Las dos chicas estaban en silencio. Miraban la pantalla.
El arma había sido robada a la madre de la chica con sobrepeso. Era una secretaria ejecutiva divorciada que a menudo trabajaba hasta muy tarde y tenía que cruzar, mucho después de que hubiera oscurecido, el enorme aparcamiento de la empresa hasta su automóvil, lo cual había sido su explicación para necesitar un arma. Al principio, la madre había intentado incluir a su hija en el curso de defensa personal al que ella había empezado a acudir pero que nunca terminó. En ese momento, la madre estaba en su mesa, atendiendo llamadas telefónicas y preparando el itinerario para el próximo viaje de negocios de sus jefes. Creía erróneamente que la pistola estaba en el fondo de su cartera Fendi de imitación y que su hija estaba en una clase de Álgebra.
De mala gana, la joven con gafas apartó la mirada de la pantalla. Echó un vistazo a una hoja de papel amarillo pálido con una elaborada cenefa de flores que tenía apretada en su mano. Era una nota de suicidio conjunta, que ambas habían elaborado. Habían querido asegurarse de que todos supieran quiénes las habían estado acosando; juntaron todos los nombres que pudieron, con la fantasía de que las personas que las habían llevado al suicidio fueran a la cárcel para siempre. No tenían la menor idea de lo improbable que iba a ser ese resultado, pero eso las había ayudado a seguir adelante con el pacto.
En la nota no mencionaban la fascinación de ambas por whatcomesnext.com . No hablaban de las horas que habían pasado siguiendo a la Número 4. No contaban de qué manera le habían suplicado, habían tratado de engatusarla para luego sollozar con ella al ver que le ocurrían cosas terribles.
La Número 4 se había convertido en ellas, y ellas en la Número 4. Así que cuando empezaron a formular sus planes en llamadas telefónicas avanzada la noche, con los ojos llenos de lágrimas, habían estado de acuerdo en un detalle clave: si la Número 4 moría, ellas también iban a morir.
Comprendían que eran mucho más afortunadas que la Número 4. Se tenían la una a la otra para acompañarse. Ella sólo tenía a su oso, y en ese momento hasta eso había desaparecido, aunque podían ver en qué lugar del suelo lo había dejado la mujer, algo que la Número 4 no podía apreciar debajo de su capucha.
Mientras miraban, vieron que la Número 4 levantaba el arma del suelo de la celda. La jovencita con sobrepeso imitó los movimientos de la Número 4, extendió la mano y agarró el calibre 32 por la culata. En realidad no sabían si querían que la Número 4 se pegara un tiro o no. Sólo sabían que ellas iban a hacer lo mismo. Cualquier cosa que ella hiciera, la repetirían. Cualquier pensamiento acerca de si lo que estaban haciendo era correcto o no, inteligente o estúpido, se había perdido en su decisión de dejar que el futuro de la Número 4 definiera el de ellas. La chica de gafas se inclinó, cogió la mano de su amiga y la apretó de modo tranquilizador. Por un momento se preguntó por qué su amistad no era suficiente para ayudarlas a atravesar el instituto de secundaria, incluso con las cosas que les hacían para molestarlas permanentemente y toda aquella crueldad. No podía responderá esta pregunta en particular. Sólo sabía que en los siguientes minutos tendría muchas otras respuestas.
* * *
Jennifer cogió el revólver, sorprendida por lo pesado que era. Nunca antes había tenido un arma mortal en su mano y tenía la idea equivocada de que algo capaz de matar debía ser ligero como una pluma. No sabía nada sobre cómo manejarla, ni cómo abrir el tambor, ni cómo cargarla ni de qué manera amartillarla. No se daba cuenta de si el seguro estaba puesto o no, ni tampoco de si en el arma había una bala o seis. Había visto bastante televisión como para saber que probablemente lo único que tenía que hacer era apuntar el arma a su cabeza y apretar el gatillo hasta que ya no tuviera que volver a hacerlo.
