La pregunta la sofocó. Se sentía más desnuda que nunca.
– ¿Aceptable, Número 4?
Señor Pielmarrón, lo siento. Te fallé. Todo es culpa mía. Lo siento tanto… Quería salvarte.
– ¿El momento de terminar, Número 4?
Se dio cuenta de que ésta seguía siendo una pregunta que exigía una respuesta. Jennifer no sabía qué responder. Si dices que sí, mueres. Si dices que no, mueres.
– ¿Le gustaría ir a su casa ahora, Número 4?
El poco aliento que quedaba dentro de ella llegó bruscamente a su garganta. Pensó que era caliente, húmedo y ferozmente frío, como una tormenta de nieve, ambas cosas al mismo tiempo.
– ¿Le gustaría que ya hubiera terminado? -insistió la mujer.
– Sí… -logró decir Jennifer con un chillido, sollozando.
– ¿El final entonces, Número 4?
– Sí, por favor… -suplicó Jennifer.
– Muy bien -dijo la mujer.
Jennifer no podía comprender ni creer lo que estaba ocurriendo. Fantasías de libertad se amontonaban en su imaginación. Estaba temblando y de pronto sintió las manos de la mujer sobre las suyas. Fue como tocar un cable con electricidad y su cuerpo entero se estremeció. La mujer lentamente abrió las esposas, dejándolas caer al suelo ruidosamente. La cadena tintineó, como si también hubiera caído. Jennifer se sentía mareada, casi descompuesta, se movió de un lado a otro, como si la cadena y las esposas la estuvieran manteniendo erguida.
– La capucha sigue en su sitio, Número 4. Usted sabrá cuándo puede quitársela.
Jennifer se dio cuenta de que había levantado sus manos hasta la tela negra que le cubría la cabeza. De inmediato obedeció, dejando caer las manos en su regazo, pero estaba terriblemente confundida. ¿Cómo se iba a dar cuenta?
– Delante de sus pies estoy poniendo la llave para que usted abandone este lugar -explicó lentamente la mujer-. Esta llave abrirá la única puerta cerrada que la separa de la libertad. Por favor, quédese sentada durante varios minutos. Usted debe contar en voz alta. Entonces, cuando usted crea que ha pasado suficiente tiempo, puede encontrarla y decidir si considera que ya es tiempo de volver a su casa. Puede tomarse todo el tiempo que quiera para llegar a esa decisión.
La cabeza de Jennifer se tambaleó. Comprendía la parte de «quédese sentada» de la orden, y eso de «usted debe contar». Pero el resto de las órdenes no tenían sentido. Permaneció inmóvil en su posición. Escuchó a la mujer que atravesaba la celda y abría la puerta. Esto fue seguido por el ruido de una puerta cerrándose y una llave girando.
Su imaginación parecía afiebrada, llena de imágenes. Se suponía que la llave estaba justo delante de ella. Pensó: Se están yendo. Se están escapando y sólo quieren que yo espere hasta que se hayan alejado. Eso es lo que hacen los delincuentes. Tienen que huir. Eso está bien. Puedo jugar a este juego. Puedo hacer lo que piden. Sólo váyanse. Déjenme aquí. Yo estaré bien. Puedo encontrar la manera de regresar a mi casa.
– Uno…, dos…, tres… -susurró. No podía evitarlo. La esperanza la envolvía, junto con la culpa. Lo siento, Señor Pielmarrón, deberías estar conmigo. Debería llevarte a casa a ti también. Lo siento.
Tuvo una convulsión. De pies a cabeza. Imaginó que el Señor Pielmarrón iba a ser colocado delante de una cámara para ser torturado en lugar de ella. Pensaba que nunca se iba a perdonar a sí misma por haber entregado al oso. No creía que pudiera irse a casa sin él. Sabía que no podría reencontrarse cara a cara con su padre sin él; aun cuando su padre estuviera muerto, esa imposibilidad no parecía un obstáculo. Sus músculos se tensaron, duros como el metal.
