Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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En medio del silencio oí las voces del pasillo. La agente Darby formó un triángulo con ambas manos y respiró profundamente. Supe lo que iba a decir antes de que lo hiciera.

– Señora Falkner, su marido murió en un accidente de coche.

– No llevaba el cinturón de seguridad, y él siempre se lo ponía. Deben seguir investigando.

– El juez de instrucción llegó a la conclusión de que se trataba de un trágico accidente, y de que no había intervenido otro vehículo. Entiendo que el hecho de que él apareciera al lado de otra mujer resulte perturbador y difícil para usted. El tipo de relación que mantuvieran no afecta a la validez de las pruebas.

– Pero es que no hay ningún tipo de prueba -insistí-. No hay nada que demuestre que él la conocía.

De nuevo, pude predecir lo que iba a decir.

– Si él tenía una amante, que lo mantuviera en secreto no resulta del todo sorprendente.

– Pero le estoy diciendo que no la conocía.

– No. Me está diciendo que usted cree que no la conocía.

– Viene a ser lo mismo.

– Con todos mis respetos, no, no es lo mismo. Lo que usted cree y la verdad no tienen por que coincidir.

– Entonces, ¿va a dejar las cosas como están?

– Sí. Y le recomiendo que haga lo mismo. Tal vez no le vendría mal recurrir a…

– ¿Cree que necesito la ayuda de un profesional para elaborar el duelo?

– Creo que ha sufrido usted una conmoción terrible y que le está costando asumirla.

– Si alguien vuelve a emplear la palabra «asumir», creo que gritaré.

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Capítulo 10

Leí los correos electrónicos de Greg tantas veces que casi me los aprendí de memoria. Pensé que podrían ayudarme a entender su estado de ánimo durante los días y semanas anteriores a su muerte. ¿Había un matiz de angustia? ¿De rabia? ¿De aprensión? No encontré nada, y poco a poco se fueron convirtiendo en algo familiar, como esas canciones que escuchas tantas veces que al final ni las oyes. Pero entonces me di cuenta de algo absolutamente obvio, algo que todos los habitantes del mundo civilizado, menos yo, debían de saber ya. En todos los correos aparecía la hora exacta en la que él había pulsado el icono de «Enviar». Esos correos, ya los hubiera mandado desde casa o desde el ordenador de la oficina, constituían una guía bastante precisa de dónde había estado Greg en cada momento.

Al cabo de media hora ya había regresado de la papelería con dos abultadas bolsas. Volqué el contenido sobre la alfombra. Había un rollo grande de cartulinas tamaño poster, reglas, lápices, rotuladores y fluorescentes de distintos colores, y varios cuadernillos de pegatinas: círculos, cuadrados y estrellas. Parecían los materiales necesarios para un trabajo de manualidades de una guardería.

Coloqué cuatro cartulinas en el suelo, formando una fila, y puse encima unos libros gruesos para sujetar las esquinas. Luego, con una regla y un lápiz de dibujo muy fino, empecé a trazar varias cuadrículas: cada una representaba una semana del último mes de vida de Greg. Dibujé siete columnas y luego hice líneas horizontales que las dividían en dos mitades, después en cuatro partes, después en ocho, etcétera, hasta que dentro de cada columna hubo ciento veinte rectángulos: cada uno representaba diez minutos del día, desde las ocho de la mañana hasta medianoche. No me preocupé por las noches, porque todas las del último mes las habíamos pasado juntos.

A partir de mis recuerdos pude tachar tardes enteras en las que sabía que él había estado conmigo. De los fines de semana también hubo días que descarté con un grueso trazo negro: el sábado en que habíamos ido a Brighton en tren, habíamos paseado por la playa, habíamos comido unos espantosos fish and chips , habíamos comprado un libro de poesía de segunda mano y yo me había quedado dormida en su hombro en el viaje de vuelta; el día en que habíamos caminado por la orilla del Regent's Canal, desde Kentish Town hasta llegar al río. En aquellos dos días no había mantenido relaciones sexuales con Milena Livingstone.

