– No, espera tú, Harry.
Bosch hizo un momento de pausa.
– ¿Qué coño quieres decir?
– Quiero decir que voy a ocuparme de Li.
– Ignacio, escúchame: estás solo. No entres en esa tienda hasta que llegue el equipo de detención, ¿entiendes? ¿Quieres ponerle las esposas? Bien, podrás hacerlo. Pero espera hasta que lleguemos.
– No necesito un equipo ni te necesito a ti, Harry.
Ferras colgó. Bosch le dio al botón de rellamada y empezó a dirigirse hacia la oficina del teniente.
Ferras no contestó y la llamada fue directamente al buzón de voz. Cuando Bosch entró en la oficina de Gandle, el teniente se estaba abotonando la camisa sobre un chaleco antibalas que se había puesto para el viaje de campo.
– Vámonos -dijo Bosch-. Ferras se ha desquiciado.
Después de volver del funeral, Bosch se quitó la corbata y cogió una cerveza de la nevera. Salió a la terraza, se sentó en el sillón y cerró los ojos. Pensó en poner algo de música, tal vez un poco de Art Pepper para sacudirse la tristeza.
Pero se sentía incapaz de moverse. Se limitó a quedarse con los ojos cerrados y trató de olvidar en la medida de lo posible las últimas dos semanas. Sabía que era una tarea imposible de lograr, pero merecía la pena intentarlo, la cerveza le ayudaría, aunque sólo fuera de manera temporal. Era la última que quedaba en la nevera y se había prometido que sería la última para él. Ahora tenía una hija a la que educar y debía ser lo mejor posible para ella.
Como si pensar en ella hubiera conjurado su presencia, oyó la puerta corredera.
– Eh, Mads.
– Papá.
En esa única palabra la voz de la niña sonó diferente, inquieta. Abrió los ojos y miró entrecerrándolos al sol de la tarde. Maddie ya se había cambiado de ropa: llevaba pantalones tejanos y una camisa que había sacado de la bolsa que su madre le había preparado. Bosch se había fijado en que se ponía más las pocas cosas que su madre le había metido en la mochila en Hong Kong que toda la ropa que habían comprado juntos.
– ¿Qué pasa?
– Quiero hablar contigo.
– Vale.
– Siento mucho lo de tu compañero.
– Yo también. Cometió un grave error y pagó por ello. Pero no sé, no parece que el castigo fuera proporcional al error, ¿sabes?
La mente de Bosch pasó momentáneamente a la espantosa escena que se había encontrado en el interior de la oficina de gerencia de Fortune Fine Foods & Liquor. Ferras boca abajo en el suelo, con cuatro disparos en la espalda; Robert Li aterrorizado en un rincón, temblando y gimiendo, mirando el cuerpo de su hermana junto a la puerta. Después de matar a Ferras, Mia se suicidó. La señora Li, la matriarca de una familia de asesinos y víctimas, permanecía estoicamente de pie en el umbral cuando llegó Bosch.
Ignacio no vio venir a Mia. La joven había dejado a su madre en la tienda y se había marchado, pero algo la hizo volver. Se metió en el callejón y aparcó en la parte de atrás. Según especularon más tarde en la sala de brigada, Mia descubrió a Ferras vigilando y comprendió que la policía estaba al llegar. Fue a casa, cogió la pistola que su padre asesinado guardaba bajo el mostrador de su tienda y volvió a la tienda del valle. No quedó claro -y siempre sería un misterio- cuál era su plan. Quizás estaba buscando a Lam o a su madre, o quizá sólo estaba esperando a la policía. El caso es que regresó a la tienda y entró por la puerta de empleados de la parte de atrás a la vez que Ferras accedía por la puerta delantera para detener él sólo a Robert. Mia vio que el policía entraba en la oficina de su hermano y fue tras él.
Bosch se preguntó cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Ignacio cuando le acribillaron las balas. Se preguntó si su joven compañero estaría asombrado de que un relámpago pudiera caer encima dos veces, la segunda para terminar el trabajo.
Bosch apartó la visión y los pensamientos. Se sentó más derecho y miró a su hija. Vio la carga de culpa en sus ojos y supo lo que se avecinaba.
