– Estaré ahí cuando me necesites -aseguró Brian.
A Adrián le hubiera gustado responder lo mismo. Él no había estado ahí cuando su hermano le necesitó. Tan sencillo como eso. Quiso llorar, y eso, se dio cuenta, significaba que estaba teniendo dificultades para controlar sus cambiantes emociones. Sabía que no podía, efectivamente, echarse a llorar en medio de una mañana brillante, clara y templada, allí, en el aparcamiento de una farmacia en el pequeño y activo centro comercial de su pueblo universitario. Llamaría la atención, y no quería eso. No sería apropiado. No para el detective en que se había convertido.
Adrián se sentó detrás del volante y empezó a conducir de regreso a su barrio, que de pronto le pareció, aun bajo el brillante sol de primavera, mucho más oscuro y misterioso de lo que nunca había creído que pudiera ser.
* * *
Del primer grupo de puertas a las que llamó, casi en la mitad no respondieron, y los otros no fueron de gran ayuda. Las personas que abrían se mostraban educadas pero cortantes -suponían que estaba vendiendo algo o que iba de puerta en puerta recaudando fondos para alguna causa como luchar contra la contaminación del planeta o haciendo proselitismo como los Testigos de Jehová-, y cuando les mostraba la gorra y mencionaba el nombre, se sorprendían.
Iba solo y Brian caminaba un poco más adelante. Su hermano se había puesto gafas de sol estilo aviador para protegerse de la fuerte luminosidad de la mañana y caminaba con la energía de un joven, lo cual por lo general hacía que estuviera unos pasos por delante de Adrián. Adrián se sentía muy viejo mientras andaba, aunque no se encontraba cansado y estaba secretamente encantado de sentir los duros músculos de las piernas firmes, tensos y sin quejas, mientras le seguía el ritmo al fantasma de su hermano.
Se detuvo para dejar que el sol matutino le iluminara la cara, dirigiendo la mirada hacia arriba, a los rayos de luz que bailaban con las sombras. Siempre era un combate entre hacer la luz y encontrar la oscuridad. Esto le hizo pensar en un poema; sus autores favoritos siempre trabajaban sobre un imaginario que se movía en la línea entre el bien y el mal.
– Yeats -dijo en voz alta-. Brian, ¿has leído alguna vez La lucha de Cuchulain con el mar?
Brian descolgó el rifle y se detuvo un poco más adelante. Se agachó para poner una rodilla en tierra, con la mirada al frente, como si estuviera inspeccionando un sendero en la selva, no un barrio de las afueras.
– Sí. Seguro. Seminario de segundo año sobre tradiciones poéticas en la poesía moderna. Creo que hiciste el mismo curso que yo y sacaste mejor nota.
Adrián asintió con la cabeza.
– Lo que me gustó fue cuando el héroe se da cuenta de que ha matado a su único hijo… El único recurso era la demencia. Así que estaba encantado y se puso a pelear con espada y escudo contra las olas del mar.
– «… La invulnerable marea» -recitó Brian. Alzó un puño, como si ordenara disminuir la velocidad a un pelotón de hombres en fila detrás de él, en lugar de a su único hermano. Los ojos de Brian se centraron en un sendero de ladrillo rojo-. Ve al frente, Audie -susurró-. Prueba en esta casa. -Estas palabras fueron dichas en voz muy baja, pero Brian las invistió con un tono imperativo.
Adrián levantó la vista. Otra típica casa de madera, como casi todas las demás. Como la suya.
Suspiró y fue hasta la puerta, dejando a su hermano atrás, sobre la acera. Tocó el timbre dos veces, y justo cuando estaba a punto de darse vuelta y marcharse, escuchó unos pasos apresurados dentro. La puerta crujió al abrirse y se quedó cara a cara con una mujer de edad madura, con un paño de cocina en las manos, los ojos enrojecidos y un fino pelo rubio. Olía a humo, a preocupación, y parecía que no había dormido en un mes.
