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John Katzenbach: El profesor

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John Katzenbach El profesor

El profesor: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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Luego le dio la calificación máxima. Recordaba que en muy pocas ocasiones había dado una nota tan alta en todos sus años de docencia y nunca antes en un curso introductorio. El trabajo de la joven señorita Riggins estaba evidentemente a la altura de los que esperaba recibir de los estudiantes de distintos niveles que cursaran sus seminarios avanzados sobre anormalidades.

El profesor Parsons puso el informe encima de la pila que pensaba devolver después de la próxima clase, que sería la última antes de que comenzara el receso de verano. Le costó leer otro trabajo y empezar otra vez con el proceso de evaluación. Y cuando lo hizo, una gran mueca le cubrió el rostro a la vez que dejaba escapar un gruñido, pues el siguiente trabajo tenía un error de ortografía ya en la segunda oración del párrafo inicial.

– ¿Nunca han oído hablar del corrector ortográfico? -farfulló-. ¿No se molestan en releer su trabajo antes de entregarlo? -Con un gesto teatral, puso un dramático círculo rojo sobre el error.

* * *

Jennifer salió apresurada de su clase de Tendencias Sociales en la Poesía Moderna y cruzó rápidamente al otro lado del campus. Todos los jueves cumplía con una rutina establecida, y aunque sabía que iba a haber algunos cambios esta última vez, quería asegurarse de atenerse a ella lo máximo posible.

Su primera parada fue en un pequeño puesto de flores en el centro del pueblo, donde compró un ramo barato de flores variadas. Siempre escogía los colores más brillantes, más vibrantes, incluso en pleno invierno. Ya hiciera mucho frío o estuviera soleado y templado como era aquel particular comienzo de verano, quería que el ramo se destacara.

Recibió las flores de la agradable vendedora, que la conocía gracias a sus muchas visitas, pero nunca le había preguntado por qué compraba flores con tanta regularidad. Jennifer sólo supuso que la mujer había visto por casualidad dónde las dejaba. Regresó rápidamente afuera, al sol de media tarde, dejó caer las flores sobre el asiento de su automóvil y atravesó el pueblo para dirigirse a las oficinas centrales de la policía.

Por lo general siempre había sitio para aparcar cerca, y las pocas veces en que las calles habían estado atestadas, los oficiales de guardia le habían hecho señas para que entrara en el aparcamiento privado de la policía. Aquel último día tuvo suerte y encontró fácilmente una plaza libre, justo delante de la entrada al moderno edificio de ladrillo y cristal. No se molestó en poner monedas en el parquímetro, simplemente bajó de un salto con las flores en sus manos.

Cruzó la ancha acera hacia la puerta de entrada. Justo fuera había una enorme placa de bronce colocada de manera muy visible sobre la pared. Tenía una estrella dorada arriba que reflejaba los rayos del sol, y resaltaba la inscripción en relieve:

En memoria de la detective Terri Collins.

Muerta en cumplimiento del deber.

Honor. Dedicación. Devoción.

Jennifer puso las flores debajo de la placa y permaneció allí un momento en silencio. A veces recordaba a la detective sentada delante de ella con ocasión de alguna de sus frustradas fugas, tratando de explicarle por qué eso de escaparse no era una buena idea, cuando en realidad ella misma claramente no lo creía. Le decía a Jennifer que había otras salidas. Que sólo tenía que buscarlas con ahínco. Eso era cierto, tal como Jennifer había aprendido en los tres años que habían pasado desde que la detective había muerto al rescatarla. A menudo susurraba ante la placa:

– Estoy haciendo exactamente lo que usted dijo, detective. Debí haberle hecho caso. Usted siempre tuvo razón.

Más de un oficial de policía la había oído por casualidad decir esto, o algo similar, pero ninguno jamás la había interrumpido. A diferencia de la florista que la esperaba los jueves, ellos sabían por qué Jennifer estaba allí.

