– ¡Huye, Número 4! ¡Huye ahora! Por favor…
* * *
A Michael le resultaba totalmente incomprensible todo lo que estaba ocurriendo. Todo estaba previsto en un guión, pero esto no. Todo estaba planeado, pero esto no. Él siempre sabía con mayor o menor precisión qué iba a ocurrir después de cada nuevo elemento, pero en ese momento no lo sabía. Miraba los monitores como si estuviera observando algo que sucedía en otra parte, en algún lugar del mundo, y no a pocos metros de distancia en una habitación bajo sus pies.
Linda fue poco más rápida en su reacción. Su primera idea fue que el detective de fantasía de sus pesadillas -parte Sherlock Holmes, parte Miss Marple y parte Jack Bauer- finalmente se había hecho realidad. Pero con la misma velocidad, lo descartó, porque podía darse cuenta desde el ángulo de la cámara B que quienquiera que fuese el que estaba en la celda con la Número 4 no era policía, aunque tuviera un arma en la mano.
Linda saltó hacia una ventana y rápidamente inspeccionó el mundo fuera de las paredes de la granja. Vio que no había ninguna flota de coches de policía con sirenas, ni había ningún megáfono pidiendo que se rindieran. No había ningún helicóptero dando vueltas por encima de ellos. No había nadie.
Giró hacia las pantallas.
– Michael -le informó-, ¡quienquiera que sea este endemoniado personaje, está solo! -Mientras hablaba, dio un salto al otro lado de la habitación, hacia la mesa sobre la que estaban las armas.
Michael estuvo inmediatamente a su lado. Hizo un rápido inventario de la colección de armas y luego puso la AK-47 en las manos de ella. Sabía que el cargador de treinta tiros estaba lleno y metió otro en el bolsillo de sus pantalones. Abrió con un movimiento seco un revólver para asegurarse de que también estuviera totalmente cargado, y metió esta segunda arma en el cinturón de los vaqueros de ella. Cogió la escopeta calibre 12 y rápidamente empezó a meter cartuchos en la recámara. Pero después de llenarla y cerrarla con un solo movimiento seco y enérgico de abajo hacia arriba, en lugar de agarrar una de las pistolas semiautomáticas de la mesa, sacó una pequeña cámara Sony de alta definición.
– Tenemos que tener todo esto grabado en vídeo -dijo. Cogió uno de los ordenadores portátiles y un cable que rápidamente conectó desde la cámara a una entrada en el ordenador. Sabía que iba a tener que manejar demasiadas cosas a la vez -la escopeta, la cámara y el ordenador-, pero transmitir las imágenes era fundamental. En la mente de Michael matar y filmar eran dos cosas que se habían unido en algo de igual importancia.
Linda comprendió de inmediato. Nunca habría Serie #5 si no ofrecían el final de la Número 4. Sus clientes necesitaban un final. Necesitaban ver, aunque cinematográficamente hablando el resultado no fuera perfecto. Esperaban un final, aun cuando no fuera precisamente el que Michael y Linda habían preparado.
Ambos estaban sobrecogidos por la preocupación y la sorpresa, pero también por un tipo creativo de emoción. En la mente de Linda, mientras quitaba el seguro de su arma automática, lo que estaban haciendo era verdadero arte. Imaginó una actuación que nadie que estuviera mirando iba a olvidar jamás. Provistos de armas mortales e impulso artístico, Michael y Linda corrieron hacia las escaleras que conducían al sótano. Sus pies resonaban con gran estruendo contra las tablas del suelo de madera desgastada.
* * *
El coro de fantasmas llenó su cabeza con órdenes dichas en voz baja, todas urgentes, todas susurradas. Con delicadeza. Ten cuidado. Extiende la mano… Adrián no podía precisar si era Cassie quien hablaba, o Brian, o incluso Tommy. Tal vez todos ellos, como si estuvieran reunidos cantando villancicos.
– Sí -dijo lentamente-. Creo que el Señor Pielmarrón tiene que volver a casa ahora. Creo que Jennifer también tendría que venir. Yo los llevaré a los dos ahora.
El arma en la mano de la adolescente bajó súbitamente a un lado. Miró a Adrián con curiosidad.
