Apenas obtuvo el billete, fue hacia el baño de caballeros. Una vez dentro, comprobó rápidamente que estaba solo, y luego se encerró en un compartimento. Abrió la mochila y sacó un abrigo diferente, un sombrero flexible de pescador y una barba y un bigote falsos. Sólo le llevó unos segundos transformar su apariencia y regresó afuera para esperar en un rincón oscuro.
La estación tenía una presencia policial constante pero rutinaria. Su trabajo principal consistía en descubrir a gente sin hogar que buscaba un lugar tibio y seguro para pasar la noche y que desdeñaba los muchos refugios disponibles. Otra tarea de los policías parecía ser impedir los asaltos que pudieran dar como resultado un titular poco alegre en los diarios. La estación de autobuses era un sitio tenso, se podía percibir que estaba en el límite entre la normalidad, la respetabilidad y el delito, uno de esos lugares donde mundos diferentes se rozan incómodos unos con otros. Michael pensaba que su aspecto lo colocaba en el grupo de la gente respetable, lo cual era un buen camuflaje, opuesto a la verdad.
Entonces esperó, sentado en una incómoda silla de plástico rojo, moviendo nerviosamente las puntas de los pies, tratando de pasar inadvertido, hasta que vio lo que necesitaba: tres muchachas de edad universitaria con un amigo de aspecto distraído. Todos llevaban mochilas y no parecían preocupados por lo tarde que era. Pero también parecían ser de los que realizan buenas acciones, dispuestos a hacer lo más correcto si encuentran algo que no es suyo. Llamarían a alguien. Eso era lo que él quería. Una capa de misterio sobre otra capa de misterio.
Lentamente se puso en fila detrás de ellos, con el cuello levantado y el sombrero encasquetado porque esta vez sabía con certeza que había cámaras de seguridad que grababan todo. La maldita Ley Patriótica que aprobaron después de los atentados de las Torres Gemelas, bromeó consigo mismo. Sólo que no era difícil encontrar información en Internet sobre dónde estaban ubicadas esas cámaras y de qué manera realizaban la vigilancia. Esperó hasta que el grupo de jóvenes en edad universitaria se amontonara delante para intentar que el abrumado vendedor de billetes nocturnos respondiera a todos a la vez. En ese momento, disimuladamente alargó la mano y deslizó la tarjeta Visa en el bolsillo abierto de una de las mochilas.
Un juego de manos, pensó, digno de Houdini. Esta idea le hizo sonreír, porque en cierto modo lo que él y Linda habían hecho era magia: Jennifer había desaparecido.
En su lugar, esposada y encapuchada, una imagen congelada de la Número 4 entraba en el cibermundo.
Adrian estaba delante de la farmacéutica, quien eficientemente ponía pastillas en recipientes. Ocasionalmente le miraba y sonreía lánguidamente. Él podía darse cuenta de que ella tenía un comentario en la punta de la lengua, pero se lo tragaba cada vez que amenazaba con salir. Era una mirada vacilante con la que estaba familiarizado por su experiencia en clase. Por un instante se sintió otra vez como un profesor. Sintió deseos de apoyarse sobre el mostrador y susurrar algo como: Sé qué es lo que significan todas esas pastillas, y sé que usted lo sabe también, pero no tengo miedo a morir. De ninguna manera. Lo que sí me preocupa es ir desvaneciéndome y estas pastillas se supone que ayudan a disminuir la velocidad de ese proceso, aunque sé que no será así.
Quería decir eso, pero no lo hizo. La farmacéutica debió notar algo, pero lo malinterpretó. Se le acercó.
– Éstas son muy caras -dijo-, a pesar de la amplia cobertura del seguro de la universidad. Lo siento mucho.
Era como si al disculparse por el coste escandaloso del tratamiento pudiera decirle en realidad cuánto lamentaba que estuviera tan enfermo.
– Está bien -replicó él. Pensó en añadir algo como: No las necesitaré durante mucho tiempo, pero tampoco lo hizo.
