John Katzenbach - El profesor

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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Vio que la Número 4 se estremecía. Sacudió la cabeza. Ninguna mascota. Luego sonrió.

Se dio cuenta de que la Número 4 era la prisionera que cumplía todas sus fantasías.

* * *

Jennifer trató de darse instrucciones a sí misma, obligándose a recordar que tenía algunos instintos que le daban una cierta fortaleza. Se dijo que tres veces había tenido la suficiente valentía para fugarse de casa. Esto sería otra oportunidad siempre que luchara contra el impulso de hundirse en el terror. Inspiró y expiró lentamente, tratando de calmarse.

Tocó los lados de la cama. Por debajo de la negrura de la capucha, se imaginó una cama de metal y un colchón. Había una sábana de algodón áspero -la imaginó simplemente blanca- en la cama sobre la que estaba. Muy bien, pensó. Veamos qué podemos tocar. Con suma cautela, sacó los pies por el borde de la cama y tocó el suelo con los dedos. Era de cemento, sintió frío al tocarlo con las plantas de los pies. Parece el suelo de un sótano.

Movió los pies hasta donde alcanzaba para ver si había algún obstáculo. Nada. Jennifer se ordenó intentar ponerse de pie, y luego lo repitió. Quería escuchar su propia voz. Así que dijo en voz baja:

– Ponte de pie, muchacha. Puedes hacerlo. -Percibir la diferencia entre las palabras habladas y las palabras pensadas le dio un poco de confianza. Se esforzó por ponerse de pie.

Casi instantáneamente sintió que se mareaba. Su cabeza giró dentro de la capucha, como si la oscuridad delante de sus ojos fuera repentinamente líquida. Se tambaleó un poco, casi cayéndose hacia atrás sobre la cama o sobre el suelo de cemento. Pero pudo mantener el equilibrio como un acróbata sobre un cable en las alturas y poco a poco su cabeza dejó de dar vueltas y sintió que tenía un cierto control sobre sus débiles músculos. Deseó tener más fuerza, como algunos de los atletas de su instituto obsesionados por el levantamiento de pesas.

Siempre con la respiración agitada, dio un paso de prueba hacia delante. Mantenía las manos delante de ella. No podía sentir nada. Las movía a derecha e izquierda, y una de sus manos chocó con la pared. Se volvió a medias y, usando la pared a manera de guía, empezó a moverse como un cangrejo, sintiendo la capa de yeso que cubría el muro debajo de los dedos. Pudo escuchar una especie de repiqueteo que, se dio cuenta, provenía de la cadena alrededor de su cuello moviéndose. Supuso que estaba golpeando contra la cama.

Su rodilla tropezó con algo y se detuvo. Parte del espeso olor a desinfectante traspasó la capucha de seda. Con mucho cuidado, estiró la mano hacia abajo y, como un ciego, pasó las manos sobre el obstáculo.

Le llevó unos segundos hacerse una imagen mental de qué podía ser aquello, y pudo sentir el asiento y el trípode de apoyo. Era un inodoro portátil. Que lo reconociera fue sólo cuestión de suerte. Su padre la había llevado de campamento cuando era pequeña y ella había manifestado una serie de quejas por tener que usar algo tan primitivo al aire libre. Pero en ese momento se sintió casi rebosante de alegría. Le dolía la vejiga, que, al reconocer lo que estaba a sus pies, empezó a enviar exigentes dolores a través de su estómago.

Se detuvo. No tenía ni idea de quién la estaba mirando. Sólo podía suponer que las reglas le permitían usar el inodoro. No sabía si tenía alguna intimidad. Se sintió casi dominada por una sensación adolescente de violación. El decoro luchó contra la vergüenza. Odiaba la idea de que alguien pudiera verla.

La entrepierna clamaba alivio. Comprendió que no tenía más opciones. Se colocó encima del asiento y con un solo movimiento rápido se quitó las bragas y se sentó.

Odió cada segundo de alivio.