– ¿Quién es usted? -preguntó Jennifer-. No le conozco.
Adrián sonrió.
– Soy el profesor Adrián Thomas -se presentó. Esto parecía una presentación muy formal, dadas las circunstancias-. Pero puedes llamarme Adrián. Tal vez no me conozcas, Jennifer, pero yo te conozco a ti. Vivo cerca de tu casa. A sólo unas pocas calles de distancia. Te llevaré a tu casa, ahora.
– Eso es lo que deseo -dijo ella. Le ofreció el arma-. ¿Necesita esto?
– Déjala por ahí -indicó Adrián.
Jennifer obedeció. Dejó caer el arma sobre la cama. Sintió una súbita tibieza, como si volviera atrás en el tiempo, cuando era una niña que jugaba fuera un día caluroso de verano. Se volvió dócil. Todavía estaba desnuda, pero tenía a su oso y a un desconocido que no era ni el hombre ni la mujer, de modo que fuera lo que fuese lo que iba a ocurrirle en ese momento, estaba dispuesta a aceptarlo. Pensó que ya podría estar muerta. Quizá, se dijo a sí misma, en efecto, ya había apretado el gatillo del arma y aquel anciano era en realidad sólo una especie de acompañante y guía que iba a llevarla con su padre, que estaba ansioso esperando que ella se reuniera con él en algún mundo mejor. Un guía para la transición entre la vida y la muerte.
– Creo que ha llegado el momento de irnos -sugirió Adrián. La cogió con cuidado de la mano. Adrián no tenía ni idea de lo que debía hacer luego. Un policía de la televisión estaría hablando fuerte, haciéndose cargo de todo, blandiendo su propia arma y salvando la situación como lo hacían en Hollywood. Pero el psicólogo que había en él le dijo que por mucha prisa que hubiera, tenía que actuar con delicadeza. Jennifer estaba sumamente débil. Sacarla de la celda y de la granja era como transportar un cargamento inestable y extraordinariamente valioso.
Adrián la condujo por la puerta hacia el sótano húmedo y oscuro. No tenía ningún plan concreto de lo que debía hacer. Había estado tan concentrado en encontrar a Jennifer que ni se le había ocurrido pensar realmente en lo que debía hacer después. Esperó que sus fantasmas le dijeran qué pasos debía dar. Tal vez ya lo estaban haciendo, pensó, mientras ayudaba a la adolescente a salir de allí.
Ella se apoyaba en él como si estuviera herida. Él cojeaba por la lesión en el pie. Podía sentir que algunos huesos crujían dentro de su zapato y supo que se había fracturado. Apretó los dientes.
Mientras salían de la celda escucharon el aterrador golpeteo de pasos que se movían con rapidez, directamente encima de ellos. Jennifer se detuvo de inmediato, y se dobló como si le hubieran dado un golpe en el estómago. Desde muy dentro de su pecho salió un sonido… No era un grito, sino un ruido que parecía un gorgoteo de desesperación, gutural, primitivo, lleno de terror.
Adrián giró en la dirección en la que venía el ruido. En un rincón del sótano había una escalera de destartalados peldaños de madera. Él había tenido la vaga idea de que iba a llevar a Jennifer arriba, fuera del sótano, y salir a través de la cocina afuera de la casa, como si fueran de pronto invisibles y como si no hubiera nadie que fuera a oponerse a su partida. Estaban a muy poca distancia del pie de la escalera.
Mientras escudriñaba el lugar, vio un súbito rayo de luz que se movía veloz por la sombra sobre la pared. Oyó el ruido de un crujido, y supo que era la puerta de arriba que se abría. Mientras seguía con la mirada fija en la luz, fue bruscamente arrastrado hacia atrás.
Era Jennifer, que lo agarraba del brazo y tiraba de él. Quienquiera que fuese el anciano, tenía que ser mejor que el hombre y la mujer, y ella sabía que eran ellos dos quienes los esperaban arriba de la escalera. Empujada por el instinto de supervivencia, arrastró a Adrián hacia dentro del sótano. Adrián se dejó arrastrar hacia atrás. Ya no sabía qué más hacer. Y mientras vacilaba, diciéndose a sí mismo interiormente que tenía que pensar algún plan, el mundo alrededor de ellos estalló.
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