John Katzenbach - El profesor

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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– Un pueblo universitario, oh, hermano mío -comentó-. Muy tranquilo. No como Vietnam -continuó, medio bromeando.

Adrián sacudió la cabeza.

– Ni como la Facultad de Derecho de Harvard o de Columbia. Ni como esa gran empresa de Wall Street en la que trabajaste. Ni como el enorme departamento en el Upper East Side donde tú… -Se detuvo-. Lo siento -se disculpó rápidamente.

Brian se rió.

– Ni como un montón de cosas. Y no te preocupes por eso. Tú quieres hablar sobre por qué me maté; bien, todavía queda mucho tiempo para eso. Ahora mismo me parece que tenemos bastante trabajo que hacer. Al comienzo de cualquier investigación es cuando hay que realizar los mayores esfuerzos. Hay que avanzar mientras las cosas todavía están relativamente frescas. Ponte en marcha antes de que el rastro se enfríe. Creo que ya te has retrasado demasiado. ¿No has oído a Cassie? Te ha dicho que empieces a hacer algo. Así que comencemos. No hay más tiempo que perder.

– No sé exactamente por dónde empezar. Todavía estoy muy… -vaciló.

– ¿Asustado? ¿Confundido? -Su hermano lo interrumpió con una risa. Se rió en medio de asuntos muy inquietantes, como si pudiera aliviar las preocupaciones que los acompañaban-. Bien, las pastillas ayudarán, creo. Tal vez sólo sirvan para mantener las cosas bajo control un poco de tiempo mientras revisamos lo que sabemos…

– Pero no sé nada realmente.

Brian sonrió otra vez.

– Por supuesto que sabes. Pero es una cuestión de pragmatismo. Tenemos que trabajar con paso firme, ver cada cuestión como un hoyo que tiene que ser llenado.

– Tú siempre fuiste bueno para organizar las cosas.

– El ejército me entrenó bien. Y la Facultad de Derecho me entrenó todavía mejor. Eso no era un problema para mí.

– ¿Me ayudarás?

– Para eso estoy aquí. Lo mismo que Cassandra.

Adrián hizo una pausa. Esposa muerta. Hermano muerto. Cada uno vería las cosas de una manera un tanto diferente. No le importaba si alguien lo descubría justo en ese momento hablando animadamente al aire. El sabía con quién estaba charlando.

Brian había sacado el cargador del M-16 y lo estaba golpeando contra el capó del Volvo para asegurarse de que estuviera lleno. Adrián quería estirar la mano y tocar su ropa desgastada. Podía sentir el olor a sudor seco, a humedad tropical y un leve aroma a alguna sustancia explosiva. Todo parecía muy real, y sin embargo sabía que no lo era, pero eso no le disgustaba.

– Siempre pensé que yo también tenía que haberme ido, tal como hiciste tú. Brian resopló.

– ¿A Vietnam? Una guerra desacertada en el lugar equivocado. No seas viejo y estúpido. Yo fui por razones todas erróneas. Romanticismo, emoción y sentido del deber…, tal vez ésas no fueron razones equivocadas…, sino la lealtad, el honor y todas esas hermosas palabras que atribuimos a los hombres que van a la batalla. Y me costó una enormidad. Tú lo sabes.

Adrián se sentía un poco castigado. Siempre se le trababa la lengua y tartamudeaba cuando trataba de hablar de asuntos emocionales con su hermano menor. Todo en Brian siempre le había parecido tan perfecto, tan admirable… Guerrero. Filántropo. Hombre de leyes racional. Incluso cuando ya eran adultos y los estudios de Adrián le daban una comprensión clínica del trastorno de estrés postraumático y de las oscuras depresiones que Brian sufría continuamente, usar los conocimientos que había adquirido en el aula para aplicarlos de manera práctica en alguien a quien amaba había sido difícil. Había muchas cosas que quería decir, pero siempre tropezaban con sus labios y caían en las grietas del olvido.

Brian tocó el casco que estaba sobre su cabeza y lo empujó un poco para que sus ojos azules pudieran recorrer rápidamente el aparcamiento frente a la farmacia.

