John Katzenbach - El profesor

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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Fue directamente a su lado. Se echó sobre su amante, abrazándolo para luego levantarlo, como la María de Miguel Ángel acunando al Jesús crucificado. Le pasó los dedos por la cara, tratando de quitarle la sangre de los labios, como si eso pudiera curarlo. Dejó escapar un aullido de dolor.

Y entonces el dolor fue reemplazado por una rabia ciega. Sus ojos se entrecerraron con un odio sin freno. Se puso de pie y empuñó su pistola. Podía ver el lugar del suelo donde yacía el anciano. No sabía quién era ni cómo se las había arreglado para llegar allí, pero sabía que él era el culpable absoluto de todo. No sabía si estaba vivo o no, pero sabía que no merecía seguir con vida. Sabía también que la Número 4 tenía que estar cerca. Mátalos. Mátalos a los dos. Y luego puedes matarte para estar con Michael para siempre. Linda levantó el arma y apuntó cuidadosamente hacia el cuerpo del anciano.

Adrián sólo podía ver lo que ella estaba haciendo. Si hubiera podido moverse, gatear de algún modo para ponerse a salvo o coger su propia arma y apuntar, lo habría hecho, pero no podía hacer nada de eso. Lo único que podía hacer era esperar. Pensó que estaba bien si recibía un disparo y moría ahí mismo, siempre que Jennifer se salvara. Eso era lo que él mismo había querido hacer desde el principio. Pero su suicidio había sido interrumpido cuando vio que la raptaban en su calle, y eso no había sido correcto, eso había estado muy mal, y por lo tanto había hecho todo lo que su esposa muerta, su hermano muerto y su hijo muerto habían querido. Todo aquello había sido parte de su propia muerte, y no le molestaba de ninguna manera. Había hecho todo lo que había podido y tal vez Jennifer ya podía correr y escaparse, para luego crecer y seguir viviendo. Todo había valido la pena.

Adrián cerró los ojos. Escuchó el rugido de la pistola. Pero la muerte no llegó unas milésimas de segundo más tarde.

Todavía podía sentir la tierra húmeda contra su mejilla. Podía sentir su corazón que seguía bombeando y el dolor de sus heridas que le recorría todo el cuerpo. Hasta podía sentir su enfermedad, como si de manera insidiosa se estuviera aprovechando de todo lo que había ocurrido y en ese momento estuviera requiriendo toda la atención. Todos los músculos que él había usado para mantenerla en su lugar se habían soltado. No entendía por qué, pero podía sentir que los recuerdos se alejaban y la razón lo abandonaba. Quería escuchar a su esposa sólo una vez más, a su hijo, a su hermano. Quería un poema que le facilitara el paso a la locura, a la falta de memoria y a la muerte. Pero lo único que podía escuchar dentro de sí era una cascada de demencia que caía estruendosamente, borrando las pocas partes de Adrián que se aferraban a la vida.

Abrió y cerró los ojos para mantenerlos luego abiertos. Lo que vio parecía una alucinación mayor que las de su familia muerta. Linda estaba boca abajo en el suelo. Lo que quedaba de su cabeza manaba sangre.

Y detrás de ella estaba Mark Wolfe. Tenía en la mano la pistola de la detective Collins. Adrián quería reírse, porque pensaba que morir con una sonrisa tenía un cierto sentido. Cerró los ojos y esperó.

* * *

El delincuente sexual inspeccionó la carnicería alrededor de la casa y dijo:

– Santo cielo, santo cielo, santo cielo -una y otra vez, aunque las palabras no tenían nada que ver con la fe ni con la religión, pero sí con la conmoción. Levantó la pistola de la detective una segunda vez, sin realmente apuntar a nada, antes de bajarla, porque era obvio que no iba a necesitarla otra vez. Vio el ordenador portátil sobre el techo de la camioneta y la cámara grabando fielmente todo lo que había en su ángulo de visión.

El silencio parecía total. Los ecos de los disparos se fueron desvaneciendo.

– Santo cielo -repitió otra vez. Bajó la mirada hacia la detective Collins y sacudió la cabeza.

