– Harry, ¿qué haces?
– ¡Sus llaves! Necesitamos sus llaves o…
Se detuvo de repente. Se dio cuenta de que se le había pasado algo por alto. Cuando había corrido por el muelle y se había agachado para ponerse a cubierto tras el Mercedes blanco, había oído y olido el motor diésel del coche. El vehículo había quedado en marcha.
En ese momento significaba poco para Bosch, porque estaba seguro de que su hija se encontraba en el barco grúa, pero ahora sabía que no era así.
Bosch se levantó y echó a correr por el pasillo hacia la escalera, con su mente a mil. Oyó que Sun lo seguía.
Sólo había una razón por la cual Dennis Ho había dejado el coche en marcha: pretendía volver. No con la niña, porque ella no estaba en el barco, sino después de meterla en el compartimento de almacenaje del casco una vez que estuviera preparado y fuera seguro trasladarla allí.
Bosch salió corriendo de la caseta de navegación y cruzó al muelle a través de la pasarela. Corrió hasta el Mercedes blanco y abrió la puerta del conductor. Miró en el asiento de atrás y vio que estaba vacío. Estudió el salpicadero, buscando el botón que abría el maletero.
Al no encontrar nada, apagó el motor y cogió las llaves. Fue a la parte de atrás del coche y apretó el botón del maletero en la llave de contacto.
El maletero se abrió de manera automática. Bosch se acercó y allí, tendida en una manta, estaba su hija, amordazada y con los ojos vendados. Tenía los brazos unidos al cuerpo con varias capas de cinta aislante. Los tobillos también estaban unidos entre sí con cinta. Bosch gritó al verla.
– ¡Maddie!
Casi saltó al maletero con ella al sacarle la venda de los ojos y ocuparse de la mordaza.
– ¡Soy yo, pequeña! ¡Papá!
Madeline abrió los ojos y empezó a pestañear.
– Ahora estás a salvo, Maddie. ¡Estás a salvo!
Cuando soltó la mordaza, la chica dejó escapar un grito que desgarró el corazón de su padre y que no olvidaría nunca. Era al mismo tiempo una forma de superar el miedo, un grito de ayuda y un sonido de alivio e incluso alegría.
– ¡Papá!
Empezó a llorar cuando Bosch metió los brazos para sacarla del maletero. Sun de repente estaba allí, ayudando.
– Ahora no va a pasar nada -dijo Bosch-. Todo irá bien.
Entre los dos levantaron a la niña y Bosch empezó a cortar la cinta con los dientes de la llave. Se fijó en que Madeline aún llevaba el uniforme de la escuela. En el momento en que sus brazos y manos quedaron libres, se echó al cuello de Bosch y lo abrazó con toda su alma.
– Sabía que vendrías -dijo entre sollozos.
Bosch no sabía si había oído alguna vez palabras que significaran más para él. La abrazó con la misma fuerza que ella. Bajó la cara para susurrarle al oído.
– Maddie.
– ¿Qué, papá?
– ¿Estás herida, Maddie? Me refiero a herida físicamente. Si te han hecho daño hemos de llevarte a…
– No, no me han hecho daño.
Se apartó de ella y puso las manos en los hombros de su hija para estudiar sus ojos.
– ¿Estás segura? Puedes decírmelo.
– Estoy segura, papá. Estoy bien.
– Vale. Entonces, hemos de irnos.
Se volvió hacia Sun.
– ¿Puedes llevarnos al aeropuerto?
– Por supuesto.
– Vamos.
Bosch puso el brazo en torno a su hija y empezaron a seguir a Sun por el muelle. Maddie se agarró a él todo el camino y hasta que se acercaron al coche no pareció darse cuenta del significado de la presencia de Sun. Entonces le hizo a Harry la pregunta que él había estado temiendo.
– ¿Papá?
– ¿Qué, Maddie?
– ¿Dónde está mamá?
Bosch no respondió la pregunta directamente. Sólo le dijo a su hija que su madre no podía estar con ellos en ese momento, pero que había preparado una bolsa para ella y que necesitaban llegar al aeropuerto para salir de Hong Kong. Sun no dijo nada y aceleró el paso, sacándoles ventaja y desapareciendo de la discusión.