* * *

– Es jueves, debe de ser día de poemas -dijo la enfermera en un tono musical, amistoso y acogedor. Levantó la vista de los papeles y de la pantalla del ordenador en la mesa principal. Estaba justo al lado de las amplias puertas de un chato y poco atractivo edificio, cerca de una de las calles principales que conducían al pequeño pueblo universitario. Las puertas habían sido diseñadas para dejar pasar sillas de ruedas y camillas, y estaban equipadas con cerraduras eléctricas que se abrían con un zumbido cuando alguien presionaba el botón adecuado.

– Sin la menor duda -respondió Jennifer, sonriendo a su vez.

La enfermera asintió y sacudió la cabeza, como si hubiera algo de felicidad y a la vez de tristeza en la llegada de Jennifer.

– ¿Sabes, querida? Tal vez él ya no comprenda demasiado, pero realmente espera con ansiedad tus visitas. Me doy cuenta. Simplemente parece estar un poco más atento los jueves, esperando que llegues.

Jennifer se detuvo. Giró por un segundo y miró afuera. Podía ver la luz del sol que caía por entre las ramas de los árboles que se balanceaban con la brisa, con el verde intenso de sus hojas luchando contra las ráfagas de viento sin llegar a esconder del todo el cartel delante del edificio: «Centro Valle de Internamiento Prolongado y Rehabilitación».

Volvió a mirar a la enfermera. Sabía que todo lo que le decía era mentira. No estaba un poco más atento. Se estaba deteriorando cada vez más, semana tras semana. No, pensó Jennifer, con cada hora que pasa se pone peor.

– Yo también me doy cuenta -replicó, sumándose a la mentira.

– ¿Y… a quién has traído para la visita de hoy? -preguntó.

– W. H. Auden y James Merrill -respondió Jennifer-. Y Billy Collins, porque es muy gracioso. Y un par más, si tengo tiempo.

La enfermera probablemente no reconocía a ninguno de los poetas, pero actuaba como si cada una de esas elecciones fuera la más adecuada a las circunstancias.

– Está allí, en el jardín de atrás, querida -le informó.

Jennifer conocía el camino. Saludó con la cabeza a otros miembros del personal con los que se cruzó. Todos la conocían como la chica de la poesía de los jueves y su regularidad era más que suficiente para que ellos la dejaran absolutamente tranquila.

Encontró a Adrián sentado en una silla de ruedas, en un rincón a la sombra. Estaba ligeramente inclinado de la cintura para arriba, como si estuviera observando algo exactamente frente a él, aunque el ángulo de su cabeza le indicó a Jennifer que no podía ni siquiera ver la hermosa luz del sol de la tarde. Le temblaban las manos y los labios, como si fueran síntomas de párkinson. Su pelo estaba ya totalmente blanco, ralo y enredado. El buen estado físico en el que en otro tiempo había confiado se había desvanecido hasta desaparecer. Sus brazos eran como palos, sus piernas delgadas se movían nerviosamente. Estaba esqueléticamente flaco, y no había sido afeitado, de modo que el gris de la barba crecida oscurecía sus mejillas hundidas y la barbilla. Sus ojos eran opacos. Si reconocía a Jennifer, no había manera de que ella pudiera darse cuenta.

Buscó una silla y la puso cerca del viejo profesor. Lo primero que dijo fue:

– Voy a obtener la más alta calificación en mi especialidad…, no, en nuestra especialidad, profesor. Y el próximo año será lo mismo. Seguiré con eso todo el tiempo que sea necesario, y todo lo que usted empezó, yo lo voy a terminar, se lo prometo.

Había dado vueltas en su cabeza a este discurso durante varios días. No le había dicho estas cosas antes. Principalmente, se había ocupado de decirle las cosas más simples, como que había terminado secundaria en el instituto y que había entrado a la universidad, y luego le contaba acerca de los cursos que estaba siguiendo y lo que pensaba de los profesores que alguna vez habían sido sus colegas. A veces le hablaba de un nuevo novio o de algo tan simple como el nuevo trabajo de su madre y sobre lo bien que se había recuperado después de romper su relación con Scott West.

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