– Lamento molestarla… -empezó a decir Adrián.
La mujer lo miró sin prestarle atención. Le temblaba la voz, pero trató de ser educada:
– Mire, sea lo que sea, no estoy interesada. Gracias, pero no… Gracias…
Con la misma rapidez con que había abierto, la mujer estaba cerrando la puerta.
– No, no -reaccionó Adrián. Desde atrás, escuchó que su hermano le gritaba una orden: ¡Muéstrale la gorra! Le mostró la gorra rosa.
La mujer se quedó paralizada.
– Encontré esto en la calle. Estoy buscando…
– ¡Jennifer! -exclamó la mujer.
Se echó a llorar.
Para cuando Terri Collins logró entrar en el disco duro del ordenador de Jennifer y copiarlo sin destruir nada, ya era media mañana y, a pesar de una pequeña siesta en la silla de la sala de interrogatorios, todavía estaba exhausta. La oficina había despertado alrededor de ella. Los otros tres detectives del pequeño equipo estaban en sus mesas, haciendo llamadas, revisando detalles de varios casos abiertos.
Ella también había recibido una citación de la oficina del jefe, que quería una reunión al mediodía para que le informara de los casos que estaba llevando, de modo que Terri se apresuró a elaborar una especie de análisis sobre la desaparición de Jennifer. Para poder seguir con el caso, tenía por lo menos que dar la impresión de que estaban ante un delito. De cualquier otra manera, ella lo sabía, el jefe le iba a decir que hiciera lo que ella ya había hecho -difundir una fotografía y la descripción de la joven por los cauces habituales a nivel estatal y nacional- y que se centrara de nuevo en casos que pudieran efectivamente conducir a arrestos y condenas.
Miró con culpabilidad la pila de carpetas de casos que se amontonaban en una esquina de su mesa. Había tres casos de agresión sexual, un asalto simple (era una pelea de sábado por la noche en un bar, puñetazos entre hinchas de los Yankees y los Red Sox), una agresión mortal con arma (¿qué estaba haciendo, de todos modos, ese estudiante de segundo año de Concord, el elegante barrio residencial de Boston, con una navaja?) y una media docena de casos de droga que iban desde una bolsa con cinco dólares de marihuana hasta un estudiante universitario arrestado en el campus cuando intentaba vender un kilo de cocaína a un policía camuflado.
Cada uno de esos archivos necesitaba atención, especialmente las agresiones sexuales, porque eran todos más o menos lo mismo: jovencitas que habían bebido demasiado en alguna fraternidad estudiantil o una fiesta en una residencia de estudiantes y luego se habían aprovechado de ellas. Invariablemente, las víctimas se echaban atrás, porque creían que ellas eran culpables de alguna manera. Quizá, pensaba Terri, lo eran. Las inhibiciones habían sido eliminadas por el exceso de cerveza bailando provocativamente, tal vez habían obedecido a los gritos de «¡Muestra las tetas!» que eran habituales en las reuniones del campus.
Pero no eran tan culpables. Todos esos casos estaban aguardando los resultados de toxicología y sospechaba que, sin excepción, darían positivo en éxtasis. Todos estos casos comenzaban con un: «Hola, guapa, deja que te invite a una copa» en una habitación llena de gente, música fuerte, cuerpos amontonados y una joven que no advierte el sabor ligeramente raro al beber de su vaso de plástico. Una parte de vodka, dos partes de tónica y un toque de droga para violar a la compañera de cita.
Odiaba ver cómo algunos violadores se salían con la suya cuando las muchachas avergonzadas y ya sobrias con sus padres igualmente avergonzados retiraban las acusaciones penales cuidadosamente preparadas. Sabía que los muchachos involucrados terminarían jactándose de sus conquistas cuando llegaran a Wall Street, a la Facultad de Medicina o a cualquier otra importante profesión. Pensaba que era el deber de toda mujer policía asegurarse de que ese ascenso no tuviera lugar sin un poco de sudor y algunas cicatrices.
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