– Buen lugar para una emboscada -comentó con desgana-. Bueno, no puede evitarse. Primera pregunta: «¿Quién es Jennifer?». Hay que conseguir una respuesta para eso. Luego podemos seguir con la búsqueda del porqué.

Adrián asintió con la cabeza. Dirigió su mirada hacia la gorra rosa de los Red Sox, que estaba sobre el asiento del coche. Brian siguió su mirada.

– Correcto -reconoció el hermano con suavidad-. Alguien podrá reconocer la gorra. ¿Dices que la muchacha iba a pie?

– Sí. Se dirigía con paso rápido a la parada de autobús.

– Entonces, venía de algún sitio de tu barrio, ¿no?

– Eso tendría sentido.

– Bien -aceptó Brian-. Empieza por ahí. Traza un perímetro mental. Escoge un amplio círculo, de seis calles, un par de kilómetros, y luego hay que ser sistemático. Anota los sitios a los que vas, cuál es la dirección, lo que dice la gente. Alguien verá esa gorra, escuchará el nombre y te orientará bien.

– Pero debe haber…, no sé, cincuenta, tal vez setenta y cinco casas… Son muchos los timbres que hay que tocar.

– Y tú vas a llamar a todos. -Adrián asintió con la cabeza-. Mira, Audie -explicó Brian, usando el apodo de su infancia-, la mayor parte del trabajo de la policía es usar las piernas. No es Hollywood y no es demasiado excitante. Es sólo trabajo duro. Trabajo pesado. Convertir las posibilidades en detalles y en datos para luego encajar todas las piezas. La mayoría de los casos son rompecabezas. A los autores de novelas de misterio y a los productores de televisión les gusta imaginar que son como esas grandes reproducciones de mil piezas de la Mona Lisa o un mapamundi que hay que reconstruir. Pero lo más frecuente es que los casos sean como esos rompecabezas de bloques de madera que les dan a los niños en edad preescolar. Poner la silueta de una vaca o de un pato en el espacio recortado con la forma de la vaca o del pato. En cualquiera de los dos casos, algo se puede ver cuando uno termina. Eso es lo que en última instancia hace que resulte tan atractivo. Brian vaciló.

– ¿Recuerdas cuando te conté sobre un caso que tuve allí? Fue en el verano después de volver, cuando estábamos en el cabo. Teníamos una fogata encendida en la playa y tal vez llevábamos algunas cervezas de más. Yo te conté aquel asunto…, cuando tuve que entrevistar a todos los miembros de dos pelotones diferentes al menos cuatro veces antes de que la historia empezara a aparecer…

Adrián se acordaba. Brian rara vez había hablado de su vida de servicio y de los combates que había visto mientras trabajaba en la justicia militar. Éste había sido un caso de violación. En 1969. Un caso lleno de ambigüedades preocupantes. Tanto Brian como los hombres acusados de la agresión tenían la certeza de que la víctima pertenecía al Vietcong. Así pues, aquella mujer era una enemiga -todos estaban seguros de eso-, aunque no había pruebas concretas. Por eso, cualquier cosa que le ocurriera, pues bien, probablemente se lo merecía, o por lo menos ésa fue la justificación dada por cinco hombres alcoholizados que se turnaron para hacerlo hasta que ella estuvo casi muerta, lo cual tampoco les dejaba otra opción de justificarse. Fue uno de esos casos en los que sencillamente no había ningún lado moralmente bueno, en el que encontrar la verdad de lo que había ocurrido en un pequeño escenario secundario de la guerra no había generado ningún bien. Había tenido lugar una violación. El oficial al mando ordenó a Brian que investigara. Había culpables. Pero nada ocurrió. Presentó su informe. La guerra pasó. Aquellas personas murieron.

Brian se echó al hombro su rifle y señaló la carretera con el dedo.

– En esa dirección -ordenó Brian-. Puede ser tedioso, pero hay que hacerlo. ¿Crees que podrás recordar todo lo que se supone que debes preguntar? No quieres olvidar…

– Tendrás que recordármelo permanentemente -advirtió Adrián-. Los pensamientos de alguna manera se escapan de mi mente cuando no estoy prestando suficiente atención.

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