Una parte de ella le gritaba por dentro: ¡Termina con todo! ¡Hazlo! ¡Termina con esto ya! Sus propios sentimientos, tan severos, la hicieron respirar hondo.
La mano le tembló un poco y calculó que debía actuar rápido porque no tenía manera de saber qué podría hacerle la pareja si llegaba a vacilar. De alguna manera, eso de Pégate un tiro para que no te lastimen tenía un curioso tipo de lógica. Pero al mismo tiempo tenía que revisar todos los aspectos de cada movimiento: Extiende la mano. Coge el arma. Levántala con cuidado. Detente. Como si los últimos minutos debieran ser realizados a cámara lenta.
Se sentía completamente sola, aunque sabía que no era así. Sabía que ellos estaban cerca.
El mareo hacía que su cabeza diera vueltas. Se encontró reviviendo las cosas que le habían pasado desde el secuestro en la calle, otra vez fue golpeada, otra vez fue violada, otra vez se burlaron de ella. Al mismo tiempo, se estaba llenando de imágenes inconexas de su pasado. El problema era que cada uno de estos recuerdos, los buenos y los malos, los divertidos y los difíciles, todos parecían estar retirándose poco a poco por un túnel, de modo que cada vez se le hacía más difícil poder verlos.
Era como si Jennifer estuviera yéndose finalmente de la habitación y la Número 4 fuera la única persona que quedaba. Y la Número 4 sólo tenía una alternativa a su disposición. La llave para irse a casa. Así fue como la llamó la mujer. Matarse era lo que más sentido tenía. No vio ni imaginó que hubiera otra alternativa.
Pero de todas maneras, vaciló. No comprendía de dónde venía la combinación de resistencia y reticencia, allí estaba, dentro de ella, gritando, llena de miedo, discutiendo, luchando contra el impulso de terminar con la Número 4 en ese momento. Ya no podía decir qué hacer que fuera valiente. ¿Pegarse un tiro o no? Vaciló porque nada estaba claro.
Entonces Jennifer hizo una cosa sorprendente, algo que ella no podría haber explicado pero que chilló en su cabeza como algo necesario e importante para hacer sin demora.
Puso el arma cuidadosamente sobre su regazo y alzó las manos. Empezó a desatar la capucha que le cubría la cabeza. Ella no lo sabía, pero aquello tenía todo el falso romanticismo de Hollywood propio del espía valiente que mira de frente al pelotón de fusilamiento y se niega a que le venden los ojos para poder afrontar la muerte cara a cara. La capucha estaba muy ajustada, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para desatar los nudos que la mantenían en su sitio. Un extraño pensamiento acerca de pasar directamente de un tipo de oscuridad a otra rebotó de un lado a otro dentro de ella. Fue un trabajo lento, ya que sus manos temblaban de manera desenfrenada.
* * *
Fue Linda quien primero vio lo que la Número 4 estaba haciendo. Ambos, como prácticamente todos sus abonados, estaban pegados a sus monitores, observando el ritmo lento, pero así y todo delicioso, del final de la Número 4. Era inevitable. Era atractivo. Las salas de chat y mensajes instantáneos sobre el último acto estaban llenas de abonados tecleando furiosamente textos sobre lo que estaban viendo. Las respuestas producían un frenético estrépito electrónico. Abundaban los signos de admiración y las bastardillas. Las palabras corrían como agua escapada de una presa.
– ¡Santo cielo! -exclamó Linda-. Si se quita eso… -En un mundo dedicado a la fantasía, la Número 4 había inyectado sin quererlo una realidad con la que tenían que lidiar. Linda no había previsto esto, y de pronto se vio hundida en un mar de temores y oleadas de preocupación-. No debí haberle quitado las esposas de las muñecas -murmuró Linda, furiosa-. Debí haber sido más explícita.
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