Observaban mientras Jennifer se dirigía lentamente hacia la cámara. Sus manos estaban extendidas delante de ella, los dedos estirados hacia delante, sin tocar nada salvo el aire. Su imagen se hizo cada vez más grande en la pantalla. Sus manos parecían estar a sólo unos pocos centímetros. Entonces se detuvo. Había llegado al límite de la cadena, con las puntas de los dedos casi tocando la cámara principal.
– Les encantará eso… -susurró Linda.
La cámara exploró el cuerpo de Jennifer, se quedó sobre sus pechos pequeños y luego la recorrió hacia abajo, enfocando a su entrepierna. Su ropa interior era provocadora. Linda imaginó que alrededor del mundo había espectadores estirando la mano hacia la Número 4, deseando tocarla a través de las pantallas de sus ordenadores. Michael supo instintivamente que eso era lo que estaba ocurriendo y manipuló las cámaras con mano experta para crear una danza con las imágenes. Fue majestuoso, como un vals.
Jennifer retrocedió y se movió un poco a la izquierda.
– Ah, ahí tiene alguna posibilidad… -comentó Linda. Echó un vistazo a los contadores, que aumentaban rápidamente-. Creo que lo alcanzará.
Michael negó con la cabeza.
– De ninguna manera. Está en el suelo. A menos que lo toque con el pie… No está pensando completamente de manera vertical. Tiene que subir y bajar, como si estuviera montada en el caballito de un tiovivo. Es la única forma en que puede realmente explorar el espacio.
– Eres demasiado científico -señaló Linda-. Lo alcanzará.
– ¿Quieres apostar?
Linda se rió.
– ¿Qué quieres apostar? -lo desafió.
Michael se alejó del monitor un momento. Sonrió, como podría hacerlo cualquier amante.
– Lo que quieras -respondió.
– Pensaré en algo -replicó Linda. Puso su mano en la palanca, sobre el dorso de la de él, acariciándole los dedos. Aquello fue algo así como una promesa y Michael se estremeció de placer. Luego volvieron a ver si la Número 4 tema éxito. O no.
* * *
Jennifer contaba cada paso en silencio. Se movía con cautela. La cama estaba detrás de ella, pero quería llegar hasta donde la cadena se lo permitiera, para de esa manera entender por lo menos los límites de su espacio. Conservaba las manos delante de ella, casi sin moverlas, pero no tocaba nada, salvo el espacio vacío.
Mantuvo una tensión constante sobre la cadena, tratando de imaginarse a sí misma como si fuera un perro atado, pero sin querer lanzarse sobre el límite, como haría un perro. Jennifer llegó a dieciocho en su cuenta cuando el dedo de su pie izquierdo tocó algo en el suelo. Fue algo repentino, inesperado y casi se cae.
Parecía algo suave, como peludo y con vida, lo que la hizo trastabillar hacia atrás. Su mente se llenó de imágenes. ¡Una rata!
Quiso correr, pero no pudo. Quería saltar hacia atrás, hacia la cama, creyendo que eso la pondría a salvo. La dominó el pánico. Dio un paso y cayó en un absoluto estado de confusión. Ya no podía asegurar dónde estaba la pared ni la cama. Movió los brazos extendidos, dando puñetazos a la nada, y se dio cuenta de que había gritado una vez, tal vez dos, y en ese momento, dentro de la capucha, tenía la boca muy abierta. Todas las cuentas que había hecho desaparecieron. La oscuridad dentro de la capucha parecía más negra, más limitadora, y gritó con toda la fuerza que puedo:
– ¡Vete!
El sonido de su voz pareció resonar en la habitación, hasta que fue reemplazado por la adrenalina que bombeaba en sus oídos como el rugido de un río desbordado. El corazón palpitaba dentro su pecho, y podía sentir que su cuerpo entero se estremecía. Tocó la cadena… Pensó que debía usarla como lo haría si le lanzara una cuerda a alguien que se está ahogando: regresaría a la cama recogiéndola con la mano poco a poco hasta llegar y entonces podría levantar los pies y evitar que eso, fuera lo que fuera, pudiera alcanzarla.
