Michael Connelly - Nueve Dragones

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Harry Bosch y su compañero Ignacio Ferras investigan el asesinato del señor Li, anciano propietario de Fortune Liquors, una tienda china de licores de Los Ángeles. Las cámaras de seguridad del local invalidan la teoría de atraco y dejan la puerta abierta a que el crimen esté relacionado con una posible extorsión por parte de la mafia china. Bosch, en deuda con Li desde que éste le ayudara durante los disturbios raciales de la ciudad, promete a sus hijos que encontrará al asesino de su padre.
En plena investigación, Bosch recibe la noticia de la desaparición de su hija Maddie. La adolescente vive con su madre, Eleanor Wish -la ex agente del FBI que fuera pareja del investigador-, en Hong Kong. Bosch se teme lo peor: cree que el secuestro podría estar vinculado con el asesinato de Li, por lo que decide marcharse a la ciudad asiática en un intento desesperado por hallar a su hija.

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– Me ocuparé de estas cosas y no te mencionaré, te lo prometo. No importa lo que ocurra, no te mencionaré ni a ti ni a tu hija.

Bosch asintió.

– Buena suerte -dijo.

– Buena suerte a ti también.

Bosch le estrechó la mano y retrocedió. Después de otra pausa incómoda, Madeline dio un paso adelante y abrazó a Sun. Bosch vio la expresión en la cara de Sun a pesar de las gafas de sol. No importaban sus diferencias, Bosch sabía que Sun había encontrado alguna clase de resolución en el rescate de Madeline. Quizás eso le permitiría encontrar consuelo en sí mismo.

– Lo siento -dijo Madeline.

Sun retrocedió y deshizo el abrazo.

– Ahora vete -dijo-. Que seas feliz.

Lo dejaron allí y se dirigieron a la terminal principal a través de las puertas de cristal.

Bosch y su hija encontraron la ventanilla de primera clase de Cathay Pacific y Harry compró dos billetes para el vuelo de las 23.40 a Los Ángeles. Consiguió que le devolvieran el importe de su vuelo previsto para la mañana siguiente, pero aun así tuvo que usar dos tarjetas de crédito para cubrir el coste total. No le importó. Sabía que a los pasajeros de primera clase les daban un trato especial que les permitía pasar más deprisa por los controles de seguridad y eran los primeros en subir a los aviones. Era menos probable que el personal y el servicio de seguridad del aeropuerto y la compañía aérea se preocuparan con viajeros de dicha clase, aunque éstos fueran un hombre despeinado con sangre en la chaqueta y una niña de trece años que parecía incapaz de contener las lágrimas.

Bosch también comprendía que su hija había quedado traumatizada por las últimas sesenta horas de su vida y, aunque no tenía idea de cómo cuidar de ella en ese sentido, pensó que cualquier comodidad añadida no le haría daño.

Al fijarse en el aspecto desaliñado de Bosch, la mujer que estaba detrás del mostrador le mencionó que el vestíbulo de espera de primera clase contaba con duchas para los viajeros. Bosch le dio las gracias por el consejo, cogió las tarjetas de embarque y luego siguieron a una azafata de primera clase hasta el control de seguridad. Como esperaba, pasaron el control en un santiamén gracias al poder de su nuevo estatus.

Tenían casi tres horas de tiempo y, aunque la mencionada ducha era tentadora, Bosch decidió que la comida era una necesidad más apremiante. No recordaba cuándo había comido por última vez y suponía que su hija habría estado igualmente privada de alimento.

– ¿Tienes hambre, Mads?

– No.

– ¿Te han dado de comer?

– No, pero no puedo comer.

– ¿Cuándo fue la última vez que tomaste algo?

Tuvo que pensar.

– Me compré un trozo de pizza en el centro comercial el viernes. Antes de…

– Vale, vamos a tomar algo pues.

Subieron en la escalera mecánica hasta una zona donde había diversos restaurantes con vistas al paraíso del duty free . Bosch eligió uno con asientos situados en el centro del vestíbulo que ofrecía una buena perspectiva de la zona de compras. Su hija pidió barritas de pollo y Bosch un bistec con patatas fritas.

– Nunca deberías pedir un bistec en un aeropuerto -dijo Madeline.

– ¿Por qué?

– No será de buena calidad.

Bosch asintió. Era la primera vez que decía algo de más de una o dos palabras desde que se habían despedido de Sun. Harry había observado cómo su hija se derrumbaba al desaparecer la descarga de miedo provocada por su liberación y empezar a asimilar la realidad de lo que le había pasado a ella y a su madre. Bosch temió que hubiera sufrido algún tipo de shock ; su extraña observación sobre la calidad del bistec en un aeropuerto parecía indicar que se hallaba en estado disociado.

