– Hay algo más -dijo Roger Parsons en voz baja, como si el muerto también le hubiera hablado a él. Adrián esperó una respuesta-. Hay un reloj funcionando en este tipo de crímenes.
– ¿Un reloj?
– Sí. Mientras la víctima esté proporcionando emoción, excitación, pasión, lo que sea, es excepcionalmente valiosa para la pareja. Pero en cuanto eso cesa, o se cansan de ella, o bien agotan el fondo de estímulo que ella trae, entonces ya no vale nada. Y será descartada.
– ¿Liberada?
– No. No necesariamente. -Hubo un silencio momentáneo, mientras los dos profesores meditaban las circunstancias expuestas. En este breve momento, ambos oyeron a la joven estudiante inhalar con fuerza, como si una brisa fría hubiera entrado en la pequeña oficina. Se volvieron hacia la señorita Lewis.
Tenía la cabeza agachada, como si sintiera timidez por lo que iba a decir, y sus mejillas habían enrojecido, casi como si tuviera vergüenza por la idea que le había venido a la mente. Su voz era suave y vacilante.
– Ian Brady y Myra Hindley -dijo-. En 1966. Inglaterra. Los asesinatos de Moors.
Roger Parsons aplaudió con entusiasmo.
– Sí -confirmó. Su voz llenó súbitamente la pequeña oficina-. Por supuesto, señorita Lewis. Bravo. Una espléndida observación. Adrián, podrías comenzar por ahí.
La estudiante logró esbozar una sonrisa al oír la alabanza de su profesor, aunque Adrián pensó que debía de ser duro, en cierto modo, conocer los nombres y los actos depravados de célebres asesinos en serie a tan tierna edad.
El joven pasó apresuradamente por la librería Negra y Criminal, cerca de una de las principales arterias de Barcelona. Un autor de novelas policiales estaba leyendo fragmentos de una de sus obras en un recinto abarrotado de público. Se sintió tentado de quedarse a escuchar la charla. Pero había sido un día terrible en la agencia de viajes donde trabajaba…, sólo quejas indignadas y cada vez menos negocios. Estaba cansado, frustrado después de intentar solucionar un problema tras otro sin que ninguna de sus intervenciones hubiera tenido éxito y lo único que quería para el resto de la jornada era estar solo con la Número 4.
Estaba tan dedicado a ella como lo había estado a sus antecesoras. Tal vez, pensaba, todavía más. Se preguntaba cómo era que había podido enamorarse tan rápidamente de una imagen que le llegaba a través del ordenador. Durante los primeros días de la nueva serie, se había encontrado con que fantaseaba con ella, tratando de imaginar lo que estaba haciendo, lo que estaba pensando, qué le iba a ocurrir ese día. Sentado en la mesa de su pequeña oficina, se había resistido a la tentación de entrar en whatcomesnext.comy seguirlo hora por hora; sus jefes no aprobaban el uso «personal» de los ordenadores Dell de la empresa, lo cual no impedía que algunos de sus compañeros de trabajo se permitieran juegos on line y ocasionales visitas a webs pornos cuando los supervisores no estaban atentos. Pero lo más importante era que no había nadie de los que trabajaban cerca de él con quien quisiera compartir a la Número 4. No quería que ninguno de ellos -los odiaba a todos- supiera de su existencia.
De modo que atravesó rápidamente la noche que se acercaba, ignorando a la gente que llenaba los cafés, que paseaba por las amplias calles, que se encontraba en las esquinas para hablar de los más recientes chanchullos de un club de fútbol, para quejarse de los políticos. Debió haberse detenido para comer algo -habían pasado horas desde su última comida- pero no tenía hambre. Podía sentir la urgencia en cada paso que daba, casi como si regresar a la soledad de su modesto apartamento fuera una emergencia.
Se dijo a sí mismo que tenía que ponerse al día. En realidad no importaba si no había pasado nada. Para el joven en aquella calle de Barcelona, hasta el menor movimiento de la Número 4 era algo asombroso. Se sentía un poco como si estuviera en el centro de la primera fila de una fundón de teatro, y una vez que las luces se apagaban y los artistas entraban al escenario, le resultaba imposible retirarse.