– Papá.
– ¿Qué pasa, peque?
– Yo también cometí un error. Pero no fui yo la que lo pagó.
– ¿Qué quieres decir, cariño?
– La doctora Hinojos dice que tengo que descargarme. Que he de contar lo que me inquieta.
Le cayeron las lágrimas. Bosch se sentó de lado en el sillón, cogió a su hija de la mano y la guio a un asiento que estaba justo a su lado. Le pasó el brazo en torno a los hombros.
– Puedes decirme lo que sea, Madeline.
Ella cerró los ojos y se los tapó con una mano. Apretó la mano de su padre con la otra.
– Mataron a mamá por mi culpa -dijo-. La mataron a ella y deberían haberme matado a mí.
– Espera, un momento, un momento. Tú no eres responsable…
– No, espera. Escúchame. Sí que lo soy. Fue culpa mía, papá, y he de ir a prisión.
Bosch le dio un gran abrazo y la besó encima de la cabeza.
– Escúchame, Mads. No vas a ir a ninguna parte. Te vas a quedar aquí conmigo. Sé lo que ocurrió, pero eso no te convierte en responsable de lo que hicieron otras personas. No quiero que pienses eso.
Ella se echó atrás y lo miró.
– ¿Lo sabes? ¿Sabes lo que hice?
– Confiaste en una persona equivocada… y el resto, todo lo demás, es culpa suya.
Ella negó con la cabeza.
– No, no. Todo fue idea mía. Sabía que vendrías y pensé que conseguirías que ella me dejara venir aquí contigo.
– Lo sé.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.
Bosch se encogió de hombros.
– No importa -dijo-. Lo que importa es que no podías saber lo que iba a hacer Quick, que cogería tu plan y lo haría suyo.
Maddie inclinó la cabeza.
– Da igual. Maté a mi madre.
– Madeline, no. Si hay alguien responsable, soy yo. La mataron por algo que no tenía nada que ver contigo. Fue un atraco y ocurrió porque yo fui estúpido, porque mostré mi dinero en un lugar donde nunca debería haberlo mostrado, ¿vale? Es culpa mía, no tuya. Cometí un error.
No había forma de calmarla o consolarla. Negó con la cabeza violentamente y con la fuerza lanzó lágrimas en el rostro de Bosch.
– Ni siquiera tendrías que haber estado allí, papá, si no hubiéramos mandado el vídeo. ¡Eso lo hice yo! ¡Sabía lo que pasaría! ¡Que subirías al primer avión! Quería escapar antes de que aterrizaras. Llegarías a Hong Kong y yo estaría bien, pero tú le dirías a mamá que no era un lugar seguro para mí y yo me vendría contigo.
Bosch se limitó a asentir. Había imaginado más o menos ese escenario días antes, cuando se había dado cuenta de que Bo-jing Chang no tenía nada que ver con el homicidio de John Li.
– Pero ahora mamá está muerta, y ellos están muertos. Todo el mundo está muerto y es culpa mía.
Bosch la agarró por los hombros y la hizo girar hacia él.
– ¿Qué parte de esto le contaste a la doctora Hinojos?
– Nada.
– Vale.
– Quería decírtelo antes a ti. Ahora has de llevarme a la cárcel.
Bosch la abrazó y la apretó con fuerza contra su pecho.
– No, cielo, vas a quedarte aquí conmigo.
Le acarició suavemente el pelo y le habló con voz calmada.
– Todos nos equivocamos. Todo el mundo. A veces, como mi compañero, cometes un error y no puedes resarcirte; no tienes ocasión. Pero a veces sí la tienes, y podemos compensar nuestros errores. Los dos.
Los sollozos empezaron a remitir. La oyó sorber. Pensó que quizá por eso había acudido a él. Buscando una salida.
– Quizá podamos hacer algo bien y compensar por las cosas que hicimos mal. Nos resarciremos por todo.
– ¿Cómo? -dijo en voz baja.
– Yo te enseñaré el camino. Te lo enseñaré y verás que podremos resarcirnos de esto.
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