– … ¡Veintiuno, veintidós! -Se dijo a sí misma: Deja que pase bastante tiempo. Déjalos correr. Déjalos irse. Nunca los volverás a ver. Tenía sentido para ella. Ya han acabado conmigo. Todo ha terminado. Empezó a sollozar de manera incontrolada. No se permitió formar las palabras voy a vivir en su mente, pero ese sentimiento creció dentro de ella, siguiendo el ritmo de los números de su reloj interior.
Cuando lenta y concienzudamente había contado ya hasta doscientos cuarenta, no pudo soportar más. La llave, se dijo. Encuentra la llave. Vete a casa.
Todavía sentada, se agachó, inclinándose, estirando la mano, como un penitente religioso que enciende una vela devocional en un altar delante de ella. Buscó a tientas y sus dedos encontraron algo sólido, metálico. Jennifer vaciló. No se parecía al tacto a ninguna llave que ella hubiera tocado antes. Estiró un poco más la mano y tocó algo de madera.
Las puntas de sus dedos recorrieron la forma de la llave. Algo redondo. Algo largo. Algo horrible. Retrocedió bruscamente, abrió la boca casi ahogada, como si sus dedos se hubieran quemado. Pensó: Los gritos del bebé. Eran una mentira. Los niños jugando. Eran una mentira. El ruido de una pelea. Era una mentira. Los policías en el piso de arriba. Eran una mentira.
Una llave para quedar libre. La peor mentira de todas. No era una llave para abrir una puerta lo que había a sus pies. Era una pistola.
Adrian tomó al menos tres desvíos equivocados y una vez se perdió totalmente en una serie de caminos llenos de baches que serpenteaban por entre pequeños pueblos que habrían tenido el encanto de Norman Rockwell si no hubieran estado oscurecidos por un insistente trasfondo de tiempos difíciles y pobreza. Demasiados automóviles oxidados sobre bloques de cemento en jardines laterales, demasiada maquinaria de granja abandonada junto a cercas destartaladas. Pasó junto a establos que no habían sido pintados en una docena de años con techos vencidos por demasiadas nevadas de duros inviernos, junto a caravanas de doble ancho adornadas con antenas parabólicas. Carteles pintados a mano ofreciendo auténtico jarabe de arce o auténticos utensilios de indios americanos aparecían cada pocos kilómetros.
Iba por caminos que conducían a destinos no demasiado concurridos. Caminos que eran más bien tortuosas huellas de dos carriles angostos que se alejaban de las partes de Nueva Inglaterra que se muestran en los folletos turísticos. Grandes grupos de árboles formando bosques enredados se extendían alejándose de las autopistas, alternando con praderas de un verde vibrante. Campos que en otro tiempo habían contenido vacas lecheras y ovejas entre las filas de árboles. Aquéllas eran partes ignoradas del país por las que la gente pasa apresuradamente pensando sólo en llegar a algún otro lugar, a alguna costosa casa de veraneo a orillas de un lago o a un caro apartamento en alguna pista de esquí. Se vio obligado más de una vez a retroceder después de detenerse a un lado del camino para estudiar detenidamente el viejo y usado mapa de papel que había sacado de la guantera. La verdad era que no tenía un plan definido.
Su rumbo caprichoso, lleno de errores de anciano que correspondían a alguien veinte años mayor que él, le había retrasado significativamente. Sabía que debía darse prisa. Apretaba el acelerador como quien está desesperado por llegar al hospital, haciendo por momentos saltar hacia delante el coche, para luego frenarlo de golpe cuando le parecía que podía perder el control en alguna curva cerrada. No cesaba de repetirse a sí mismo que no debía volver a equivocarse de camino. Equivocarme en un desvío podría ser fatal, se dijo. A veces dejaba escapar recomendaciones gruñendo en voz alta:
– Sigue, no te detengas…
Adrián trataba de seguir pensando en Jennifer, pero incluso esto le resultaba esquivo y difícil. Era como si hubiera imágenes que chocaban unas con otras: La decidida Jennifer con la gorra rosa de los Red Sox; la Jennifer sonriente de la fotografía de la octavilla de personas desaparecidas que estaba en el asiento junto a él; la Jennifer con los ojos vendados y casi desnuda que miraba a la cámara mientras era interpelada por un interrogador oculto.
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