La explicación le ofrecía a Harry tiempo para considerar cómo y cuándo daría la respuesta que alteraría el resto de la vida de su hija. Cuando llegaron al Mercedes negro, la puso en el asiento de atrás antes de ir al maletero a coger la mochila. No quería que viera la bolsa que Eleanor había preparado para sí misma. Miró en los bolsillos de la bolsa de Eleanor y encontró el pasaporte de la niña. Se lo guardó en el bolsillo.
Se metió en el asiento delantero y le pasó la mochila a su hija. Le dijo que se cambiara el uniforme del colegio, miró el reloj y le hizo una señal a Sun.
– Vamos. Hemos de coger un avión.
Sun empezó a conducir, saliendo de la zona de costa deprisa, pero no a una velocidad que pudiera atraer la atención.
– ¿Puedes dejarnos en algún ferry o tren que nos lleve directo? -preguntó Bosch.
– No, han cerrado la ruta del ferry y tendrías que cambiar de trenes. Será mejor que te lleve. Quiero hacerlo.
– Vale, Sun Yee.
Circularon en silencio durante unos minutos. Bosch quería darse la vuelta y hablar con su hija, mirarla a los ojos para asegurarse de que estaba bien.
– Maddie, ¿te has cambiado? -No respondió-. ¿Maddie?
Bosch se volvió y la miró. Se había cambiado de ropa. Estaba apoyada en la puerta de detrás de Sun, mirando por la ventanilla y abrazando la almohada contra el pecho. Había lágrimas en sus mejillas. Al parecer no se había fijado en el agujero de bala de la almohada.
– Maddie, ¿estás bien?
Sin responder ni apartar la mirada de la ventana, su hija dijo:
– Está muerta, ¿no?
– ¿Qué?
Bosch sabía exactamente de qué y de quién estaba hablando, pero trató de extender el tiempo, de aplazar lo más posible lo inevitable.
– No soy tonta, ¿sabes? Tú estás aquí y Sun Yee también. Ella debería estar con vosotros. Tendría que estar aquí, pero le ha ocurrido algo.
Bosch sintió que un puño invisible le impactaba justo en el pecho. Madeline todavía estaba abrazada a la almohada que tenía delante de ella y miraba por la ventana con los ojos anegados en lágrimas.
– Maddie, lo siento. Quería decírtelo, pero no era el momento adecuado.
– ¿Cuándo es el momento adecuado?
Bosch asintió.
– Tienes razón. Nunca.
Estiró el brazo y le puso la mano en la rodilla, pero ella inmediatamente lo apartó. Fue la primera señal de la culpa que siempre tendría que llevar.
– Lo siento. No sé qué decir. Cuando aterricé esta mañana tu madre estaba esperándome en el aeropuerto con Sun Yee. Sólo quería una cosa, Maddie: llevarte a casa a salvo. No le importaba nada más, ni su propia vida.
– ¿Qué le pasó?
Bosch vaciló, pero no había otra forma de responder salvo con la verdad.
– Le dispararon. Alguien me estaba disparando y le dieron a ella. No creo que se enterara siquiera.
Madeline se tapó los ojos.
– Es todo culpa mía.
Bosch negó con la cabeza, aunque ella ni siquiera le estaba mirando.
– Maddie, no. Escúchame: no lo digas nunca. Ni siquiera lo pienses. No es culpa tuya, sino mía. Todo es culpa mía.
Maddie no respondió. Se abrazó con más fuerza a la almohada y mantuvo los ojos en el arcén, que pasaba en un destello.
Al cabo de una hora estaban en la zona de parada del aeropuerto. Bosch ayudó a su hija a bajar del Mercedes y luego se volvió hacia Sun. Apenas habían hablado en el coche, pero había llegado el momento de decir adiós y Bosch sabía que no habría rescatado a su hija sin la ayuda de Sun.
– Sun Yee, gracias por salvar a mi hija.
– Tú la has salvado. Nada podía detenerte, Harry Bosch.
– ¿Qué harás? La policía acudirá a ti por Eleanor, y quizá por todo lo demás.
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