Pudo agarrar la ventana por tercera vez y se echó hacia atrás, usando toda la fuerza que le quedaba. Oyó que la madera se rajaba, para luego soltarse. Cayó hacia atrás. Se puso de pie y agarró el marco. Lo levantó.
La ventana era estrecha y pequeña. No medía más de treinta centímetros de alto por cincuenta de ancho. Pero estaba abierta.
Adrián se agachó otra vez. No se le había ocurrido pensar que tal vez no podría pasar por ese pequeño espacio y por un momento trató de medir sus hombros sobre la abertura. Se dijo que no importaba su tamaño, que lo mismo iba a entrar a la fuerza. Pieza redonda, agujero cuadrado, no importaba. Miró hacia dentro del sótano, mientras sus ojos trataban de adaptarse a la luz que entraba sobre sus hombros. Su primera impresión fue que el sótano allá abajo estaba oscuro, abandonado, y olía a vejez y humedad. Pero al recorrer con su mirada los rincones, vio un cableado de alta tecnología que serpenteaba a través del techo. Ninguno de los cables estaba cubierto de polvo, como todo lo demás.
Miró con mayor atención y vio que había paredes levantadas sobre un rincón y que los trastos irreconocibles acumulados a lo largo de muchos años habían sido empujados para dejar sitio a la construcción. La pared del frente tenía una sola puerta de madera barata, y un cerrojo. Parecía una construcción frágil y rápida que había sido interrumpida mucho antes de la etapa de pintura y decoración.
Era una celda. Le hizo pensar en una versión más grande de las jaulas que había usado para las ratas del laboratorio.
Adrián buscó a tientas y cogió su automática. Se dio cuenta de que iba a tener que contorsionarse para poder entrar. Con suma cautela metió las piernas por la pequeña abertura. No había ninguna manera de abrirla más, de modo que fue chocando arriba y abajo, echado boca arriba, tratando de bajar, hasta que hizo pasar los hombros y luego la cabeza. Alguien con cuerpo delgado y fibroso, un gimnasta o un artista de circo, habría entrado al sótano sin dificultad. Pero Adrián no era nada de eso. Luchó para mantener el equilibrio, tratando de descender como un montañero que se hubiera quedado sin cuerda.
Sabía que el silencio era fundamental. Estiró la punta de los pies hacia el vacío. Se balanceó unos pocos centímetros a la derecha, y luego a la izquierda, tratando de encontrar algo sobre lo que pudiera caer, pero sus pies se agitaron inútilmente en el aire. Podía sentir que sus manos agarradas al marco de la ventana comenzaban a deslizarse. No sabía a qué distancia estaba el suelo. Podían ser unos cuantos centímetros, pero tenía la sensación de estar balanceándose encima de una grieta de trescientos metros de profundidad. Sentía que la gravedad lo arrastraba. Respiró hondo y cayó.
Golpeó sobre el suelo de cemento duro. Se le torció el tobillo al caer y el dolor se apoderó de su pie. Pero el ruido de su caída y su repentino jadeo entrecortado de dolor fueron tapados por un súbito grito agudo de sufrimiento animal que vino desde detrás de la puerta cerrada con cerrojo de la celda.
* * *
El último nudo se deshizo, y Jennifer se dio cuenta de que la capucha estaba suelta. Sólo era cuestión de levantarla y retirarla. Vaciló. Ya no le importaba si estaba violando alguna de las reglas. Ya no tenía miedo de lo que el hombre y la mujer pudieran hacerle. Sólo le quedaba una alternativa. Pero estaba enredada en un nudo de pensamientos que de algún modo le decían que no quería ver su mundo en sus últimos momentos. Sería como estar de pie al borde de su propia tumba mirando hacia el agujero abierto en la tierra que estaba esperándola. Este es el momento en que la Número 4 se muere. Tal como se espera que ocurra.