* * *

En los monitores de la habitación que estaba encima de donde Jennifer se encontraba encerrada, Michael y Linda observaban cada movimiento que ella hacía. Las torpes y ciegas maniobras resultaban agradables en su ritmo. Podían percibir las ondas de intriga y las oleadas de fascinación en el inframundo de su transmisión. Sin necesidad de decirse ni una palabra, ambos sabían que para cientos de personas mirar a Jennifer se iba a convertir en una droga.

Como cualquier buen traficante, sabían cómo mantener la cantidad exacta de suministro para mantener la demanda.

Capítulo 12

Terri Collins miró al anciano sentado en el rincón del comedor y pensó: El no puede ser la razón de que yo esté aquí.

Adrián Thomas se movió incómodo bajo esa mirada fija. La detective tenía una mirada implacable, una mirada que implicaba algo que iba más allá del escepticismo. El podía sentir que los pensamientos tiraban de él en diferentes direcciones y esperaba no aturdirse como le había ocurrido cuando habló por teléfono con el agente de emergencias del 911. Repasó las pocas observaciones y los mínimos detalles que tenía en su cabeza, como un actor que ensaya su papel. Trató de organizar todas esas impresiones en una evaluación coherente de lo que había visto, para que la detective no pensara que era simplemente un anciano confundido, aunque eso era precisamente lo que era.

Cuando se volvió para observar a Mary Riggins y Scott West, Adrián echó una rápida mirada furtiva a su alrededor con la esperanza de que Brian estuviera oculto en un rincón, para que le dijera cómo hablar con la mujer policía. Pero en ese momento Adrián estaba solo… o por lo menos no estaba acompañado.

– Señora Riggins -explicó Terri lentamente-, los secuestros son delitos complicados. En general, se trata de pedir un rescate; otras veces un miembro de una pareja separada le roba un hijo al otro miembro.

Mary negó con la cabeza, aunque no había hecho ninguna pregunta.

– Además hay un tercer tipo de secuestros -agregó Scott mirándola con una desagradable mirada de enfado-. Cacería sexual.

Terri asintió con la cabeza.

– Sí. Es poco frecuente. No más habitual que ser alcanzado por un rayo.

– Creo que usted tendría que concentrarse en este tipo de secuestro -sugirió Scott.

– Sí, pero me gustaría descartar estos otros…

– ¿Y perder tiempo? -la interrumpió Scott.

Terri se detuvo para volver su mirada hacia Scott. Había supuesto que ésa era la dirección en la que él quería que ella investigara. Sólo le molestaba ser forzada a esa línea de investigación por alguien que ella pensaba que había estado al borde de cometer algún abuso sexual. Decidió revertir esa situación.

– Tal vez haya algún elemento en este sentido que usted no ha tenido en cuenta. Quizá en su consultorio… -empezó lentamente, pero luego las palabras comenzaron a salir amontonadas-. Algún paciente tal vez. Alguien enfadado o descontento. Tal vez psicótico, incluso, que trata de hacerle daño a usted y escoge a Jennifer con ese objetivo.

Scott de inmediato alzó la mano.

– Eso es muy improbable, detective. Conozco muy bien todos los asuntos a los que mis pacientes se enfrentan y ninguno de ellos es capaz de ese tipo de cosas.

– Bien -continuó Terri-. Seguramente usted tiene algunos… casos que han tenido resultados poco satisfactorios, ¿no?

– Por supuesto -reconoció con un soplido Scott-. Todo terapeuta que tenga un mínimo de autoconocimiento comprende que no es el remedio ideal para todos los pacientes. Inevitablemente hay fracasos…

– Así que no parece demasiado descabellado pensar que tal vez uno de esos casos con menor fortuna albergue algún tipo de rencor.

– Es descabellado, detective -dijo ceremonioso-, imaginar que uno de mis pacientes podría inventar un complicado plan de venganza… No. Imposible. Yo me habría dado cuenta de tanto resentimiento.

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