– Ahora te va a hacer un par de preguntas que van al detalle -le susurró Brian en la oreja-. Necesita más información para llevarle a su jefe. Y te está probando. Quiere saber hasta qué punto eres un testigo creíble.
– Profesor Thomas… -dijo de pronto Terri-, ¿o prefiere que le llame doctor?
– De las dos formas está bien.
– Usted tiene un doctorado en Psicología, ¿verdad?
– Sí, pero no soy terapeuta como el doctor West. Yo era del tipo de doctores que estudian ratas en los laberintos. Un loco de laboratorio…
Ella sonrió, como si esas palabras hubieran distendido un poco la tensión en la habitación, lo cual no era exacto.
– Por supuesto. Ahora bien, sólo quiero aclarar un par de cosas. Usted no vio que Jennifer fuera obligada contra su voluntad a entrar en el vehículo, ¿verdad?
– No, no lo vi.
– Usted no vio en ningún momento a nadie que la agarrara o la golpeara o realizara cualquier otro movimiento que usted considerara violento, ¿verdad?
– No. Ella sólo estaba ahí. Y luego ya no estaba. Desde donde yo estaba sentado no pude ver exactamente qué le pasó.
– ¿Escuchó usted un grito? ¿O tal vez ruido de una pelea?
– Lo siento, pero no.
– Así que, si hubiera subido a esa furgoneta, ¿podría haber sido por su propia voluntad?
– No daba esa impresión, detective.
– ¿Y cree usted que podría reconocer al conductor o a la acompañante si los viera otra vez?
– No lo sé. Sólo los vi de perfil. Además fueron sólo unos segundos. Había poca luz. Estaba casi oscuro.
– No, Audie, eso no es verdad. Tú viste lo suficiente. Creo que podrías reconocerlos si volvieras a verlos. -Adrián comenzó a girarse para discutir con su hermano, pero se detuvo a medio camino; esperaba que la detective no hubiera notado la manera en que se había movido.
Terri Collins asintió con la cabeza.
– Gracias -dijo ella-. Esto ha sido realmente muy útil. Volveré a hablar con usted después de investigar un poco más.
– Es buena -insistió Brian. Estaba inclinado hacia delante, casi tocando el hombro de Adrián, y parecía entusiasmado-. Es muy buena. Pero todavía te está rechazando, Audie.
Antes de que Adrián pudiera decir algo, Scott intervino: -¿Cuál será su próximo paso, detective? -Habló con el tono de voz de nada de tonterías, y esperamos ver resultados. Adrián imaginó que la gente le pagaba por oírle hablar.
– Déjeme ver si puedo encontrar algo sobre el vehículo sospechoso que el profesor Thomas ha descrito. Eso es algo concreto sobre lo que puedo trabajar. También voy a examinar las bases de datos del Estado y las federales en busca de casos similares de secuestros. Mientras tanto, no deje de avisarme si alguien trata de ponerse en contacto con usted.
– ¿No quiere llamar al FBI? ¿No quiere poner un micrófono en nuestra línea telefónica?
– Eso es un poco prematuro. Antes tenemos que saber si alguien está tratando de conseguir un rescate. Pero iré a las oficinas centrales y se lo consultaré a mi jefe.
– Creo que Mary y yo debemos estar presentes -resopló Scott.
– Si quiere…
– ¿Ha trabajado usted alguna vez en un caso de secuestro, detective?
Terri vaciló. No iba a responder a esa pregunta con sinceridad, que en ese caso habría sido «No». Eso sólo podría empeorar las cosas, lo cual en el libro de procedimientos de cualquier policía era un grave error.
– Creo que debo ir con usted, detective, y ver cómo reacciona su jefe… -Se volvió hacia Mary-: Y tú deberías quedarte aquí. Por los teléfonos. Debes estar atenta a cualquier cosa fuera de lo habitual.
Mary sólo sollozó a manera de respuesta, pero fue un gesto de aceptación.
Adrián se dio cuenta de que para ellos -Scott y la detective- su función acababa de terminar. Escuchó a Brian moviéndose junto a él.
– Te lo dije. -Hablaba en voz muy baja-. El estúpido novio piensa que eres sólo un viejo tonto que vio algo importante por casualidad y la mujer policía cree que ya ha oído todo lo que tenías que decirle. Típico.
