Sabía qué Jennifer iba a encontrar cuando localizara la granja.
Lo que quedaba del razonable profesor de psicología, en otro tiempo director del departamento, esa parte suya totalmente respetable, le decía que debía llamar a la detective Collins y comunicarle dónde se encontraba y qué estaba haciendo. Eso habría sido lo prudente. Podría incluso llamar al delincuente sexual. Wolfe o Terri Collins ciertamente podrían tener una idea mucho mejor de cómo proseguir que la que él tenía.
Pero había decidido dejar de ser razonable en el mismo momento en que se puso en camino con su coche aquella mañana. No sabía si su comportamiento podía ser atribuido a su enfermedad. Tal vez, consideró. Tal vez esto es sólo la parte más disparatada de todo el asunto cuando se manifiesta y lo domina todo. Tal vez si tomara un puñado de esas pastillas que no surten ningún efecto me estaría comportando de manera diferente. Tal vez no.
Adrián disminuyó drásticamente la velocidad del viejo Volvo; estaba deslizándose por una pequeña carretera secundaria de dos carriles, mirando a derecha e izquierda en busca de algo que le indicara que estaba cerca. Esperaba que apareciera una camioneta veloz en alguna curva, haciendo sonar la bocina e insultándolo por conducir de manera tan peligrosa. Se preguntaba si debía haber llamado al agente de bienes inmuebles, haber conseguido información más precisa, incluso haberle pedido que se encontrara con él y le mostrara el camino. Pero en su interior una voz insistente le decía que todo lo que estaba haciendo era mejor hacerlo solo. Sospechaba que Brian estaba detrás de este consejo. Siempre había sido un tipo autosuficiente que confiaba sobre todo en sí mismo y muy poco en los demás. Tal vez Cassie, también ella tenía la actitud propia del artista de ser en todo momento ella misma. Por cierto no había que descartar la contribución de Tommy, que siempre había sido maravillosamente independiente.
Condujo el Volvo a un lateral del camino, a un espacio reservado para que el autobús escolar diese la vuelta, y lo detuvo, haciendo crujir los neumáticos sobre la grava suelta. De acuerdo con su desgastado mapa, con las coordenadas del GPS que había obtenido y con la información de la página de bienes inmuebles, el camino que conducía a la granja estaba unos cuatrocientos metros más adelante. Adrián miró en esa dirección. Un único y vapuleado buzón azul, inclinado como un marinero borracho después de una noche de juerga, marcaba una entrada solitaria.
Su primer impulso fue simplemente conducir, bajar del coche y llamar a la puerta. Empezó a poner el automóvil en marcha, pero una mano le tocó el hombro y escuchó a Tommy, que susurraba:
– No creo que eso funcione, papá.
Adrián se detuvo.
– ¿Qué te parece, Brian? -preguntó. Usó el mismo tono que habría usado cuando presidía una larga y tediosa reunión del cuerpo docente y daba paso a las quejas y opiniones, que siempre eran abundantes-. A Tommy no le parece bien ir directamente a la puerta de entrada.
– Escucha al muchacho, Audie. Generalmente los ataques frontales son fácilmente rechazados, incluso cuando cuentas con el elemento sorpresa. Y además, realmente no tienes ni idea de qué es lo que puedes encontrar…
– Entonces ¿qué…?
– Sigilo, papá -intervino Tommy, aunque todavía seguía hablando en voz muy baja-. Lo que tienes que hacer es acercarte sigilosamente.
– Creo que éste es el momento de moverse con cautela, Audie -añadió Brian rápidamente-. Nada de prepotencia. Nada de exigencias. No es el momento para un repentino ataque del tipo Aquí estoy yo; dónde está Jennifer. Lo que necesitamos es un reconocimiento del terreno.
– ¿Cassie? -preguntó en voz alta.
– Escucha lo que te dicen, Audie. Ellos tienen mucha más experiencia que tú en este tipo de operaciones.
