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John Katzenbach: El profesor

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John Katzenbach El profesor

El profesor: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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Una cascada de balas rugió escaleras abajo. El sótano quedó envuelto por el ruido y el humo. Proyectiles de 7,62 milímetros de gran potencia rebotaban contra las paredes de cemento y zumbaban con rumbo azaroso por el aire polvoriento. Los escombros volaban por el aire alrededor de ellos; era como si el estrecho y pequeño espacio del sótano estuviera siendo salvajemente demolido.

Adrián y Jennifer avanzaron de costado, agachados contra la pared más alejada de los tiros. Ambos gritaron como si hubieran sido alcanzados por las balas, pero no fue así. Que no fuera así parecía imposible y afortunado a la vez, pero Adrián podía darse cuenta de que el ángulo de disparo escaleras abajo limitaba la eficacia de las descargas, aun cuando los proyectiles de uso militar estallaran contra las paredes y el suelo, e iluminaran las sombras y la oscuridad.

La única ruta de salida que quedaba era la que Adrián había usado para entrar. La pequeña ventana del sótano brillaba con la luz exterior. Llegar a ella era arriesgado, pues si la persona que disparaba bajaba sólo tres o cuatro escalones, podría cubrir todo el sótano. El único lugar para esconderse sería volver a la celda de Jennifer, pero Adrián sabía que la adolescente no iba a retirarse a ese lugar, ni él podría pedirle que lo hiciera. No podía pedirle que regresara. Aun cuando la celda fuera el único lugar seguro -y eso era cuestionable-, Jennifer nunca iba a verlo de esa manera. Estaba acurrucada junto a él, abrazada a su oso y al brazo de Adrián, gimiendo.

Una segunda descarga resonó escaleras abajo, los silbidos de los disparos atravesaban el aire ya espeso. El humo comenzaba a envolverlos con sus olores amargos y también el polvo levantado. Ambos tosieron. Era difícil respirar.

Una salida. Una salida solamente. Con suavidad retiró los dedos de Jennifer, que estaban clavados en su brazo. Ella estaba aterrada y no quería soltarse, pero cuando él señaló con su arma hacia la ventana, la chica pareció comprender.

– Tenemos que llegar allí -susurró él, su voz áspera en medio del ruido de las armas automáticas.

En un primer momento los ojos de Jennifer estaban nublados por el miedo. Pero cuando miró hacia la ventana -tal vez a unos dos o tres metros sobre la pared- su visión se aclaró, y Adrián pudo ver que ella había comprendido. También pareció endurecerse, casi como si hubiera envejecido abruptamente en ese preciso instante, pasando de la infancia inocente a la adultez, todo debido a la cascada de disparos.

– Puedo hacer eso -dijo en voz baja, mientras asentía con la cabeza. Debería haber gritado por encima de los disparos de las armas, pero Adrián comprendió su respuesta con la claridad que proporciona el peligro.

Él se alzó desde el lugar donde se habían acurrucado contra una pared y empezó a agarrar los muebles viejos y abandonados, objetos ya deformados que alguna vez habían formado parte de la vida en la granja -un lavabo roto, un par de sillas de madera- y los arrojó desesperadamente al otro lado del sótano, lanzándolos contra la pared debajo de la ventana. Tenía que encontrar una cantidad suficiente como para poder escalar sobre ellos hasta la ventana. Su pie fracturado le dolió tanto que por un momento se preguntó si no habría sido alcanzado por un disparo. Luego cayó en la cuenta de que no importaba.

* * *

En la parte alta de la escalera, Michael estaba registrándolo todo con la cámara por encima del hombro de Linda mientras ella iba haciendo las descargas del AK-47, teniendo cuidado de que no pudieran reconocerla. Las explosiones los dejaban sordos, y cuando ella se detuvo, ambos se inclinaron hacia delante. Él dudaba que hubieran llegado a matar a la Número 4 y al anciano. Tal vez los habían herido. Indudablemente les habían dado un gran susto. Michael tenía muy en cuenta el arma en la mano del anciano. Calculó que la Número 4 podría estar armada con el Magnum que le habían dado para su suicidio ante las cámaras.