* * *
Buscó en la cartera, le entregó una tarjeta de crédito y observó que varios cientos dólares eran cargados a su cuenta. Tuvo una idea ligeramente graciosa: No lo pagues. Veamos cómo esas sanguijuelas tratan de conseguir el dinero de un viejo tonto que babea y que no sabe en qué día vive, y mucho menos si gastó o no ese dinero.
Adrián se llevó de la farmacia una bolsa de papel llena de medicamentos, afuera, a una mañana brillante. Abrió un recipiente y dejó caer en la palma de su mano un Exelon. A éste se agregaron Prozac y Namenda, que se suponía que le iban a ayudar con la confusión; él no creía que fuera necesario todavía, aunque estaba dispuesto a admitir que eso podía ser una señal de lo que la pastilla debía mejorar. Apenas echó un vistazo a la larga lista de efectos secundarios desagradables que acompañaban a cada medicamento. Fueran lo que fuesen, difícilmente podrían ser peores que lo que le esperaba. También había un antipsicótico en la bolsa, pero no abrió esa ampolla y se sintió tentado de tirarla. Se metió rápidamente en la boca la selección de pastillas y tragó con decisión. Es un principio, pensó Adrián.
– Está bien, ahora ya has hecho eso, volvamos al trabajo -le dijo su hermano en tono vivaz-. Es hora de averiguar quién es Jennifer.
Adrián se volvió lentamente hacia el sonido de la voz de su hermano.
– Hola, Brian -lo saludó. No pudo evitar sonreír-. Estaba esperando que aparecieras tarde o temprano.
Brian estaba sentado sobre el capó del viejo Volvo de Adrián, con las rodillas recogidas, fumando un cigarrillo. El humo ascendía sobre ellos hacia el cielo azul. Tenía puesta ropa militar. Era caqui, estaba hecha jirones, sucia y manchada con salpicaduras de sangre. El chaleco antibalas estaba rasgado. El casco estaba a sus pies, con el símbolo de la paz dibujado con tinta negra gruesa y una pegatina de la bandera estadounidense con las palabras «Comerciante de muerte y ladrón del corazón» escritas debajo. Su M-16 descansaba entre las piernas, y mantenía la culata apoyada en el suelo, junto a sus botas de andar por la selva. El sudor marcaba la cara de Brian; estaba pálido y delgado, esquelético, apenas tenía veintitrés años. Parecía el soldado de una foto que Larry Burrows había tomado en un trabajo para la revista Life poco antes de que lo mataran. Brian había guardado una copia enmarcada sobre el escritorio en su oficina. Es un recuerdo, le había dicho a Adrián, aunque no especificó de qué recuerdo se trataba. La foto estaba en ese momento en una caja polvorienta en el sótano de Adrián, junto con muchas otras cosas de su hermano, incluida la Estrella de Plata, la condecoración militar que había ganado y sobre la que nunca le dijo nada a nadie.
Mientras Adrián observaba, Brian bajó del capó con un movimiento lento y dolorido, como si estuviera exhausto, pero que también revelaba una pereza complaciente que Adrián le conocía desde su infancia. Brian nunca se apresuraba, ni siquiera cuando las cosas estaban estallando a su alrededor. Era una de sus mejores cualidades, la habilidad de ver con claridad cuando a los demás les entraba el pánico; Adrián siempre había valorado a su hermano por la calma que transmitía. Mientras crecían juntos, se llevaban sólo dos años, cuando algo -cualquier cosa- ocurría, Adrián siempre había mirado primero a su hermano para evaluar cuál debía ser su propia reacción.
Por este motivo, la muerte de Brian le resultaba tan incomprensible a Adrián.
Brian se sacudió como un perro que se levanta con tristeza de un sueño profundo y señaló su brazo derecho, donde la manga de la chaquetilla de combate estaba enrollada, dejando sólo una única insignia a la vista, la franja compacta y el perfil de una cabeza de caballo en amarillo y negro del Primero de Caballería del Aire. Brian estiró sus delgados y musculosos brazos y se colgó el arma al hombro. Levantó la vista hacia la luz intensa del sol, y se protegió por un momento los ojos.
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