Empezó a hacerlo, pero pronto se detuvo. Escuchó con atención. No había ruido de pequeñas patas escapando. Jennifer respiró hondo nuevamente. Una vez, una familia de ratones se metió en las paredes de su casa, y su madre y Scott habían diligentemente puesto trampas y veneno por todos lados para eliminarlos. Pero lo que Jennifer recordó en ese momento fue el inconfundible ruido que hacían por la noche corriendo por los huecos detrás de las maderas de las paredes. Sin embargo, ahora no oía ningún ruido.
Su segundo pensamiento fue: Está muerto. Sea lo que sea, está muerto.
Se quedó paralizada en la posición en la que estaba, aguzando los oídos para percibir cualquier ruido. Pero sólo podía oír su pesada respiración. ¿Qué era? Dejó de pensar en una rata, aun cuando estaba encerrada en un sótano.
Volvió a imaginar la sensación fugaz en el dedo del pie; se esforzó por formar una imagen en su mente, pero le resultó imposible. Jennifer volvió a respirar hondo. Si te vuelves a la cama, se dijo a sí misma, te quedarás allí sentada, aterrorizada porque no sabes qué es.
Sintió que era una decisión terrible. La incertidumbre, por un lado, o volver y tocar eso, para tratar de determinar qué podría ser. Se estremeció. Sus manos temblaban. Podía sentir los temblores que subían y bajaban por la espina dorsal. Sentía calor y frío a la vez, estaba sudando y al mismo tiempo helada. Regresa. Descubre de qué se trata. Tenía la boca y los labios más secos todavía, si eso era posible. La cabeza le daba vueltas con la decisión que debía tomar.
No soy valiente, pensó. Soy casi una niña. Pero pensó también que ya no había más lugar dentro de la capucha para ser una niña.
– Vamos, Jennifer -susurró hablándose a sí misma. Sabía que todo era una pesadilla. Si no volvía y descubría qué era lo que había tocado con el dedo del pie, la pesadilla se volvería cada vez peor.
Dio un paso. Luego un segundo paso. No sabía hasta dónde había retrocedido. Pero esta vez, en lugar de medir, estiró la pierna izquierda y la apuntó hacia fuera, moviéndola de un lado a otro como una bailarina de ballet, o como un nadador probando la temperatura del agua. Tenía miedo de lo que podía encontrar, pero también tenía miedo de que hubiera desaparecido. Algo muerto, algo inanimado era, por supuesto, preferible a algo vivo.
No sabía cuánto tiempo le había llevado localizar el objeto con el pie la vez anterior. Podrían haber sido segundos. Podría haber sido una hora. No sabía a qué velocidad estaba avanzando. Cuando el dedo del pie tocó el objeto, luchó contra el impulso de darle una patada. Reunió coraje y se obligó a arrodillarse. Sintió el cemento áspero contra sus rodillas. Extendió la mano hacia el objeto. Era pelo. Era sólido. No tenía vida.
Retiró las manos. No era una amenaza inmediata. Sintió el impulso de simplemente dejar eso donde estaba. Pero entonces, algo diferente, algo sorprendente, resonó en su interior, y extendió la mano otra vez. Esta vez dejó que sus dedos permanecieran sobre la superficie del objeto.
Envolvió con sus manos aquella forma y se la acercó. Pasó sus dedos por encima del objeto, como si estuviera leyendo Braille. Un ligero desgarro. Un borde deshilachado.
Apretó el objeto con fuerza contra el pecho y gimió en silencio al reconocerlo: Señor Pielmarrón.
Jennifer sollozó de manera incontrolada y acarició la superficie gastada del único objeto de su infancia que amaba tanto como para llevarlo consigo en su fuga del hogar.
Texto. Terri Collins pensó que debía atenerse a los hechos sin hacer especulaciones y mantener el tono profesional. Pero no tenía nada más que dudas. De regreso a su oficina, empezó por el vehículo que Adrián había descrito. Desafiaba la lógica habitual de un pueblo pequeño y parecía demasiado conveniente para Scott, que era del tipo de los que ven gigantescas conspiraciones gubernamentales o planes demoniacos en cualquier clase de acontecimientos rutinarios.
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