Después consulté los correos electrónicos. Greg escribía veinte o treinta al día desde el trabajo, a veces más. Basándome en ellos, puse una O de oficina en las casillas correspondientes de la cartulina. Algunos correos estaban agrupados. El tenía la costumbre de mandar una oleada de mensajes en cuanto llegaba al trabajo, otra justo antes de la una y otra en torno a las cinco, pero había otros dispersos a lo largo del día. Tardé poco más de una hora en terminar con los correos y, una vez concluida la tarea, di un paso atrás y contemplé el resultado. Me gustó ver que gran parte de la tabla estaba sombreada, pero todavía me quedaba mucho por hacer.

Al día siguiente invité a Gwen a casa. Le dije que era urgente, pero ella estaba en el trabajo y no pudo llegar hasta casi las seis. En cuanto se presentó la llevé a la cocina, herví agua y preparé café.

– ¿Quieres una galleta? -le ofrecí-. ¿O un trozo de bizcocho de jengibre? Lo he preparado esta tarde. He estado liada.

Eso pareció divertirla y alarmarla un poco.

– Bizcocho -respondió-. Vale, pero sólo un poco.

Serví el café y le puse el bizcocho en un plato. Yo no tenía hambre. Me habían entrado ganas de cocinar, pero no de comer.

– Bueno, ¿qué tal? -quiso saber ella-. ¿Me has llamado solamente para que probara el bizcocho? Está buenísimo, por cierto.

– Qué bien, coge un poco más. No, no tiene nada que ver con eso. Tómate el café y ahora te lo enseño.

– ¿Qué me vas a enseñar? ¿Qué es esto, una fiesta sorpresa?

– No, qué va -repuse-. Quiero que veas unas cosas. Creo que te va a interesar.

Ella dio unos cuantos sorbos al café y anunció que estaba lista. La conduje por el pasillo y llegamos al salón.

– Ahí está -dije-. ¿Qué te parece?

Ella contempló las cuatro cartulinas, ahora cubiertas de marcas y pegatinas, de formas y colores.

– Muy bonito -repuso-. Pero ¿qué se supone que es?

– Es la vida de Greg durante el mes anterior a su muerte.

– ¿Qué?

Le expliqué que las celdas representaban días, y las horas de esos días. Le hablé de los correos con fecha y hora, de mis recuerdos, le conté que incluso había encontrado facturas de las cafeterías en las que Greg había comido. En todas esas facturas, ya fueran de comida, de gasolina o de artículos de papelería, no sólo aparecía la fecha, sino también la hora exacta, hasta el minuto, en que se había efectuado la compra.

– Y las pegatinas, los círculos amarillos y los cuadrados verdes muestran los momentos en los que sé exactamente dónde estaba Greg. Increíble, ¿verdad?

– Sí, pero…

– Un par de veces por semana iba a ver a algún cliente. He fingido ser su secretaria, he llamado y he dicho que, por cuestiones fiscales, tenía que saber el momento exacto en que se habían celebrado las reuniones. La gente ha colaborado mucho. Esas reuniones las he marcado en azul. Pero aun así me quedaban en blanco los momentos transcurridos entre su salida de la oficina y su llegada a la cita con el cliente. Entonces encontré una página web. Si introduces el código postal de la oficina de Greg y el del cliente, te da la distancia exacta en coche y el tiempo de viaje estimado. Eso lo he marcado en rojo. Evidentemente, circular en coche por Londres durante el día no es una ciencia exacta, pero todo se ajusta bastante bien. He tardado un día y medio, y mira esto.

– ¿El qué?

– ¿Qué ves?

– Muchos colores -respondió Gwen indecisa-. Muchas pegatinas.

– No -repuse-. Lo que importa es lo que no se ve. A lo largo de cuatro semanas, apenas queda un hueco en el que no sepa dónde estaba, o lo que estaba haciendo.

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