Cuando llegó al edificio tuvo un raro recuerdo: su propia madre sentada pacientemente junto al lecho de su abuelo moribundo, con las cuentas del rosario en la mano, murmurando plegarias una y otra vez durante horas y horas, día tras día. El era un niño de no más de nueve años, y una de sus tías le había llevado a aquella habitación oscura y silenciosa. Recordó que ella lo empujaba con la mano con firmeza por la espalda, dirigiéndolo a un lateral de la cama. Recordó la respiración lenta, ronca y la piel que parecía translúcida cuando su abuelo alzó su mano a la luz y le dio su bendición.
Fue su primera experiencia con la muerte, y había creído que los avemarías y los perfectos actos de contrición que su madre había repetido con voz monótona y baja habían sido por el anciano moribundo a quien él llamaba «abuelo». Pero en ese momento, después de tantos años, los comprendía de otra manera. Todas las plegarias habían sido por los vivos.
La Número 4 necesitaba plegarias, pensó. Necesitaba que él dijera: «Padre nuestro que estás en el Cielo…» y lo repitiera muchas veces mientras la observaba en la pantalla del ordenador.
Tal vez esas palabras sirvieran de consuelo para ambos.
* * *
Aun en la oscuridad que constituía su mundo, Jennifer iba construyendo una imagen azarosa del lugar donde se encontraba. Sabía que estaba en una especie de habitación o sótano en el subsuelo y suponía que la mantenían con vida por alguna razón. Sabía que nada en sus dieciséis años de vida la había preparado para lo que le estaba ocurriendo. Entonces tuvo la esperanza de estar equivocada.
Entrelazó los dedos sobre su regazo; luego, con la misma lentitud, los separó y apretó los puños. Cuando se aferraba a lo real -la cama, la cadena y el collar en el cuello, el inodoro portátil-, se sentía capaz de dibujar en su cabeza una imagen deforme de su entorno. Pero cuando permitía que su imaginación analizara lo que le estaba ocurriendo, el miedo la vencía. Estaba constantemente al borde de deshacerse en lágrimas, o incluso de desmayarse de terror. Pasaba como rebotando de lo racional al sufrimiento.
Interiormente se repetía: Todavía estoy viva. Todavía estoy viva. Cuando tenía esos momentos de serenidad, se esforzaba por agudizar el oído y su sentido del olfato. El tacto, suponía, era limitado, pero al final podría aportar algo.
Estaba sentada en el borde de la cama. Debajo de los dedos del pie podía sentir el cemento frío del suelo. Su estómago gruñía de hambre, pero no sabía si realmente podría comer. Estaba otra vez muy sedienta, pero no estaba segura de tener la suficiente valentía como para probar otro vaso de agua, aunque se lo ofrecieran. La habitación estaba en silencio, salvo por su respiración.
Se dijo que en realidad había dos habitaciones. La habitación negra dentro de la máscara y la habitación en la que estaba encerrada. Sabía que tenía que aprender todo lo que pudiera de cada una de ellas. Si no lo hacía, si simplemente esperaba a que las cosas le ocurrieran, no le quedaría nada más que la desesperación.
Y esperar el fin, cualquiera que fuera.
Jennifer luchaba contra el pánico cada segundo de vigilia. Se decía a sí misma que no le hacía bien pensar en lo que había ocurrido, aparte del intento de formarse una imagen mental de las dos personas que la habían secuestrado en la calle de su barrio. Pero cuando se imaginaba caminando en la penumbra del atardecer de primavera, por una acera que conocía desde que era un bebé, se hundía en una oscuridad más profunda que la que creaba su capucha. Había sido arrancada de todo lo que conocía, y hasta el más leve recuerdo del lugar de donde venía hacía que su corazón casi se detuviera. Se sentía mareada, pero no dejaba de insistirse a sí misma que debía concentrarse. Era precisamente de eso de lo que sus profesores, en el instituto que tanto odiaba, se habían quejado: Jennifer, tienes que concentrarte en la materia. Serías muy buena estudiante con sólo que te…
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