– ¿Qué debo hacer? -preguntó Adrián. Por lo menos, pensó que había preguntado. Se tranquilizó cuando escuchó que su hermano respondía.
– Nada. Y todo -explicó su hermano muerto-. No es que todo dependa sólo de ti, Audie. Pero de alguna manera sí. En cualquier caso no te preocupes. Tengo algunas ideas…
Adrián respondió asintiendo con la cabeza. Buscó su chaqueta; estaba seguro de haberla dejado en el sillón, o tal vez se había caído detrás de una silla al quitársela cuando entró en la casa. Su cabeza giró y entonces se dio cuenta de que todavía tenía puesta la chaqueta.
Adrian había pasado buena parte de su vida académica estudiando el miedo. Le atrajo el tema hacía ya casi cincuenta años. Después de su primer semestre en la universidad, cuando regresaba a casa, el vuelo había sido realmente terrible. Le fascinó ver las reacciones de los otros pasajeros mientras el avión temblaba y se sacudía en medio de un negro cielo de tormenta; estaba tan fascinado que se olvidó de su propia ansiedad. Plegarias. Gritos. Nudillos blancos y sollozos. En una caída como para revolver el estómago, en la que el ruido del motor había amenazado con ahogar todos los gritos, miró a su alrededor y se imaginó a sí mismo como la única rata atenta en un laberinto aterrador.
Como profesor, había realizado innumerables experimentos en el laboratorio tratando de identificar los factores de la percepción que estimularan respuestas previsibles del cerebro. Pruebas visuales. Pruebas auditivas. Pruebas táctiles. Algunos de los fondos de su universidad provenían de subvenciones oficiales -financiación militar burdamente disfrazada- porque las fuerzas armadas siempre estaban interesadas en entrenar a los soldados para quitarles el miedo. De modo que Adrián había pasado sus años de docencia saltando de un aula a otra, dando conferencias y pasando largas noches en un laboratorio rodeado de asistentes mientras preparaba sus estudios clínicos.
Todo había sido satisfactorio, a menudo fascinante y extraordinariamente gratificante…, pero cuando llegó el momento de jubilarse comprendió que sabía mucho y al mismo tiempo muy poco acerca de su especialidad. Entendía cómo y por qué ver una serpiente provocaba una aceleración de la respiración, aumento del pulso, sudor, alteraciones en la visión y casi pánico en algunos sujetos -estudiantes de Psicología invariablemente-. Había realizado estudios de desensibilización sistemática mostrando a los sujetos imágenes de serpientes del National Geograpbic, serpientes de peluche y, finalmente, serpientes reales, para medir de qué manera habituarse a verlas hacía disminuir el miedo. También estaban los llamados estudios por «inundación», en los que los sujetos son enfrentados abruptamente con una gran cantidad del objeto temido. Un poco como cuando Indiana Jones cae en el pozo subterráneo de las serpientes en la primera de las películas de la serie de Spielberg. A Adrián no le gustaba ese tipo de pruebas. Demasiado sudor y muchos gritos. El prefería el ritmo más lento del examen.
Su hermano -antes de suicidarse- a menudo se burlaba amistosamente del trabajo de Adrián.
– Lo que aprendí en la guerra -le había dicho a Brian una vez- es que el miedo es lo mejor que tenemos a nuestro favor. Nos mantiene a salvo cuando lo necesitamos, nos da una manera de ver el mundo que, aunque un poco sesgada, se excede por el lado de la precaución, lo cual, hermano, por regla general, te mantiene vivo un día más, y con el culo alejado de los problemas.
Mientras caminaba a través del viejo campus, Adrián sonrió pensando en lo mucho que echaba de menos la manera de hablar de su hermano. En un momento, Brian podía parecer un filósofo de Oxford con una chaqueta de tweed, y al siguiente, un rudo matón callejero con tendencia a soltar groserías. Le gustaba adoptar cualquier papel que considerara necesario para el caso que tenía entre manos. Su hermano había dividido su tiempo entre clientes corporativos que pagaban mucho y el trabajo voluntario en la Unión Americana para las Libertades Civiles y el Centro Legal del Sur para pobres. Éstos eran casos en los distritos rurales en los que los acusados con pena de muerte -muchos de los cuales habían sido injustamente inculpados- tenían pocas posibilidades de evitar la silla eléctrica hasta que llegó Brian.
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