Caminó lentamente hacia el cuerpo de Adrián. Se sorprendió cuando los ojos del anciano se abrieron. Wolfe se daba cuenta de que estaba gravemente herido, y no creía que pudiera sobrevivir. De todas maneras, habló de un modo alentador cuando se agachó junto a él:

– Usted sí que es un pájaro viejo y fuerte, profesor. Manténgase firme.

Wolfe escuchó el ruido de las sirenas que se acercaba rápidamente.

– Ésa es la ayuda, que ya está llegando -le informó-. No se rinda. Estarán aquí en un momento. -Estaba a punto de añadir: Usted me debe mucho más que veinte mil dólares, pero no lo hizo. En cambio, lo que se amontonó en su mente en ese preciso momento fue un estallido de orgullo y un descubrimiento realmente maravilloso: Soy un grandioso héroe. Un gran héroe. He matado a alguien que ha matado a una policía. Nunca más van a volver a fastidiarme sin razón, independientemente de lo que haga. Soy libre.

Las sirenas sonaron más cerca. Wolfe apartó la mirada del profesor herido, y lo que vio hizo que incluso su propia boca se abriera de asombro. Una muchacha adolescente completamente desnuda apareció detrás del destartalado establo. No hizo ningún intento de cubrirse, aparte de apretar su osito de peluche cerca de su corazón.

Wolfe se puso de pie y se echó a un lado cuando Jennifer cruzó el espacio abierto y se arrodilló junto a Adrián, mientras el primer coche patrulla de la policía del Estado entraba por el camino a la granja. Wolfe vaciló, pero luego se quitó su abrigo liviano. Lo envolvió alrededor de los hombros de Jennifer, en parte para cubrir su desnudez, pero sobre todo porque quería tocar la piel de porcelana de la joven. Su dedo le rozó el hombro, y suspiró cuando sintió la conocida, profunda y desenfrenada descarga eléctrica.

Detrás de ellos, los patrulleros se detenían haciendo que los neumáticos chirriaran mientras bajaban oficiales agitando armas, gritando órdenes y tomando posiciones detrás de las puertas abiertas de los vehículos. Wolfe tuvo el buen sentido común de arrojar al suelo la pistola de la detective y levantar las manos en una rendición que no era en lo más mínimo necesaria.

Jennifer, sin embargo, parecía no escuchar ni ver otra cosa que no fuera la respiración ronca que provenía del anciano. Le cogió la mano y la apretó con fuerza, como si pudiera pasarle un poco de su propia juventud simplemente a través de la piel.

Adrián abrió y cerró los ojos nublados para luego dejarlos abiertos y mirarla como un hombre que despierta de una larga siesta, sin saber muy bien si seguía soñando. Sonrió.

– Hola-susurró-. ¿Quién eres?

Epílogo

El día del último poema

E1 profesor Roger Parsons leyó todo el trabajo de final de semestre, luego lo leyó por segunda vez, y finalmente escribió, con lápiz rojo, «Sobresaliente, señorita Riggins», al final de la última página. Se tomó un segundo para pensar lo que iba a escribir después. Tenía la mirada en el cartel de la película El silencio de los corderos, enmarcado, auto-grafiado y colgado en la pared de su oficina. Había estado dando su curso de Introducción a la Psicología Anormal para posibles candidatos a especialistas en Psicología durante casi veintidós años, y no podía recordar un trabajo final mejor. El título era Conducta auto destructiva en jóvenes adolescentes y la señorita Riggins había deconstruido varios tipos de actividades antisociales comunes entre los adolescentes y las había ubicado en matrices psicológicas que estaban mucho más elaboradas de lo que él podía esperar de un estudiante de primer año.

La joven, sentada siempre en la primera fila del aula, la primera en hacer preguntas rápidas y acertadas al final de cada clase, evidentemente había leído todos los artículos sugeridos y muchos más libros de los que él había puesto en la lista del programa de estudios del curso. De modo que escribió: «Por favor, venga a verme en cuanto pueda para hablar de su futuro en la carrera de Psicología. Además, tal vez le interese realizar prácticas clínicas en verano. Generalmente esto es para estudiantes de cursos superiores, pero podríamos hacer una excepción esta vez».

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