No estaba seguro de que eso fuera completamente verdad. Era cierto que Brian había conducido una compañía de hombres por la selva en una guerra, y Tommy había filmado muchas operaciones militares. Pero Adrián imaginó que Jennifer era más bien como una de sus ratas de laboratorio. Ella estaba en un laberinto, y él observaba el desarrollo del experimento. Esta idea tenía un cierto sentido para él. Encontrar un lugar desde donde pudiera mirar, a un paso de distancia, parecía algo natural.
Adrián observó detenidamente las imágenes del sitio web del agente inmobiliario. Luego las guardó y las metió en el bolsillo interior de su abrigo. Estaba casi bajando del coche cuando oyó que Cassie susurraba:
– No te olvides…
Adrián sacudió la cabeza y farfulló:
– ¡Concéntrate! -Calculó que su capacidad para pensar correctamente había descendido tal vez a un cincuenta por ciento. Tal vez todavía menos que eso. Sin las advertencias de Cassie, habría estado perdido-. Lo siento, Zarigüeya -respondió-. Tienes razón. La necesitaré. -Extendió la mano hacia la parte de atrás del automóvil y levantó del asiento la Ruger nueve milímetros de su hermano muerto.
El peso del arma le resultó reconocible. Pensó que él le había dado mucho más uso al arma que Brian. Su hermano sólo la usó una vez… para suicidarse. Adrián la había usado para casi suicidarse, y luego para amenazar varias veces a Mark Wolfe, y en este momento podría tener motivo para usarla otra vez. Trató de meterla en el bolsillo de su chaqueta, pero no cabía. Trató de meterla en el cinturón de los pantalones, pero lo que parecía tan fácil en la televisión y para las estrellas de cine, hacía que se sintiera desequilibrado, y tuvo la sensación de que podría caérsele y perderla. De modo que, agarrándola fuerte, mantuvo el arma en la mano.
Adrián levantó la cabeza. Una ligera brisa se movía por entre las ramas de los árboles. Rayos de sol y oscuras sombras se movían de un lado a otro. Cruzó al trote el camino y empezó a andar hacia la entrada. Una bandada de cuervos negros como el carbón se elevó ruidosamente desde un sanguinolento banquete en el camino cuando él los sobresaltó. Se alegró de que no apareciera nadie, porque una parte de él pensaba que tenía un aspecto totalmente ridículo y otra parte de él pensaba que parecía totalmente loco.
* * *
Terri Collins conducía a toda velocidad, llevando su pequeño automóvil mucho más allá de cualquier límite que pudiera ser seguro. Mark Wolfe iba agarrado al asidero encima del asiento del acompañante con una sonrisa salvaje en su cara y los ojos muy abiertos en lo que podría interpretarse como una emoción de montaña rusa. Los kilómetros pasaban por debajo de las ruedas. Durante gran parte del camino habían viajado en silencio, quebrado sólo por la voz seductora y metálica del GPS dando instrucciones que venían de una aplicación de su teléfono móvil.
No sabía cuánto tiempo habían recuperado para alcanzar al profesor. Bastante. ¿Suficiente? Estaba segura de que aquello era una emergencia, pero se habría visto en dificultades para explicar exactamente por qué era tan urgente. ¿Impedir que un profesor de psicología medio loco le disparara a alguien inocente? Eso era posible. ¿Encontrar a una adolescente fugitiva que estaba siendo explotada en un sitio web de pornografía? Eso era posible. ¿Ninguna de esas dos cosas y yo haciendo el papel de tonta? Probablemente.
En un momento, Wolfe se había reído. Había estado yendo a una velocidad cercana a los ciento cincuenta kilómetros por hora, y él encontraba que eso era increíblemente divertido.
– Un agente de tráfico me habría arrestado a mí, con seguridad -dijo-. Y se habría sorprendido mucho al revisar mi matrícula y mi licencia de conducir. Los tipos con antecedentes como los míos nunca pueden evitar una multa por exceso de velocidad sólo hablando. Pero usted tiene suerte.
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