía pálida, vieja, magullada. Había tristeza detrás de sus ojos, una mirada que él recordaba de los días anteriores a su accidente, cuando estaba distraída por la pena. La Cassie sexy, esbelta y seductora de sus primeros años juntos había desaparecido. Esta era la mujer cansada y enferma que desesperadamente necesitaba que le llegara la muerte. Verla de esta manera hizo que Adrián contuviera la respiración y extendiera la mano, deseoso de encontrar alguna manera de consolarla, cuando sabía que ni siquiera una sola vez en los meses finales que pasaron juntos había podido ofrecerle tal cosa.
Podía sentir sus propias lágrimas y, por lo tanto, hizo caso omiso de su pregunta y trató de decir algo que pensaba que debía haber dicho antes de que ella muriera. O tal vez lo había dicho cien veces, pero nunca encontró eco.
– Cassie -le dijo lentamente-, lo siento tanto… No había nada que tú o yo, ni nadie, pudiera hacer. El estaba haciendo exactamente lo que quería hacer…
Ella rechazó esta excusa con un solo gesto de su mano.
– Odio eso -replicó enérgicamente-. La mentira de «No se podía hacer nada». Siempre hay algo que alguien podría haber dicho o hecho. Y Tommy siempre te escuchaba a ti.
Adrián cerró los ojos. Sabía que si los abría, se iban a dirigir de manera automática a la esquina de la mesa en la que había otra fotografía: su hijo con toga y birrete, el soleado día de su graduación, las paredes cubiertas de hiedra en segundo plano. Todo era esperanza.
Oyó la voz de Cassie que se lanzaba por el camino de los recuerdos dolorosos. Lentamente se abrió hacia ella. Era insistente y enérgica, como siempre que sabía que tenía razón. A él rara vez le había molestado eso. Consideraba que era su derecho como artista. Quien sabía dónde poner la primera línea inequívoca de color sobre un lienzo en blanco -algo que él siempre había sido demasiado tímido como para siquiera intentarlo- tenía derecho a expresar sus opiniones de manera dramática.
– Todos esos libros y consultas con el ordenador, ¿qué es lo que dicen? -volvió a preguntar.
Adrián se ajustó las gafas de ver de cerca que estaban en el extremo de su nariz. Ésa era una idea académica de lo que significa actuar.
– Dice que juntos mataron a cinco personas. -Vaciló-. Cinco personas que el puesto de la policía inglesa rural consiguió identificar. Podrían haber sido más. Ocho era el número que algunos criminalistas consideraban más exacto. Los periódicos, al ocuparse del tema -fue durante 1963 y 1964-, lo llamaron «el fin de la inocencia».
– ¿Personas?
Adrián sacudió la cabeza.
– No, tienes razón. Tengo que ser más concreto: muchachas. Entre doce y dieciséis o diecisiete años.
– Ésa es casi la edad de Jennifer.
– Correcto. Pero es una coincidencia, espero.
– Cuando enseñabas, odiabas las coincidencias y jamás creías que realmente se dieran. A los psicólogos les gustan las explicaciones, no las coincidencias casuales.
– Tal vez a los freudianos.
– Adrián, tú lo sabes.
– Lo siento, Cassie. Se suponía que eso era una broma. -Le sonrió lánguidamente a su esposa muerta. Se había quedado apoyada en la puerta, como solía hacer cuando no quería perturbarlo en su trabajo, pero de todas maneras tenía una pregunta que necesitaba respuesta. Ella se quedaba en ese espacio de transición, como si lo que le preguntara desde ahí le molestara menos por venir desde una cierta distancia-. ¿No vas a entrar? -le preguntó. Con un gesto señaló un asiento.
Cassie sacudió la cabeza.
– Tengo mucho que hacer.
Él debió de parecer un tanto consternado, porque el tono de ella se ablandó.
– Audie -dijo lentamente-, sabes bien que no queda mucho tiempo. Ni para ti ni para Jennifer.
– Sí -coincidió-. Lo sé. -Vaciló-: Es sólo que…
– ¿Sólo qué?
– Se trata de convertir la información en acción. Estos dos, Hindley y Brady, «los asesinos de Moors», tropezaron cuando trataron de atraer a otra persona a su perversión y el tipo al que querían asociarse llamó a la policía. Mientras fueron sólo ellos dos, retroalimentándose el uno al otro, estaban seguía ros de verdad. Fue justo cuando trataron de impresionar a otra persona, alguien que resultó ser ligeramente menos perverso y homicida que ellos, cuando fueron atrapados.
– Continúa… -pidió Cassie. Su cara mostraba una pequeña sonrisa, apenas un ligero movimiento hacia arriba de las comisuras de los labios. Lo estaba empujando hacia delante. Adrián sabía que así era como se comportaban ambos en su relación. La artista hacía que la cabeza de él saliera de las nubes académicas, que encontrara una aplicación práctica a todo su trabajo de laboratorio. Adrián sintió una corriente de pasión. ¿Por qué no habría amado a la mujer que hacía que lo que él imaginaba fuera relevante? Las emociones lo inundaron, y como en tantas conversaciones después de cenar en el jardín trasero, o reunidos delante de la chimenea, retomó el ritmo:
– La dinámica psíquica de las parejas homicidas es difícil de entender. Evidentemente hay un componente sexual abrumador. Pero la conexión parece más profunda. Eso es lo que estoy tratando de comprender. Estas relaciones consisten en un equilibrio de poder que sólo tiene sentido, aparentemente, si se procesan esas relaciones, se habla de ellas, se ponen en cuestión… Por lo menos parece que funcionan así. Pero aparte de eso, Cassie, existe esa especie de acción de habilitación. Quizá el macho no haría lo que hace sin una mujer junto a él que le dé una cierta idea de qué es realmente aterrador. Va más allá de la autorización…, se trata de llevar algo a un lugar muy profundo y oscuro.
Cassie resopló, pero su sonrisa no se borró. Permaneció en la puerta, pero hizo un gesto señalando los libros.
– No intelectualices, Adrián -dijo. Otra vez, él se vio forzado a sonreír. El eco del tono de voz de ella resonó por encima de todos los años que habían pasado juntos-. Ésta no es una situación académica. No hay que entregar ningún ensayo escrito, ni hay que dar una conferencia al final. Sólo hay una muchacha joven que vivirá o morirá.
– Pero tengo que comprender…
– Sí. Pero sólo para que puedas actuar -sentenció Cassie.
Él asintió con la cabeza y luego le hizo una seña.
– Entra -susurró Adrián-. Hazme compañía. Este asunto… -movió la mano hacia la enciclopedia- me asusta.
– Debe asustarte. -Cassie se quedó en la puerta. -Este caso… ocurrió allá por los años sesenta…
– ¿Y qué? ¿Qué ha cambiado?
Él no respondió. Sin embargo, pensó: Somos menos ingenuos de lo que éramos entonces.
Pareció como si Cassie le hubiera escuchado, hubiera percibido de alguna manera lo que él había pensado, porque rápidamente lo interrumpió:
– No. Las personas no han cambiado. Sólo los medios han cambiado.
Adrián estaba exhausto, como si conocer a fondo una serie de asesinatos lo fuera agotando poco a poco.
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