– Bueno, supongo que ya lo descubriré.

Entonces Maddie cambió de tema.

– ¿Voy a vivir en Los Ángeles contigo?

– Eso creo.

Estudió la cara de Maddie en busca de una reacción. Permaneció impasible: mirada inexpresiva sobre mejillas manchadas con lágrimas secas y tristeza.

– Quiero que vivas conmigo -dijo Bosch-. Y la última vez que fuiste a Los Ángeles dijiste que querías quedarte.

– Pero no así.

– Lo sé.

– ¿Alguna vez volveré a recoger mis cosas y a despedirme de mis amigos?

Bosch pensó un momento antes de responder.

– No creo -dijo al fin-. Puede que consiga que te manden las cosas, pero supongo que vas a tener que enviar mensajes de correo a tus amigos, o llamarlos.

– Al menos podré decirles adiós.

Bosch asintió y se quedó en silencio, notando la referencia obvia a su madre. Enseguida volvió a hablar, con la mente como un globo arrastrado por el viento, cayendo aquí o allá en función de corrientes impredecibles.

– ¿Nos… nos busca la policía?

Bosch miró a su alrededor para ver si alguien sentado cerca había oído la pregunta, luego se inclinó hacia delante para responder.

– No lo sé -dijo en voz baja-. Puede ser, puede que me busquen. Pero no quiero averiguarlo aquí. Prefiero tratar todo eso desde Los Ángeles.

Después de una pausa ella hizo otra pregunta y ésta pilló a Bosch desprevenido.

– Papá, ¿has matado a esos hombres que me tenían? He oído muchos disparos.

Bosch pensó en cómo debería responder -como policía, como padre-, pero no tardó mucho.

– Digamos que tuvieron su merecido. Y que todo lo que ocurrió fue consecuencia de sus propias acciones. ¿Vale?

– Vale.

Cuando llegó la comida pararon de hablar y comieron con voracidad. Bosch había elegido el restaurante, la mesa y su silla para poder tener una buena perspectiva de la zona de tiendas y la puerta de seguridad de detrás. Mientras comía, mantuvo una posición vigilante ante cualquier actividad inusual que implicara al equipo de seguridad del aeropuerto. Cualquier movimiento de personal múltiple o actividad de búsqueda le causaría preocupación. No tenía ni idea de si estaba en algún radar policial, pero había trazado una senda de muerte por Hong Kong y tenía que permanecer alerta por si conducía a él.

– ¿Vas a terminarte las patatas fritas? -preguntó Maddie.

Bosch giró su plato para que su hija pudiera llegar a las patatas.

– Coge.

Al estirarse sobre la mesa se le subió la manga y Bosch vio el apósito en la parte interior del codo de su hija. Pensó en el papel higiénico manchado de sangre que Eleanor había encontrado en la papelera de la habitación de Chungking Mansions.

Bosch señaló su brazo.

– Maddie, ¿por qué tienes eso? ¿Te han sacado sangre?

Ella puso su otra mano encima de la herida como para evitar cualquier consideración sobre ello.

– ¿Hemos de hablar de esto ahora?

– ¿Puedes decirme sólo una cosa?

– Sí, Quick me sacó sangre.

– Iba a hacerte otra pregunta: ¿dónde estabas antes de que te metieran en el maletero y te llevaran al barco?

– No lo sé, en una especie de hospital, como la consulta de un médico. Estuve encerrada en una habitación todo el tiempo. Por favor, papá, no quiero hablar de eso. Ahora no.

– Vale, cariño, hablaremos cuando tú quieras.

Después de comer se dirigieron a la zona comercial. Bosch compró un conjunto completo de ropa nueva en una tienda de hombre y un par de zapatillas de deporte y muñequeras en una tienda de deportes. Maddie declinó la oferta de ropa nueva y dijo que se quedaría con lo que había en su mochila.

Su siguiente parada fue en otra tienda, donde Maddie eligió un oso panda de peluche que decía que quería usar como almohada y un libro titulado El ladrón del rayo .

Se dirigieron al vestíbulo de primera clase de la aerolínea y se apuntaron para usar las duchas. A pesar de un largo día de sangre, sudor y barro, Bosch se duchó deprisa porque no quería estar separado de su hija mucho rato. Antes de vestirse se miró la herida del brazo; estaba coagulada y empezando a cicatrizar. Se puso las muñequeras que acababa de comprar a modo de doble vendaje sobre la herida.

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