Pero entonces esos sentimientos fueron reemplazados por una ira abrumadora que le brotaba desde dentro, sin límite y con la fuerza del agua que sale de una cañería rota. No era que quisiera seguir ofreciendo pelea…, esa oportunidad había desaparecido minutos, horas, días antes. Era más bien que no podía soportar no ser quien realmente era en el momento de su último aliento. De modo que…
Gritó.
Sin palabras. Sin una frase. Sin nada más que un gran grito de decepción y de rabia. Fue un sonido que reunía todo lo que iba a echar de menos de la vida en los años venideros para concentrarlo en un grito largo y estirado de desesperación. Fue amortiguado por la capucha, pero de todos modos llenó la habitación y atravesó las paredes y también el techo.
Jennifer fue apenas consciente de que el sonido le pertenecía. No tenía ni idea de por qué lo había dejado escapar. Pero cuando el grito fue desapareciendo de sus labios, levantó la mano y se arrancó la capucha.
Tal como ocurrió al final de aquel breve momento estupendo en que creyó que estaba escapando, la luz la cegó. En un primer momento, pensó que el hombre o la mujer la alumbraba con un reflector. Pero casi de inmediato se dio cuenta de que no era más que la iluminación habitual de la celda. Parpadeó con rapidez. Se protegió los ojos con su mano libre, y luego se frotó la cara. Toda la habitación pareció envuelta en un silencio diferente al anterior. Tuvo que esforzarse para escuchar su propia respiración agitada, que salía en breves estallidos.
Tardó unos segundos en adaptar la vista, el sonido y el oído, pero cuando lo hizo, vio el arma y le pareció mucho más fea que cuando la había descubierto a sus pies y tan sólo podía reconocerla al tacto. Era negra azabache y maligna, y brillaba bajo las fuertes luces del techo. Apartó la mirada y de pronto vio al Señor Pielmarrón tirado displicentemente a un lado de la habitación, un montoncito retorcido y marrón de algo inútil. No se explicó por qué no había oído a la mujer cuando dejó caer el juguete, pero sin pensarlo se puso de pie de un salto y atravesó esa corta distancia para cogerlo y abrazarlo contra su pecho. Permaneció así, balanceándose de alegría. Ya no estaba sola. Entonces regresó de mala gana a la silla de las entrevistas, se dejó caer sobre ella y cogió el arma.
Jennifer y el Señor Pielmarrón miraron a la cámara. Ella quería tirarla de una patada, pero él no. Una vez más, miró a su alrededor. Todas las paredes eran sólidas. La puerta estaba cerrada con llave, lo sabía. No había ninguna salida. Nunca la había habido. Había sido una tonta al imaginar alguna vez que existía una manera de salir de la habitación, aparte de la que estaba a punto de seguir.
– Lo siento -susurró, disculpándose ante sí misma y ante su compañero. Esperó que nadie más la escuchara.
Levantó el arma y empezó a temblar. Le temblaban las manos y agarró al oso con más fuerza todavía, como si el Señor Pielmarrón pudiera ayudarla a tranquilizar sus músculos tensos y aquietar las manos temblorosas. Se puso el arma en la cabeza. Esperaba estar haciéndolo bien. Miró al objetivo de la cámara.
– ¿Están filmando esto? -preguntó.
Su tono fue débil. Quería sonar desafiante, pero no podía encontrar la fuerza dentro de ella. La cubrió una inmensa oleada de tristeza y derrota, ahogando todos sus pensamientos acerca de lo que alguna vez fue Jennifer. Ya todo ha terminado, se insistió a sí misma.
– Mi nombre es Número 4 -le dijo a la cámara. Tenía demasiado miedo de disparar y tenía demasiado miedo de no disparar, y en ese titubeo momentáneo, escuchó algo que la confundió todavía más. Era una sola palabra que increíblemente parecía venir al mismo tiempo de algún lugar lejano y de alguno sumamente cercano. Fue como un recuerdo olvidado hacía mucho que resonó en la habitación alrededor de ella.
– ¿Jennifer?
* * *
Michael se inclinó súbitamente sobre el monitor del ordenador.
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