Estaba tratando de ser lógico y de evaluar todas las circunstancias, aun cuando la adrenalina palpitaba en su interior y mantenía el ojo derecho pegado al visor.

– El arma que le diste a la Número 4… -dijo en voz baja, con la esperanza de que el micrófono de la cámara no enviara más que unas cuantas palabras sueltas a Internet-. ¿Cuántos proyectiles?

– Sólo el que ella necesitaba -replicó Linda a la vez que se apoyaba la AK-47 en la cadera y aflojaba el dedo del gatillo. Sabía que si bajaba unos escalones, podría cubrir con mucha más eficacia el sótano, pero el ángulo sería muy difícil para que Michael filmara detrás de ella. Como una operadora de cámara que prepara las tomas para una complicada secuencia de acción -por ejemplo con coches deportivos, explosiones y actores corriendo atropelladamente en todas direcciones-, hacía rápidos cálculos en su cabeza-. Si les metemos prisa… -empezó a decir ella, pero él la interrumpió.

– Escucha -señaló-. ¿Qué es ese ruido? -Los dos se esforzaban por comprender lo que escuchaban. En sus oídos sentían el eco provocado por las explosiones de un arma automática disparada muy cerca. Era como tratar de leer letras pequeñas en una habitación con poca luz. Les llevó unos segundos darse cuenta de que lo que estaban escuchando era el ruido de muebles empujados por el suelo de cemento y lanzados contra una pared. En un primer momento Michael imaginó una barricada y pensó que el anciano y la Número 4 iban a tratar de esconderse y defenderse.

Reconstruyó mentalmente el sótano, tratando de ver el sitio más ventajoso para una trinchera individual improvisada para un par de ratas acorraladas. Y mientras lo hacía, vio la pequeña ventana llena de telarañas. La ventana era la única vía de escape que quedaba, o, si Linda y él llegaban allí primero, el sitio desde el que hacer funcionar tanto su cámara como todas las armas que llevaban.

Tocó el hombro de su amante y se llevó un dedo a los labios en el gesto universal que indica cautela y silencio. Le hizo un gesto a Linda para que lo siguiera, pero no antes de soltar otra descarga de su arma. Ella lo hizo y barrió con la AK-47 de un lado a otro por el estrecho pasillo del hueco de la escalera, haciendo llover balas en el sótano hasta que vació el cargador. Sacó el segundo cargador del bolsillo de Michael y lo puso de un golpe en su sitio, echó el pestillo hacia atrás, lista para disparar. Luego corrió tras él.

* * *

Terri Collins necesitó unos segundos para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Desde donde estaban ella y Mark Wolfe, detenidos junto al automóvil de Adrián, los ruidos del tiroteo parecían venir de un televisor en una habitación cercana. Aunque amortiguado por la casa, el ruido de los disparos de las armas automáticas era inconfundible. Ella había pasado muchas horas en su viejo automóvil esperando, entre las quejas de los niños pequeños, mientras su ex marido hacía prácticas de tiro en un polígono militar donde vaciar cargadores de cien proyectiles sobre blancos fijos con forma de terroristas era la norma, más que la excepción.

Se volvió hacia Mark Wolfe. Reconocer eso fue como si la atravesara una descarga de electricidad.

– ¡Llame pidiendo ayuda! -gritó.

El empezó a ocuparse del teléfono móvil mientras Terri corría veloz a la parte de atrás de su automóvil. Abrió de golpe el maletero y sacó un chaleco antibalas negro que guardaba allí. Se lo había regalado su vecina Laurie hacía muchos años, cuando todavía desempeñaba sus funciones en un coche patrulla, y no lo había usado ni una vez después de abrir el paquete una mañana de Navidad.

– Deles la dirección correcta -le gritó por encima del hombro-. Dígales que necesitamos a todo el mundo. Avise de que hay armas automáticas involucradas. ¡Y una ambulancia! Si es necesario, dígales que hay un oficial herido…, eso hará que se muevan con rapidez. -Apretó los cierres de velero, ajustando el chaleco contra el pecho. Lo sintió excesivamente pequeño y estrecho. Luego cargó la pistola.

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